6 de julio de 2016

¡Maldito socialismo, cómo te echamos de menos!

Por Higinio Polo.

Este artículo fue escrito hace cinco años en el blog "El viejo topo", que no tiene que ver nada con la revista.

Un estado del bienestar que en su momento fue levantado como respuesta al Socialismo, y que vino acompañado de una sociedad consumista que sedujo y cautivó a los trabajadores. Una vez que desaparece el bloque socialista, la oligarquía capitalista no encuentra razones para mantenerlo; al contrario, su desguace supone un vergel de beneficios económicos y la mejor estrategia para avanzar en el proceso de acumulación capitalista.

En este contexto, la clase trabajadora -tan castigada por la rapiña y el instinto depredador de la oligarquía- debiera plantearse seriamente la pregunta: ¿era tan malo el Socialismo para los trabajadores? O si queréis, la misma pregunta en modo inverso: ¿es tan bueno el capitalismo para los trabajadores? El artículo de Higinio Polo nos ayuda a realizar esta reflexión. Te invitamos a leer el artículo con calma, ya que es una lectura que todo el mundo debiera realizar.
 

Una reflexión indispensable: Maldito socialismo, ¡cómo te echamos de menos!



Hace unas semanas, en Berlín, mientras los beneficiarios del cambio político en la Europa del Este celebraban la desaparición del muro (y, sobre todo, del “socialismo real”) hace veinte años, como prueba manifiesta de la superioridad social del capitalismo, la prensa internacional conservadora lanzó una de sus habituales campañas propagandísticas para vender de nuevo la mentira del supuesto éxito conseguido por el cambio político y económico en los antiguos países socialistas europeos.

La escenificación de una alegría impostada en ceremonias de auto alabanza (con evidentes concesiones al nacionalismo alemán) y la presencia, y, después, las imágenes difundidas por el mundo de Gorbachov, George Bush, Kohl, Merkel, Wałesa y otros (incluso Medveded) celebrando la “victoria sobre el comunismo”, escondían el sufrimiento social causado por el retroceso hacia el capitalismo en toda la Europa oriental, y se revelaban como la gran mentira de los festejos de Berlín.

Hace un año, en enero de 2009, haciéndose eco de un estudio de la Universidad de Oxford, el diario italiano Il Manifesto publicaba un artículo sobre las consecuencias de las privatizaciones y de las reformas de la llamada terapia de choque de Yeltsin y Gaidar en Rusia. El trabajo que citaba el diario italiano había sido publicado en la revista médica Lancet y llevado a cabo por David Stuckler, de la Universidad de Oxford, Lawrence King, de la Universidad de Cambridge, y Martin McKee, de la London School of Hygiene and Tropical Medicine, utilizando datos de organismos de la ONU, como la UNICEF, después de una investigación de cuatro años. Un millón de muertos. Ese era el resultado de la investigación que concretaba el aumento de la mortalidad (casi un trece por ciento, durante los años noventa) a consecuencia del desempleo, las privatizaciones y la aplicación de las recetas liberales que extendieron el hambre, la miseria y causaron la destrucción de la economía rusa. Debe hacerse la precisión de que el estudio abarcó la mayor y más poblada república soviética, pero que, de hecho, Rusia representa sólo la mitad de la población que componían las quince repúblicas soviéticas, y tampoco abordaba lo sucedido en el resto de países socialistas, que, juntos, sumaban otros cien millones de habitantes. Ese estudio publicado en Lancet, por tanto, sólo habla de la mortandad causada entre ciento cincuenta millones de habitantes, mientras que el conjunto de la población de la Europa socialista alcanzaba los cuatrocientos millones. No debe olvidarse, además, que esas cifras son estimaciones, puesto que otros estudios elevan mucho más el número de víctimas: piénsese en el aumento de la mortalidad infantil, en el retroceso de la natalidad, en el descenso de la población (a veces, por la emigración; en otras, por causas distintas, que no siempre es fácil clasificar). Ucrania, por ejemplo, ha descendido desde los 52 millones de habitantes que tenía en el socialismo, en 1991, a los actuales 46 millones, dieciocho años después. 
 

