Por Geoffrey Roberts.
En estos últimos años, de todos los libros publicados sobre
Stalin y la URSS en la Segunda Guerra Mundial y en la “guerra fría”,
destaca por su exhaustividad y su rigor históricos la obra de Geoffrey
Roberts “Las guerras de Stalin”. Lamentablemente, no ha sido traducida
al castellano, probablemente porque no interesa a los ideólogos
anticomunistas que dominan opresivamente la ciencia de la historia en
Occidente.
En la Asociación de Amistad Hispano-Soviética, hemos
estudiado la traducción francesa de este trabajo, editada por las
“Editions Delga” y nos parece muy pertinente ofrecer a nuestros lectores
el capítulo de conclusión. En él, se describe cómo ha cambiado con el
tiempo la valoración de la figura política de Stalin, hasta llegar en
nuestros días a una abundancia de conocimientos contrastados que prueban
su genialidad como estadista defensor de la paz y del respeto entre las
naciones.
Por supuesto que, en otro orden de cosas, el profesor Roberts
juzga la historia desde una concepción democrático-burguesa y, por
tanto, considera injustificadas las ideas y acciones revolucionarias
necesarias para que la clase obrera se libere de la esclavitud
capitalista. Es así cuando, en su libro, da por buena la versión
dominante sobre los hechos que sólo menciona de pasada. Sin embargo, en
aquellos otros hechos que centran su atención, toma en consideración
todos los datos ciertos disponibles. Entonces, la resultante hace
resplandecer la justeza del poder proletario y de la política soviética
encabezada por Stalin.
En la Unión Soviética, la reevaluación de las cualidades de dirigente
de Stalin comenzó tan pronto como su cuerpo fue depositado en el
mausoleo de Lenin, en marzo de 1953. En mayo de 1954, el mariscal V.D.
Sokolovski, jefe del Estado Mayor soviético, publicó un artículo en Pravda
conmemorando el 9º aniversario de la victoria en la Gran Guerra Patria.
Ni siquiera mencionó a Stalin salvo por una breve referencia a la
“bandera de Lenin y Stalin[1]”. En diciembre de 1954, Novoie Vremia,
el periódico soviético que trataba de las cuestiones internacionales,
publicó un artículo por el 75º aniversario del nacimiento de Stalin
insistiendo en qué medida había sido un alumno de Lenin. El año
siguiente, un artículo en el mismo periódico por el 76º aniversario del
nacimiento de Stalin estaba esencialmente dedicado a Lenin. Stalin no
era criticado abiertamente pero su importancia fue fuertemente
minimizada, mientras que se reafirmaba el lugar central que ocupaba
Lenin en la identidad del partido comunista. Luego llegó el momento del
informe secreto de Jruschov en el XX congreso del partido en febrero de
1956, y las válvulas de las críticas contra Stalin fueron abiertas de
par en par, conduciendo finalmente a un torrente de condenas durante los
años 1980 y 1990.
En lo que respectaba a la guerra [Segunda Guerra Mundial], la gran
idea de Jruschov era que la victoria fue asegurada por los esfuerzos
colectivos del partido comunista y de su dirección, y no por Stalin que
había jugado un papel esencialmente negativo. Según los relatos de los
historiadores y de los memorialistas militares que hicieron uso del arma
de la crítica de Jruschov, la guerra fue ganada a pesar de Stalin por
las fuerzas armadas soviéticas y sus generales. Más tarde, bajo el
impacto de los juicios más positivos sobre Stalin como comandante
supremo emitidos por Zhukov, Vassilievski y Shtemenko, la Gran Guerra
Patria pasó a ser una victoria de Stalin y de sus generales.
Pero para un elevado número de intelectuales, la Gran Guerra Patria era
una victoria del pueblo soviético cuyos sacrificios fueron traicionados
por Stalin después de la guerra cuando impuso de nuevo su dictadura así
como la del partido.
En Occidente, la revisión de la reputación de Stalin durante la
guerra ya se estaba produciendo cuando aún estaba vivo. En primer lugar,
algunos polemistas de la Guerra Fría lo describían, a él y a su
régimen, como poco mejor que el de Hitler y los nazis, y equivalente en
el plano moral. Para estos últimos, la victoria de Stalin sobre Hitler
debía ser considerada más bien como una derrota para la mitad de Europa
que acababa de ser integrada a esta dominación totalitaria. Luego
asistimos a la minimización más sutil del papel de Stalin por Winston
Churchill y otros memorialistas e historiadores occidentales que dejaban
a un lado la importancia estratégica del conflicto germano-soviético y
reducían su papel en el gran relato de la Segunda Guerra Mundial[2].
Finalmente, hubo las Memorias escritas por los generales de Hitler, que
contaban la historia de una victoria segura echada a perder por el
dictador alemán. La Segunda Guerra Mundial había sido perdida por Hitler
pero no ganada por Stalin, decían[3].
