Este artículo fue escrito hace cinco años en el blog "El viejo topo", que no tiene que ver nada con la revista.
Un
estado del bienestar que en su momento fue levantado como respuesta al
Socialismo, y que vino acompañado de una sociedad consumista que sedujo y
cautivó a los trabajadores. Una vez que desaparece el bloque
socialista, la oligarquía capitalista no encuentra razones para
mantenerlo; al contrario, su desguace supone un vergel de beneficios
económicos y la mejor estrategia para avanzar en el proceso de
acumulación capitalista.
En este contexto, la
clase trabajadora -tan castigada por la rapiña y el instinto depredador
de la oligarquía- debiera plantearse seriamente la pregunta: ¿era tan malo el Socialismo para los trabajadores? O si queréis, la misma pregunta en modo inverso: ¿es tan bueno el capitalismo para los trabajadores?
El artículo de Higinio Polo nos ayuda a realizar esta reflexión. Te
invitamos a leer el artículo con calma, ya que es una lectura que todo
el mundo debiera realizar.
Una reflexión indispensable: Maldito socialismo, ¡cómo te echamos de menos!
Hace unas semanas, en
Berlín, mientras los beneficiarios del cambio político en la Europa del
Este celebraban la desaparición del muro (y, sobre todo, del
“socialismo real”) hace veinte años, como prueba manifiesta de la
superioridad social del capitalismo, la prensa internacional
conservadora lanzó una de sus habituales campañas propagandísticas para
vender de nuevo la mentira del supuesto éxito conseguido por el cambio político y económico en los antiguos países socialistas europeos.
La escenificación de una
alegría impostada en ceremonias de auto alabanza (con evidentes
concesiones al nacionalismo alemán) y la presencia, y, después, las
imágenes difundidas por el mundo de Gorbachov, George Bush, Kohl,
Merkel, Wałesa y otros (incluso Medveded) celebrando la “victoria sobre
el comunismo”, escondían el sufrimiento social causado por el retroceso hacia el capitalismo en toda la Europa oriental, y se revelaban como la gran mentira de los festejos de Berlín.
Hace un año, en enero de 2009, haciéndose eco de un estudio de la Universidad de Oxford, el diario italiano Il Manifesto publicaba un artículo sobre las consecuencias de las privatizaciones y de las reformas de la llamada terapia de choque de Yeltsin y Gaidar en Rusia. El trabajo que citaba el diario italiano había sido publicado en la revista médica Lancet
y llevado a cabo por David Stuckler, de la Universidad de Oxford,
Lawrence King, de la Universidad de Cambridge, y Martin McKee, de la London School of Hygiene and Tropical Medicine, utilizando datos de organismos de la ONU, como la UNICEF, después de una investigación de cuatro años. Un millón de muertos.
Ese era el resultado de la investigación que concretaba el aumento de
la mortalidad (casi un trece por ciento, durante los años noventa) a
consecuencia del desempleo, las privatizaciones y la aplicación de las
recetas liberales que extendieron el hambre, la miseria y causaron la
destrucción de la economía rusa. Debe hacerse la precisión de que el
estudio abarcó la mayor y más poblada república soviética, pero que, de
hecho, Rusia representa sólo la mitad de la población que componían las
quince repúblicas soviéticas, y tampoco abordaba lo sucedido en el
resto de países socialistas, que, juntos, sumaban otros cien millones de
habitantes. Ese estudio publicado en Lancet, por tanto, sólo
habla de la mortandad causada entre ciento cincuenta millones de
habitantes, mientras que el conjunto de la población de la Europa
socialista alcanzaba los cuatrocientos millones. No debe olvidarse,
además, que esas cifras son estimaciones, puesto que otros estudios
elevan mucho más el número de víctimas: piénsese en el aumento de la
mortalidad infantil, en el retroceso de la natalidad, en el descenso de
la población (a veces, por la emigración; en otras, por causas
distintas, que no siempre es fácil clasificar). Ucrania, por ejemplo, ha
descendido desde los 52 millones de habitantes que tenía en el
socialismo, en 1991, a los actuales 46 millones, dieciocho años después.