Por supuesto, nada de eso se vio reflejado en los festejos de Berlín, ni el gobierno pronorteamericano de Yushenko y Timoshenko, ni los países capitalistas occidentales se han preguntado hasta ahora por la causa de un desastre demográfico de tal magnitud. Y es sólo un ejemplo, aunque sea de los más dramáticos. La antigua RDA, que contaba con dieciséis millones de habitantes, ha perdido dos, sobre todo por la emigración, y muchas ciudades se están despoblando. Incluso el International Herald Tribune (en su edición del 15 de enero de 2009) se hacía eco de la muerte prematura de unos tres millones de personas en el conjunto de los antiguos países socialistas europeos, según datos de los organismos de la ONU, y de la pérdida de unos diez millones de personas en esos territorios. Ante el horror y la contundencia de las cifras, Jeffrey Sachs (uno de los principales asesores de la terapia de choque capitalista en Rusia y otros países) intentó descalificar esas estimaciones y, en una carta a The Financial Times, consideró un éxito la reforma en Polonia, Chequia y Eslovenia, al tiempo que achacaba la mortandad en la antigua URSS a una evolución que se inició en la década de los sesenta del siglo XX, y a “la pobre dieta alimenticia soviética” (afirmaciones que la excelente investigación de Serguei Anatolevich Batchikov, Serguei Iurevich Glasev y Serguei Georguevich Kara-Murza, en El libro blanco de Rusia. Las reformas neoliberales (1991-2004), deja por completo en evidencia). Refutando a Sachs en esas mismas fechas, en una entrevista en The Times, el premio Nobel Joseph Stiglitz afirmó que la terapia de choque fue “una política económica desastrosa”. El capitalismo ha llevado a la muerte a millones de personas, y no sólo en anteriores etapas históricas, sino en estos últimos años. La desaparición del socialismo europeo no fue un éxito, sino una catástrofe, y centenares de miles de personas vivirían aún de no haber mediado ese desastre que celebraban en Berlín.

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Bajo el socialismo, con el trabajo, asegurado para toda la vida para cualquier ciudadano, se disponía de casa, de asistencia médica, vacaciones y jubilación. Nadie pensaba en el desempleo, ni en los desahucios y la falta de techo, ni en las abusivas hipotecas de por vida, ni esperaba con temor una vejez desamparada y pobre. La privatización trajo consigo la pérdida de millones de puestos de trabajo, el desmantelamiento de buena parte de la industria, creó una espantosa corrupción, y. además, desató la miseria, la desesperación, el aumento del alcoholismo, de los suicidios, el abandono de niños, las pensiones de miseria, la introducción de ciegos criterios de mercado por encima del interés social, mientras se enriquecía una minoría.

El desastre en las instituciones científicas, el retroceso en la investigación, la ruina de la cultura, la introducción desde el Occidente capitalista de los más banales y zafios recursos de entretenimiento y alienamiento popular, la planificada destrucción de las costumbres sociales de ayuda mutua y solidaridad, fue acompañada por la exaltación del egoísmo personal y la búsqueda del bien privado, porque lo común pasó a ser considerado sospechoso por el nuevo poder capitalista. El desmantelamiento de la sanidad pública, el aumento de los precios de las medicinas, la reducción de la esperanza de vida, afectaron de manera determinante a la población. Todavía desconocemos las cifras de suicidios, las muertes causadas por el alcoholismo de quienes habían caído en la desesperación; la mortalidad debida a la proliferación de enfermedades como la tuberculosis, que afectan ahora a millones de personas, el destino de muchos de los centenares de miles de vagabundos y de niños abandonados que llenaron toda la geografía de la Europa oriental, y que siguen viéndose hoy, que fueron consecuencia directa de la salvaje implantación del capitalismo. Si hace dos décadas el hambre era desconocido en toda la Europa oriental, hoy afecta a millones de personas. Se dispone de algunas estadísticas parciales: en Ucrania, hoy, por ejemplo, un millón y medio de personas pasa hambre.

Esa política, impulsada en Rusia por el sanguinario Yeltsin, y por personajes como Gaidar y Chubais, tenía detrás a académicos norteamericanos neoliberales como el citado Jeffrey Sachs, y suecos como Anders Åslund (ayer, asesor económico en Rusia y Ucrania, y hoy responsable del programa ruso y euroasiático de Carnegie Endowment for International Peace de Washington), y sus ideas recibieron el apoyo entusiasta de Estados Unidos, con Clinton al frente (el presidente a quien tanta risa daban las ocurrencias del alcoholizado Yeltsin); tenían el sostén de Alemania, con Helmut Kohl; de Gran Bretaña, bajo John Major; y de Francia, con Mitterrand, y, después, Chirac.
 
