Por Lissy Rodríguez Guerrero. Publicado en Granma.
De la gente que no se ha cansado nunca, de la gente
que no se ha conformado, está construido el camino de la bondad y el
mejoramiento humano. De quienes un día, en la línea indivisible que
existe entre el bien y el mal, eligieron el primero, dicen que por el
ejemplo, dicen que por pura predisposición genética…
Del valor de persistir de una madre, según conozco, un hijo ha
logrado salir de la bochornosa ruta del consumo de drogas; del poder de
convencimiento de un maestro —y por supuesto, los consabidos golpes de
la vida— el alumno más indisciplinado, rebelde, “difícil”, salió mejor
aleccionado, cuasi arrepentido, —para decirlo como merece—, salvado.
Porque cansarse, obstinarse, dejarlo todo al azar, nunca fue una
opción para quienes desearon/desean construir un país mejor, un mundo y
un hombre nuevo. No lo hizo Martí, no lo hizo Mella, ni Villena, Camilo,
el Che, Fidel… Mucho menos, creo, podemos hacerlo los hombres y mujeres
de hoy.
Aunque ahora mismo cuando lea estas líneas tal vez le surjan millones
de interrogantes: ¿Cómo? ¿Hasta cuándo? ¿Y si no escucha o no entiende?
¿Valdrá la pena?; no se canse, incluso, de interrogarse. Piense que
hubo un tiempo en que esos mismos cuestionamientos guiaron a las
generaciones de hombres que escribieron la historia, y por eso hubo un
10 de octubre, un periódico Patria, un 24 de febrero, un Moncada, un
1º de Enero… De esas dudas, contradicciones, dilemas
intergeneracionales, se construyó la historia y se foguearon estas
generaciones.
Por eso duele ver cómo hoy alguna gente se cansa, en la familia, los
maestros, en la comunidad; y enorgullece escuchar a quienes, desde su a
veces envidiable deseo de soñar, te “disparan” cuando menos lo esperas:
“no nos podemos cansar”. Y una piensa al instante: esas son las “balas”
que necesitamos.
He visto a un niño recoger del suelo la basura que lanzó después del
regaño dulce de su padre; he visto a un joven mirar hacia abajo apenado
luego de que el anciano le dijera que así no, que el amor se escribe en
letras grandes con el corazón, y no precisamente en los árboles; y
viceversa, he visto al adolescente sujetar la bolsa y tomar la mano,
para cruzar la calle, de aquel que desde la experiencia de sus canas se
empeña en ver “la perdición” de la juventud.
He visto a la gente, en fin, elegir el camino del bien, amén de esa
línea indivisible, cuando se prefiere la generosidad, el cuidado de la
naturaleza y el respeto, a la indiferencia.
Por eso no me conformo. Y creo que el mundo no está hecho de la gente
que se cansó. Y entiendo que si se piensa en dejar alguna huella en
esta vida, hay que salir a la calle a no cansarse de decir, de dar el
ejemplo, de tolerar, de aleccionar. Criticar duramente a la juventud,
—como suele suceder a veces, sin ir a las causas de los problemas— es el
camino más corto; sin embargo, no el más certero.
En este tiempo de disímiles contradicciones, visiones del mundo,
necesidad de potenciar la cultura del debate y el pensamiento, dejemos
en casa bajo la almohada las ojerizas, el cansancio, la incertidumbre; y
carguemos en la mochila las ganas de reflexionar desde los argumentos
que nos asisten, desde el entendimiento a la diversidad de opiniones,
desde la comprensión y el respeto. Ese es el mejor regalo que podemos
hacerle a nuestros jóvenes. Al fin y al cabo, es el mejor regalo que nos
hicieron a nosotros, quienes desde la inmensidad de sus ideas y de su
tiempo, nunca se cansaron.
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