Por supuesto, nada de eso se vio reflejado en los festejos de Berlín,
ni el gobierno pronorteamericano de Yushenko y Timoshenko, ni los
países capitalistas occidentales se han preguntado hasta ahora por la
causa de un desastre demográfico de tal magnitud. Y es sólo un ejemplo,
aunque sea de los más dramáticos. La antigua RDA, que contaba con
dieciséis millones de habitantes, ha perdido dos, sobre todo por la
emigración, y muchas ciudades se están despoblando. Incluso el International Herald Tribune (en
su edición del 15 de enero de 2009) se hacía eco de la muerte prematura
de unos tres millones de personas en el conjunto de los antiguos países
socialistas europeos, según datos de los organismos de la ONU, y de la
pérdida de unos diez millones de personas en esos territorios. Ante el
horror y la contundencia de las cifras, Jeffrey Sachs (uno de los
principales asesores de la terapia de choque capitalista en Rusia y otros países) intentó descalificar esas estimaciones y, en una carta a The Financial Times,
consideró un éxito la reforma en Polonia, Chequia y Eslovenia, al
tiempo que achacaba la mortandad en la antigua URSS a una evolución que
se inició en la década de los sesenta del siglo XX, y a “la pobre dieta
alimenticia soviética” (afirmaciones que la excelente investigación de
Serguei Anatolevich Batchikov, Serguei Iurevich Glasev y Serguei
Georguevich Kara-Murza, en El libro blanco de Rusia. Las reformas neoliberales (1991-2004), deja por completo en evidencia). Refutando a Sachs en esas mismas fechas, en una entrevista en The Times, el premio Nobel Joseph Stiglitz afirmó que la terapia de choque fue “una política económica desastrosa”. El
capitalismo ha llevado a la muerte a millones de personas, y no sólo en
anteriores etapas históricas, sino en estos últimos años. La
desaparición del socialismo europeo no fue un éxito, sino una catástrofe, y centenares de miles de personas vivirían aún de no haber mediado ese desastre que celebraban en Berlín.
* * *
Bajo el socialismo,
con el trabajo, asegurado para toda la vida para cualquier ciudadano, se
disponía de casa, de asistencia médica, vacaciones y jubilación. Nadie
pensaba en el desempleo, ni en los desahucios y la falta de techo, ni en
las abusivas hipotecas de por vida, ni esperaba con temor una vejez
desamparada y pobre. La privatización trajo consigo la pérdida de
millones de puestos de trabajo, el desmantelamiento de buena parte de la
industria, creó una espantosa corrupción, y. además, desató la miseria,
la desesperación, el aumento del alcoholismo, de los suicidios, el
abandono de niños, las pensiones de miseria, la introducción de ciegos
criterios de mercado por encima del interés social, mientras se
enriquecía una minoría.
El desastre en las
instituciones científicas, el retroceso en la investigación, la ruina de
la cultura, la introducción desde el Occidente capitalista de los más
banales y zafios recursos de entretenimiento y alienamiento popular, la planificada destrucción de las costumbres sociales de ayuda mutua y solidaridad, fue acompañada por la exaltación del egoísmo personal y la búsqueda del bien privado, porque lo común pasó a ser considerado sospechoso por el nuevo poder capitalista.
El desmantelamiento de la sanidad pública, el aumento de los precios de
las medicinas, la reducción de la esperanza de vida, afectaron de
manera determinante a la población. Todavía desconocemos las cifras de
suicidios, las muertes causadas por el alcoholismo de quienes habían
caído en la desesperación; la mortalidad debida a la proliferación de
enfermedades como la tuberculosis, que afectan ahora a millones de
personas, el destino de muchos de los centenares de miles de vagabundos y
de niños abandonados que llenaron toda la geografía de la Europa
oriental, y que siguen viéndose hoy, que fueron consecuencia directa de
la salvaje implantación del capitalismo. Si hace dos décadas el hambre era desconocido en toda la Europa oriental, hoy afecta a millones de personas. Se dispone de algunas estadísticas parciales: en Ucrania, hoy, por ejemplo, un millón y medio de personas pasa hambre.