Con apoyo occidental se produjo el mayor robo de la historia de la humanidad, en la Unión Soviética y en el resto de países socialistas europeos. No hubo frenos al latrocinio. Incluso, como ocurrió en Bulgaria, llegaron a devolver al rey Simeón ¡más tierras de las que poseía antes de la nacionalización decretada al finalizar la Segunda Guerra Mundial! Solamente en la RDA, aunque suele alegarse el gran volumen de las “ayudas” desde la RFA a las nuevas regiones del Este, se oculta que Bonn se apoderó de todo el patrimonio nacional de la RDA, que tenía un valor calculado en el doble de los desembolsos realizados por Bonn: la deliberada destrucción de la industria del Este alemán, exigida por los empresarios y aplicada por el gobierno occidental, forzó a la emigración de centenares de miles de ciudadanos y aceleró el envejecimiento de todo el territorio oriental. También las mujeres perdieron: en la RDA, trabajaban el 92 % de ellas; hoy, apenas el 69 %. Libertad… para emigrar, y para morir.

Esa realidad es conocida por los investigadores y por los gobiernos, pero no por ello se sienten aludidos los liberales: algunos, aunque no pueden dejar de reconocer el desastre, insisten en las ventajas a largo plazo de la implantación del capitalismo en la Europa del Este. Veinte años después de la desaparición de los sistemas socialistas que gobernaban la Europa del Este, la bien engrasada maquinaria propagandística de los medios de comunicación sigue remachando el clavo de la interpretación sobre aquellos hechos: manejando ideas simples para asuntos complejos, liquidan el expediente evocando la supuesta “rebelión popular contra el socialismo”, para terminar felicitándose, interesadamente, por la “muerte del comunismo” y el “triunfo de la libertad”. Además del recurso a la deshonesta y falsa equivalencia entre nazismo y comunismo, los defensores del capitalismo utilizan otros argumentos. La equiparación entre democracia y capitalismo fue sólo una de las muchas astucias de tramposos que los laboratorios ideológicos del liberalismo desarrollaron con éxito en la Europa del Este, pese a la evidencia de que el capitalismo no trae consigo la democracia: de hecho, ha convivido y convive con regímenes dictatoriales, monarquías autoritarias, estados expansionistas y belicistas, democracias tuteladas, y, también, con el nazismo y el fascismo. Porque la actual democracia liberal (corrompida por el poder del dinero) es sólo una de las formas políticas que ha adoptado el capitalismo. Otra de las trampas que utilizan los liberales es la condena universal del socialismo por los excesos y crímenes del pasado, mientras que el capitalismo es presentado como carente de historia: parecería que ni el colonialismo, el imperialismo, las matanzas y la represión en todos los países, existieron nunca, y, si se recuerdan, son para considerarlos fenómenos históricos que no tienen nada que ver con el capitalismo actual, pese a las guerras que mantiene. Para la propaganda liberal, ese capitalismo está representado apenas por los países más desarrollados, no por los más pobres: es Francia, no Egipto; es Alemania, pero no Indonesia; es Estados Unidos, pero no Haití. El entusiasmo liberal por la revisión de la historia llega al extremo de querer equiparar comunismo y nazismo por el procedimiento de negar la evidente filiación del fascismo con el capitalismo, y con la abusiva utilización del término “totalitario” que permite crear el espejismo de un capitalismo “democrático” que se habría opuesto al totalitarismo de nazis y comunistas, idea que no resiste la menor comprobación empírica, porque el nazismo y el fascismo no fueron derrotados por las potencias capitalistas sino por el socialismo soviético.
 


Nikolái Rizhkov, que fue, desde 1985 hasta 1990, presidente del gobierno soviético con Gorbachov, y que hoy, como senador, defiende la política de Putin, considera que “la desaparición de la URSS fue una tragedia”, y todos los indicadores sociales y económicos lo confirman. No sólo en lo económico: Rizkhov cree que Gorbachov negoció mal el “asunto alemán” y que nunca debió aceptar que la Alemania unificada permaneciese en la OTAN. Esa imposición estimuló la voracidad y la ampliación posterior de esa alianza, que ha llegado a engullir incluso a tres antiguas repúblicas soviéticas, y a establecer cuarteles norteamericanos en las puertas de Rusia. El Pacto de Varsovia fue desmantelado; la OTAN sigue planificando guerras. Se seguirá discutiendo durante mucho tiempo sobre esa catástrofe. Hoy, las diversas explicaciones llegan desde la indigencia intelectual y la deshonestidad política de los medios liberales, pasando por la severidad de un sector de la izquierda (socialdemócrata, trotskista, anarquista) que condena, a veces sin matices, la experiencia del socialismo real , y terminando con la hagiografía de otro sector de la izquierda (comunista) que rechaza cualquier análisis crítico de la realidad de los antiguos países socialistas europeos. También, figuran las de quienes intentan ser equilibrados y honestos a la hora de juzgar lo que fue el “socialismo real” y, sobre todo, lo que ha supuesto para la población el retorno al capitalismo.