Durante las décadas que siguieron, un juicio más equilibrado y
completo de la actuación bélica de Stalin fue avanzado por algunos
historiadores en la Unión Soviética y en Occidente. En cierta medida,
estos trabajos representaban una vuelta al relato de la época, marcados
por el sentido común, sobre las cualidades de dirigente de Stalin
durante la guerra. En aquella época, parecía evidente para la mayoría de
la gente que Stalin, como dirigente soviético, fue de una importancia
crucial para el esfuerzo de guerra soviético. Sin él, los esfuerzos del
partido, del pueblo, de las fuerzas armadas y de los generales hubiesen
sido considerablemente menos eficaces. Se convirtió en un gran
comandante militar no porque hubiese ganado sino porque había hecho
mucho por conseguir la victoria. Incluso Hitler apreciaba la importancia
de Stalin en el desenlace de la guerra: “Comparado con Churchill,
Stalin es un gigante”, le dijo a Goebbels en vísperas de la batalla de
Stalingrado. “Churchill no ha hecho nada en su vida, aparte de unos
pocos libros y algunos discursos magistrales en el parlamento. Stalin en
cambio, sin la menor duda –si ponemos de lado la cuestión del
principio que servía– ha reorganizado un Estado de 170 millones de
habitantes y lo ha preparado para un conflicto armado masivo. Si Stalin
cayese un día entre mis manos, lo perdonaría probablemente y lo enviaría
al exilio en una ciudad termal; Churchill y Roosevelt, en cambio,
serían ahorcados[4].”
La visión que tenía Stalin de Hitler era menos indulgente y expresó en
repetidas ocasiones su deseo de ver abatidos al Führer y todos los demás
dirigentes nazis. En cuanto a Churchill y Roosevelt, Stalin guardaba un
gran afecto personal por ellos y un respeto de sus virtudes de
dirigentes durante la guerra. Lloró la muerte de Roosevelt y siguió
guardando a Churchill en alta estima incluso cuando su relación política
fue rota después de la guerra. En enero de 1947 le dijo al mariscal
Montgomery, que le hizo una visita en Moscú, que “guardaría siempre
recuerdos muy bonitos de su colaboración con Churchill, el mayor de los
dirigentes británicos” y que “tenía el mayor respeto y la mayor
admiración por lo que Churchill había hecho durante estos años de
guerra”. Churchill era igual de expresivo, devolviéndole el cumplido a
Stalin: “Su vida no solamente es preciosa para vuestro país, que usted
ha salvado, sino también para la amistad entre la Rusia soviética y el
mundo anglófono[5].”
Este libro ha querido demostrar que la percepción de la época de las
cualidades de dirigente durante la guerra era más cercana a la verdad
que muchas de las capas de interpretación histórica que le siguieron. El
problema, a la luz de la perspectiva histórica, es que puede, a partir
de un prisma ideológico, tanto iluminar como cegar. En el caso de las
cualidades de comandante de Stalin, para demostrar la verdad es
necesario superar las polémicas de la Guerra Fría en Occidente y las
contingencias de la desestalinización en la URSS. El libro también ha
intentado demostrar que toda la profundidad de la capacidad de Stalin a
la hora de hacerle frente a una urgencia inédita, la de 1941-1942, fue
en realidad ocultada por el culto a la personalidad que veía en Stalin a
un genio militar infalible. Hacer tantos errores y levantarse de las
profundidades de tal derrota para finalmente obtener la mayor victoria
militar de la historia, era un triunfo sin parangón.
La derrota de Stalin a la hora de sacar un mejor partido de esta
victoria en el plano democrático era incontestablemente debido a los
límites políticos de su régimen dictatorial. Pero fue así porque
políticos occidentales como Churchill y Truman eran incapaces de ver
que, más allá del desafío comunista, también había la oportunidad de
llegar a una solución después de la guerra que podría haber evitado la
Guerra Fría y la guerra ideológica que disimulaba esta verdad
paradójica: Stalin fue el dictador que venció a Hitler y salvó la
democracia mundial.
La historia es una especie de tribunal. La parte de la acusación
quiere que condenemos puramente y simplemente a Stalin por sus crímenes o
sus errores de mando. Pero en tanto que jurado, es nuestro deber
recoger todas las pruebas a nuestra disposición, incluso las de la parte
de la defensa, y ver el conjunto general. Puede ser difícil para
nosotros llegar a un veredicto pero ello reforzará nuestra comprensión
histórica y nos armará de conocimientos que nos permitirán hacerlo mejor
en el futuro. La historia puede hacernos más sabios, si le dejamos esta oportunidad.
Geoffrey Roberts.
[1] V. Sokolovskii, ‘Velikii Podvig Sovetskogo Naroda’, Pravda 9/5/54
[2] Ver D. Reynolds, In Command of HIstory: Churchill Fighting and Writing the Second World War,
Penguin Books: Londres 2005. Después: D. Reynolds, ‘How the Cold War
Froze the History of World War Two’, Annual Liddell Hart Centre for
military Archives Lecture 2005.
[3] D.M. Glantz, ‘The Failures of Historiography: Forgotten Battles of the German-Soviet War’, Journal of Slavic Military Studies 8, 1995.
[4] Citado por S. Berthon y J. Potts, Warlords, Politico’s Publishing, Londre 2005, pág. 166-7.
[5] Churchill and Stalin: Documents from British Archives,
FCO: Londres 2002, doc. 77-78. Se puede encontrar la version rusa de la
carta de Churchill en Rossiiskii Gosudarstvennyi Arkhiv
Sotsial’no-Politichevski Istorii, F. 82, Opis 2, D.110, L.820.
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