Esa política, impulsada
en Rusia por el sanguinario Yeltsin, y por personajes como Gaidar y
Chubais, tenía detrás a académicos norteamericanos neoliberales como el
citado Jeffrey Sachs, y suecos como Anders Åslund (ayer, asesor
económico en Rusia y Ucrania, y hoy responsable del programa ruso y
euroasiático de Carnegie Endowment for International Peace de Washington),
y sus ideas recibieron el apoyo entusiasta de Estados Unidos, con
Clinton al frente (el presidente a quien tanta risa daban las
ocurrencias del alcoholizado Yeltsin); tenían el sostén de Alemania, con
Helmut Kohl; de Gran Bretaña, bajo John Major; y de Francia, con
Mitterrand, y, después, Chirac.
Con apoyo occidental
se produjo el mayor robo de la historia de la humanidad, en la Unión
Soviética y en el resto de países socialistas europeos. No hubo frenos
al latrocinio. Incluso, como ocurrió en Bulgaria, llegaron a
devolver al rey Simeón ¡más tierras de las que poseía antes de la
nacionalización decretada al finalizar la Segunda Guerra Mundial!
Solamente en la RDA, aunque suele alegarse el gran volumen de las
“ayudas” desde la RFA a las nuevas regiones del Este, se oculta que Bonn
se apoderó de todo el patrimonio nacional de la RDA, que tenía un valor
calculado en el doble de los desembolsos realizados por Bonn: la
deliberada destrucción de la industria del Este alemán, exigida por los
empresarios y aplicada por el gobierno occidental, forzó a la emigración
de centenares de miles de ciudadanos y aceleró el envejecimiento de
todo el territorio oriental. También las mujeres perdieron: en la RDA,
trabajaban el 92 % de ellas; hoy, apenas el 69 %. Libertad… para emigrar, y para morir.
Esa realidad es conocida
por los investigadores y por los gobiernos, pero no por ello se sienten
aludidos los liberales: algunos, aunque no pueden dejar de reconocer el
desastre, insisten en las ventajas a largo plazo de la implantación del
capitalismo en la Europa del Este. Veinte años después de la
desaparición de los sistemas socialistas que gobernaban la Europa del
Este, la bien engrasada maquinaria propagandística de los medios de
comunicación sigue remachando el clavo de la interpretación sobre
aquellos hechos: manejando ideas simples para asuntos complejos,
liquidan el expediente evocando la supuesta “rebelión popular contra el
socialismo”, para terminar felicitándose, interesadamente, por la
“muerte del comunismo” y el “triunfo de la libertad”. Además del recurso
a la deshonesta y falsa equivalencia entre nazismo y comunismo, los
defensores del capitalismo utilizan otros argumentos. La equiparación
entre democracia y capitalismo fue sólo una de las muchas astucias de
tramposos que los laboratorios ideológicos del liberalismo desarrollaron
con éxito en la Europa del Este, pese a la evidencia de que el
capitalismo no trae consigo la democracia: de hecho, ha convivido y
convive con regímenes dictatoriales, monarquías autoritarias, estados
expansionistas y belicistas, democracias tuteladas, y, también, con el
nazismo y el fascismo. Porque la actual democracia liberal (corrompida
por el poder del dinero) es sólo una de las formas políticas que ha
adoptado el capitalismo. Otra de las trampas que utilizan los liberales
es la condena universal del socialismo por los excesos y crímenes del
pasado, mientras que el capitalismo es presentado como carente de
historia: parecería que ni el colonialismo, el imperialismo, las
matanzas y la represión en todos los países, existieron nunca, y, si se
recuerdan, son para considerarlos fenómenos históricos que no tienen
nada que ver con el capitalismo actual, pese a las guerras que mantiene.