 
 
Desde la Polonia que acaba de prohibir la bandera roja y los símbolos comunistas (igual que hicieron Hitler, o Franco, o Mussolini), desde la Chequia que intenta prohibir ahora el partido comunista; desde los países bálticos, que con su feroz falsificación histórica relegan a los comunistas a la clandestinidad y absuelven a los nazis locales de su complicidad con el Reich hitleriano; desde la Alemania unida que persigue el recuerdo de la RDA, o desde la Rusia que quiere destruir al partido comunista, todos esos países, unidos al gran altavoz de la propaganda liberal que tiene su centro en Estados Unidos, se agrupan tras Washington en una poderosa coalición que sigue saludando como una gran victoria de la libertad el vendaval que se inició en 1989 y culminó, primero, en 1991, con la desaparición de la URSS, y finalmente, en 1993, con el golpe de Estado de Yeltsin en Rusia, que consolidó la vía golpista al capitalismo.

 
 
La política de Gorbachov segó la hierba bajo los pies de los dirigentes comunistas europeos, porque estimuló las protestas y anunció tácitamente que Moscú no movería un dedo para sostener a la Europa oriental. Incluso se estimularon las protestas: los gobiernos se vieron abocados a iniciar improvisadamente reformas, a entablar procesos de negociación con la oposición y, en última instancia, a ceder el poder. No obstante, pese al análisis predominante que hoy se hace en Occidente (sostenido con entusiasmo por los beneficiarios del cambio de régimen: una mezcla, según los países, de antiguos disidentes, viejos “comunistas” reconvertidos al capitalismo y nuevos burgueses surgidos de la rapiña y el caos), que puede resumirse en la falsa foto fija de una “rebelión contra el socialismo”, lo cierto es que las manifestaciones de 1989 en la Europa del Este no reclamaban nunca el capitalismo: querían reformar el socialismo, acabar con el autoritarismo y los abusos del poder comunista, conquistar la libertad y acabar con el temor reverencial al poder, conservando las estructuras económicas del socialismo. Sin embargo, las explicaciones no son sencillas, y aunque desconocemos todavía buena parte de las complicidades y de la acción que desarrollaron las grandes potencias, no se sostiene la interpretación liberal de un hartazgo popular, porque buena parte de la población permaneció a la expectativa. La supuesta rebelión popular en Rumania contra Ceaucescu, por ejemplo, nunca existió: hubo importantes y nutridas manifestaciones, sí, pero el general Stanculescu ha revelado recientemente que el golpe de 1989 que terminó con la sentencia a muerte del presidente del país contó con la complicidad soviética y norteamericana. Al margen del turbio carácter del personaje, y de su afán por justificar su papel, lo cierto es que seguimos desconociendo muchos aspectos de los acontecimientos de ese año, y no sólo en Rumania, aunque no todos obedecen a causas conspiratorias. Es cierto que las maniobras y operaciones planificadas operaron sobre un descontento popular que se manifestaba en la población católica polaca, en la insatisfacción por la limitación de movimientos en la RDA, Hungría o Checoslovaquia, en la escasez de abastecimientos en Rumania, Bulgaria o la URSS, y en la aspiración a la libertad, pero la clave está en la pasividad del Moscú de Gorbachov y en la incapacidad de los gobiernos comunistas para afrontar y canalizar unas protestas pacíficas que, en su origen, no iban masivamente contra el socialismo: ni siquiera tras el hundimiento de la Europa socialista en 1989, en la URSS que veía crecer la demagogia de Yeltsin y que le llevó a ganar las elecciones rusas y a disolver la Unión Soviética en 1991, nunca su gobierno se atrevió a explicar a la población que su propósito era implantar el capitalismo.
 