Para la propaganda liberal, ese capitalismo está representado apenas por los países más desarrollados, no por los más pobres:
es Francia, no Egipto; es Alemania, pero no Indonesia; es Estados
Unidos, pero no Haití. El entusiasmo liberal por la revisión de la
historia llega al extremo de querer equiparar comunismo y nazismo por el
procedimiento de negar la evidente filiación del fascismo con el
capitalismo, y con la abusiva utilización del término “totalitario” que
permite crear el espejismo de un capitalismo “democrático” que se
habría opuesto al totalitarismo de nazis y comunistas, idea que no
resiste la menor comprobación empírica, porque el nazismo y el fascismo
no fueron derrotados por las potencias capitalistas sino por el
socialismo soviético.
Nikolái Rizhkov, que
fue, desde 1985 hasta 1990, presidente del gobierno soviético con
Gorbachov, y que hoy, como senador, defiende la política de Putin,
considera que “la desaparición de la URSS fue una tragedia”, y todos los
indicadores sociales y económicos lo confirman. No sólo en lo
económico: Rizkhov cree que Gorbachov negoció mal el “asunto alemán” y
que nunca debió aceptar que la Alemania unificada permaneciese en la
OTAN. Esa imposición estimuló la voracidad y la ampliación posterior de
esa alianza, que ha llegado a engullir incluso a tres antiguas
repúblicas soviéticas, y a establecer cuarteles norteamericanos en las
puertas de Rusia. El Pacto de Varsovia fue desmantelado; la OTAN sigue planificando guerras.
Se seguirá discutiendo durante mucho tiempo sobre esa catástrofe. Hoy,
las diversas explicaciones llegan desde la indigencia intelectual y la
deshonestidad política de los medios liberales, pasando por la
severidad de un sector de la izquierda (socialdemócrata, trotskista,
anarquista) que condena, a veces sin matices, la experiencia del
socialismo real , y terminando con la hagiografía de otro sector de
la izquierda (comunista) que rechaza cualquier análisis crítico de la
realidad de los antiguos países socialistas europeos. También, figuran
las de quienes intentan ser equilibrados y honestos a la hora de juzgar
lo que fue el “socialismo real” y, sobre todo, lo que ha supuesto para la población el retorno al capitalismo.
Desde la Polonia que
acaba de prohibir la bandera roja y los símbolos comunistas (igual que
hicieron Hitler, o Franco, o Mussolini), desde la Chequia que intenta
prohibir ahora el partido comunista; desde los países bálticos, que con
su feroz falsificación histórica relegan a los comunistas a la
clandestinidad y absuelven a los nazis locales de su complicidad
con el Reich hitleriano; desde la Alemania unida que persigue el
recuerdo de la RDA, o desde la Rusia que quiere destruir al partido
comunista, todos esos países, unidos al gran altavoz de la propaganda
liberal que tiene su centro en Estados Unidos, se agrupan tras
Washington en una poderosa coalición que sigue saludando como una gran
victoria de la libertad el vendaval que se inició en 1989 y culminó,
primero, en 1991, con la desaparición de la URSS, y finalmente, en 1993,
con el golpe de Estado de Yeltsin en Rusia, que consolidó la vía golpista al capitalismo.
La política de Gorbachov
segó la hierba bajo los pies de los dirigentes comunistas europeos,
porque estimuló las protestas y anunció tácitamente que Moscú no movería
un dedo para sostener a la Europa oriental. Incluso se estimularon las
protestas: los gobiernos se vieron abocados a iniciar improvisadamente
reformas, a entablar procesos de negociación con la oposición y, en
última instancia, a ceder el poder. No obstante, pese al análisis
predominante que hoy se hace en Occidente (sostenido con entusiasmo por
los beneficiarios del cambio de régimen: una mezcla, según los países,
de antiguos disidentes, viejos “comunistas” reconvertidos al capitalismo
y nuevos burgueses surgidos de la rapiña y el caos), que puede
resumirse en la falsa foto fija de una “rebelión contra el socialismo”, lo
cierto es que las manifestaciones de 1989 en la Europa del Este no
reclamaban nunca el capitalismo: querían reformar el socialismo,
acabar con el autoritarismo y los abusos del poder comunista, conquistar
la libertad y acabar con el temor reverencial al poder, conservando las
estructuras económicas del socialismo. Sin embargo, las explicaciones
no son sencillas, y aunque desconocemos todavía buena parte de las
complicidades y de la acción que desarrollaron las grandes potencias, no
se sostiene la interpretación liberal de un hartazgo popular, porque
buena parte de la población permaneció a la expectativa. La supuesta
rebelión popular en Rumania contra Ceaucescu, por ejemplo, nunca
existió: hubo importantes y nutridas manifestaciones, sí, pero el
general Stanculescu ha revelado recientemente que el golpe de
1989 que terminó con la sentencia a muerte del presidente del país contó
con la complicidad soviética y norteamericana. Al margen del turbio
carácter del personaje, y de su afán por justificar su papel, lo cierto
es que seguimos desconociendo muchos aspectos de los acontecimientos de
ese año, y no sólo en Rumania, aunque no todos obedecen a causas
conspiratorias. Es cierto que las maniobras y operaciones planificadas
operaron sobre un descontento popular que se manifestaba en la población
católica polaca, en la insatisfacción por la limitación de movimientos
en la RDA, Hungría o Checoslovaquia, en la escasez de abastecimientos en
Rumania, Bulgaria o la URSS, y en la aspiración a la libertad, pero la
clave está en la pasividad del Moscú de Gorbachov y en la incapacidad de
los gobiernos comunistas para afrontar y canalizar unas protestas
pacíficas que, en su origen, no iban masivamente contra el socialismo:
ni siquiera tras el hundimiento de la Europa socialista en 1989, en la
URSS que veía crecer la demagogia de Yeltsin y que le llevó a ganar las elecciones rusas y a disolver la Unión Soviética en 1991, nunca su gobierno se atrevió a explicar a la población que su propósito era implantar el capitalismo.
Uno de los mecanismos de
robo impuestos a la población fueron las altas tasas de inflación en
toda la zona (¡que llegaron a superar los tres dígitos!) a causa de la
decretada liberalización de precios, lo que supuso una brutal
devaluación de los ahorros de la población. Junto a ello, la masiva
desindustrialización, que llevó a caídas de la producción superiores al
50 % en muchos países, y la consiguiente introducción de capital,
tecnología y empresas occidentales que se apoderaron de la estructura
productiva en Checoslovaquia, Hungría, Polonia y otros países. El
aumento de los precios no fue equilibrado con un aumento de los
salarios, y esa fue una de las vías para favorecer la acumulación de los
nuevos capitalistas y para desarmar cualquier conato de protesta,
porque la población debía emplear toda su energía en asegurarse el
sustento diario, siempre por debajo de la dieta alimenticia habitual que
tenía en el socialismo. Los salarios continúan siendo hoy mucho más
bajos que en el occidente europeo, y eso explica la instalación de
empresas occidentales para explotar una mano de obra barata, pero
educada y con gran capacidad técnica. La privatización de los bienes del Estado
(a través de ventas amañadas, subastas falseadas o “reparto” de
participaciones que, inevitablemente, acabaron en manos de los nuevos
capitalistas) trajo consigo un cambio total de propiedad, de la que se
aprovechó la gran empresa occidental. Los nuevos bancos que operan en la
Europa oriental, por ejemplo, son controlados casi en su totalidad por
capital extranjero, y la introducción de las empresas capitalistas
europeas buscó desde el principio apoderarse de buena parte de los
sectores económicos de cada país, junto a la explotación de mano de obra
y la especulación financiera y urbanística, y, en ocasiones, a la
creación de “industrias” tan repulsivas como la que se dedica a la
pornografía en Budapest, convertida en el mayor centro europeo de ese negocio.