Uno de los mecanismos de robo impuestos a la población fueron las altas tasas de inflación en toda la zona (¡que llegaron a superar los tres dígitos!) a causa de la decretada liberalización de precios, lo que supuso una brutal devaluación de los ahorros de la población. Junto a ello, la masiva desindustrialización, que llevó a caídas de la producción superiores al 50 % en muchos países, y la consiguiente introducción de capital, tecnología y empresas occidentales que se apoderaron de la estructura productiva en Checoslovaquia, Hungría, Polonia y otros países. El aumento de los precios no fue equilibrado con un aumento de los salarios, y esa fue una de las vías para favorecer la acumulación de los nuevos capitalistas y para desarmar cualquier conato de protesta, porque la población debía emplear toda su energía en asegurarse el sustento diario, siempre por debajo de la dieta alimenticia habitual que tenía en el socialismo. Los salarios continúan siendo hoy mucho más bajos que en el occidente europeo, y eso explica la instalación de empresas occidentales para explotar una mano de obra barata, pero educada y con gran capacidad técnica. La privatización de los bienes del Estado (a través de ventas amañadas, subastas falseadas o “reparto” de participaciones que, inevitablemente, acabaron en manos de los nuevos capitalistas) trajo consigo un cambio total de propiedad, de la que se aprovechó la gran empresa occidental. Los nuevos bancos que operan en la Europa oriental, por ejemplo, son controlados casi en su totalidad por capital extranjero, y la introducción de las empresas capitalistas europeas buscó desde el principio apoderarse de buena parte de los sectores económicos de cada país, junto a la explotación de mano de obra y la especulación financiera y urbanística, y, en ocasiones, a la creación de “industrias” tan repulsivas como la que se dedica a la pornografía en Budapest, convertida en el mayor centro europeo de ese negocio.
 

La deuda externa combinada de los países europeos orientales en 2008, excluida Rusia, superaba con mucho (en casi 200.000 millones de euros) el monto total de las inversiones extranjeras (que han sido de unos 450.000 millones) acumuladas en los casi veinte años anteriores: un mal negocio, desde cualquier punto de vista. La emigración ha supuesto un golpe demoledor para la mayoría de los países, y, al tiempo, un recurso inevitable para la subsistencia de muchas familias. Aunque las estadísticas son precarias e incompletas, sabemos que más de un millón de polacos han emigrado a Gran Bretaña, y contingentes numerosos a otros países, y el gobierno de Bucarest considera que tres millones de rumanos han abandonado el país. También, sabemos que casi cuatrocientos mil moldavos han emigrado, casi el diez por ciento de la población. Centenares de miles de niños han sido abandonados por sus padres, o han quedado al cuidado de otros familiares. En Polonia, unos quince mil niños han terminado en orfanatos. El fenómeno es particularmente grave en Ucrania, Moldavia, Rumania y Bulgaria. Solamente en Rumania, según la Fundación Soros (que no es sospechosa, precisamente, de tener simpatías por el viejo socialismo real), hay trescientos cincuenta mil niños abandonados. El corolario de todo ello es el aumento de la delincuencia, de la explotación sexual de muchos de esos niños, del tráfico de personas. La caída de la esperanza de vida ha sido también constante y documentada por entidades locales e internacionales. Agrupando a todos los antiguos países socialistas europeos y las dos mayores repúblicas soviéticas, Rusia y Ucrania, en 1993 hubo casi 700.000 muertes más que en 1989. En un solo año. El fenómeno, aunque con altibajos, fue constante durante toda la década final del siglo XX. Esa terrible mortandad debe tenerse en cuenta al hablar del supuesto “éxito” de la transición del socialismo al capitalismo.

Cóctel Molotov. Alexandre Kosolapov.

Ahora, tras veinte años de capitalismo, las recetas que gobiernos, e instituciones como el FMI, aplican contra la crisis en que se encuentran los países del Este europeo son las tradicionales del más feroz liberalismo: nuevas reducciones salariales, aumento de impuestos a la población, recortes sociales, reducción de pensiones, desmantelamiento de servicios, con el aumento consiguiente de la pobreza. La omnipresente corrupción, con raíces propias pero también instigada por la actuación de los empresarios occidentales; la degradación cultural, con dramáticas caídas de los índices de lectura y la desaparición o emigración de buena parte de los científicos y de las instituciones dedicadas a la investigación y la cultura; la destrucción de los valores de solidaridad, que ha sido constante y sistemática, sustituyéndolos por la noción del éxito y del enriquecimiento rápido, definen un amenazador futuro inmediato.
 

 
Junto a ello, los rasgos populistas, nacionalistas e incluso racistas (cuando no directamente fascistas, como se ha visto en la rehabilitación de los nazis locales en los países bálticos) han impregnado el discurso político de las nuevas élites, que, además, juzgan razonable acompañar en aventuras militares exteriores a Washington, como ha ocurrido en Iraq y Afganistán. La sumisión de las nuevas élites gobernantes de los países de la Europa del Este a los Estados Unidos se constata en la humillante carta suscrita, con ocasión de la agresión de Georgia a Osetia del Sur en el verano de 2008, por antiguos presidentes de algunos países, como el polaco Lech Wałesa, el checo Vaclav Havel, la letona Vaira Vike-Freiberga, el lituano Valdas Adamkus, entre otros (todos, anteriores cómplices de las sanguinarias aventuras bélicas de Bush), donde se alarmaban por el descenso del atractivo de Estados Unidos entre la población de sus países, se declaraban decididos “atlantistas”, y llamaban a “defender a Georgia” y a incluir a este país y a Ucrania en la OTAN, además de a evitar la influencia de Rusia en la Europa oriental y a limitar la capacidad de exportación de hidrocarburos rusos hacia el resto del continente: sin percatarse, esos aplicados discípulos de Washington, definían un completo programa de expansión para Washington en la zona… firmado por quienes ayer se proclamaban celosos defensores de la libertad y la independencia de sus países.

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La agencia Reuters informaba recientemente de la nostalgia del socialismo entre la población de la Europa del Este: apenas el treinta por ciento de los ucranianos es partidario del cambio producido (en 1991, un 72 % llegó a creer que la conversión sería positiva), en Lituania y Bulgaria ya son mayoría quienes rechazan el cambio; y en Hungría, el 70 % de quienes eran adultos en 1989, confiesa su decepción por el capitalismo y por el abandono del socialismo. Algo similar ocurre en los países que formaron la antigua Yugoslavia. En Alemania del Este apenas una cuarta parte de la población se siente ciudadana plena de la nueva Alemania. Y en Rusia todas las encuestas siguen recogiendo que la mayoría de la población considera una tragedia la desaparición de la URSS. Lo mismo ocurre en las otras repúblicas soviéticas.

Es cierto que muchos aspectos negativos del socialismo real han sido olvidados por la población, sin duda porque el hecho incontestable es que la libertad no existe con la precariedad, el desempleo, la incertidumbre, la corrupción, el miedo al futuro. No obstante, aunque no sea el objeto de estas líneas, la aspiración a la libertad y a formas de participación reales en la antigua Europa socialista eran cuestiones de máxima relevancia que fueron ignoradas en los países del socialismo real, como los serios desajustes de su economía que se pusieron de manifiesto a lo largo de la década de los años ochenta. La constatación del desastre social de la restauración capitalista hace aumentar la nostalgia en toda la antigua Europa socialista, pero no resuelve los problemas actuales de la población, porque la reconstrucción de los instrumentos de oposición capaces de proponer opciones socialistas viables no será sencilla: la mayoría de los partidos comunistas fueron destruidos, sus miembros, perseguidos, la ideología comunista sistemáticamente difamada, y los gobiernos y partidos liberales mantienen un control absoluto de los medios de comunicación. Los comunistas rusos hablan de la naturaleza criminal del actual régimen ruso, pero la clase obrera soviética ha sido en gran parte destruida por el proceso de desmantelamiento industrial, y eso limita su capacidad de lucha. Pese a ello, subsisten importantes partidos comunistas en Rusia, República Checa y Ucrania, y se ha creado un nuevo referente en Alemania.

A la vista del sufrimiento social causado en estas dos décadas, debemos concluir que no había nada que celebrar en Berlín, aunque los muros nunca sean una apuesta por el futuro. La terapia de choque fue un experimento social, del cual el capitalismo no se hace ahora responsable, que se convirtió en una verdadera matanza de dimensiones aterradoras. En toda la Europa oriental, la muerte cabalgó sobre la privatización y el capitalismo. Veinte años después, los ciudadanos de esos países recuerdan las insuficiencias del socialismo real, el autoritarismo, la represión de toda disidencia, el obsesivo control, pero cultivan también la nostalgia de un pasado cercano donde, a pesar de todo, la vida era más humana que ahora, y, por eso, parecen decirnos: Maldito socialismo, cómo te echamos de menos.
 

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