La deuda externa
combinada de los países europeos orientales en 2008, excluida Rusia,
superaba con mucho (en casi 200.000 millones de euros) el monto total de
las inversiones extranjeras (que han sido de unos 450.000 millones)
acumuladas en los casi veinte años anteriores: un mal negocio, desde
cualquier punto de vista. La emigración ha supuesto un golpe demoledor
para la mayoría de los países, y, al tiempo, un recurso inevitable para
la subsistencia de muchas familias. Aunque las estadísticas son
precarias e incompletas, sabemos que más de un millón de polacos han
emigrado a Gran Bretaña, y contingentes numerosos a otros países, y el
gobierno de Bucarest considera que tres millones de rumanos han
abandonado el país. También, sabemos que casi cuatrocientos mil moldavos
han emigrado, casi el diez por ciento de la población. Centenares de
miles de niños han sido abandonados por sus padres, o han quedado al
cuidado de otros familiares. En Polonia, unos quince mil niños han
terminado en orfanatos. El fenómeno es particularmente grave en Ucrania,
Moldavia, Rumania y Bulgaria. Solamente en Rumania, según la Fundación Soros (que no es sospechosa, precisamente, de tener simpatías por el viejo socialismo real),
hay trescientos cincuenta mil niños abandonados. El corolario de todo
ello es el aumento de la delincuencia, de la explotación sexual de
muchos de esos niños, del tráfico de personas. La caída de la esperanza
de vida ha sido también constante y documentada por entidades locales e
internacionales. Agrupando a todos los antiguos países socialistas
europeos y las dos mayores repúblicas soviéticas, Rusia y Ucrania, en
1993 hubo casi 700.000 muertes más que en 1989. En un solo año. El
fenómeno, aunque con altibajos, fue constante durante toda la década
final del siglo XX. Esa terrible mortandad debe tenerse en cuenta al
hablar del supuesto “éxito” de la transición del socialismo al
capitalismo.
Cóctel Molotov. Alexandre Kosolapov. |
Ahora, tras veinte años de capitalismo, las
recetas que gobiernos, e instituciones como el FMI, aplican contra la
crisis en que se encuentran los países del Este europeo son las
tradicionales del más feroz liberalismo: nuevas reducciones
salariales, aumento de impuestos a la población, recortes sociales,
reducción de pensiones, desmantelamiento de servicios, con el aumento
consiguiente de la pobreza. La omnipresente corrupción, con raíces
propias pero también instigada por la actuación de los empresarios
occidentales; la degradación cultural, con dramáticas caídas de los
índices de lectura y la desaparición o emigración de buena parte de los
científicos y de las instituciones dedicadas a la investigación y la
cultura; la destrucción de los valores de solidaridad, que ha sido
constante y sistemática, sustituyéndolos por la noción del éxito y del enriquecimiento rápido, definen un amenazador futuro inmediato.
Junto a ello, los
rasgos populistas, nacionalistas e incluso racistas (cuando no
directamente fascistas, como se ha visto en la rehabilitación de los
nazis locales en los países bálticos) han impregnado el discurso
político de las nuevas élites, que, además, juzgan razonable
acompañar en aventuras militares exteriores a Washington, como ha
ocurrido en Iraq y Afganistán. La sumisión de las nuevas élites
gobernantes de los países de la Europa del Este a los Estados Unidos se
constata en la humillante carta suscrita, con ocasión de la agresión de
Georgia a Osetia del Sur en el verano de 2008, por antiguos presidentes
de algunos países, como el polaco Lech Wałesa, el checo Vaclav Havel, la
letona Vaira Vike-Freiberga, el lituano Valdas Adamkus, entre otros
(todos, anteriores cómplices de las sanguinarias aventuras bélicas de
Bush), donde se alarmaban por el descenso del atractivo de Estados
Unidos entre la población de sus países, se declaraban decididos
“atlantistas”, y llamaban a “defender a Georgia” y a incluir a este país
y a Ucrania en la OTAN, además de a evitar la influencia de Rusia en la
Europa oriental y a limitar la capacidad de exportación de
hidrocarburos rusos hacia el resto del continente: sin percatarse, esos
aplicados discípulos de Washington, definían un completo programa de
expansión para Washington en la zona… firmado por quienes ayer se
proclamaban celosos defensores de la libertad y la independencia de sus
países.
* * *
La agencia Reuters informaba recientemente de la nostalgia del socialismo entre la población de la Europa del Este:
apenas el treinta por ciento de los ucranianos es partidario del cambio
producido (en 1991, un 72 % llegó a creer que la conversión sería
positiva), en Lituania y Bulgaria ya son mayoría quienes rechazan el
cambio; y en Hungría, el 70 % de quienes eran adultos en 1989, confiesa
su decepción por el capitalismo y por el abandono del socialismo. Algo
similar ocurre en los países que formaron la antigua Yugoslavia. En
Alemania del Este apenas una cuarta parte de la población se siente
ciudadana plena de la nueva Alemania. Y en Rusia todas las encuestas siguen recogiendo que la mayoría de la población considera una tragedia la desaparición de la URSS. Lo mismo ocurre en las otras repúblicas soviéticas.
Es cierto que muchos aspectos negativos del socialismo real
han sido olvidados por la población, sin duda porque el hecho
incontestable es que la libertad no existe con la precariedad, el
desempleo, la incertidumbre, la corrupción, el miedo al futuro. No
obstante, aunque no sea el objeto de estas líneas, la aspiración a la
libertad y a formas de participación reales en la antigua Europa
socialista eran cuestiones de máxima relevancia que fueron ignoradas en
los países del socialismo real, como los serios desajustes de su
economía que se pusieron de manifiesto a lo largo de la década de los
años ochenta. La constatación del desastre social de la restauración
capitalista hace aumentar la nostalgia en toda la antigua Europa
socialista, pero no resuelve los problemas actuales de la población,
porque la reconstrucción de los instrumentos de oposición capaces de
proponer opciones socialistas viables no será sencilla: la mayoría de
los partidos comunistas fueron destruidos, sus miembros, perseguidos,
la ideología comunista sistemáticamente difamada, y los gobiernos y
partidos liberales mantienen un control absoluto de los medios de
comunicación. Los comunistas rusos hablan de la naturaleza criminal
del actual régimen ruso, pero la clase obrera soviética ha sido en gran
parte destruida por el proceso de desmantelamiento industrial, y eso
limita su capacidad de lucha. Pese a ello, subsisten importantes
partidos comunistas en Rusia, República Checa y Ucrania, y se ha creado
un nuevo referente en Alemania.
A la vista del
sufrimiento social causado en estas dos décadas, debemos concluir que no
había nada que celebrar en Berlín, aunque los muros nunca sean una
apuesta por el futuro. La terapia de choque fue un experimento
social, del cual el capitalismo no se hace ahora responsable, que se
convirtió en una verdadera matanza de dimensiones aterradoras. En toda la Europa oriental, la muerte cabalgó sobre la privatización y el capitalismo. Veinte años después, los ciudadanos de esos países recuerdan las insuficiencias del socialismo real,
el autoritarismo, la represión de toda disidencia, el obsesivo control,
pero cultivan también la nostalgia de un pasado cercano donde, a pesar
de todo, la vida era más humana que ahora, y, por eso, parecen decirnos:
Maldito socialismo, cómo te echamos de menos.
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