Por Dilbert Reyes Rodríguez, publicado en Granma.
En Las Cañadas, un rincón rural al centronorte de Venezuela, viven y
trabajan para la comunidad, hace más de un año, tres extraordinarias
mujeres cubanas.
Desde el arte, Noreivys demuestra que la inclusión puede fabricarse a mano. Foto: Dilbert Reyes Rodríguez
Por las huellas que van dejando las féminas cubanas en el mundo, tal parece que una isla es muy poco para tanto amor de mujer.
No pocas veces han salido a darse y a servir más allá de sus
fronteras, y quienes reciben de ellas, dicen que la semilla brota verde
en cada marca de sus pasos por la tierra, y en el surco del aire que
dividen hay un olor a primavera que se queda.
En Las Cañadas, un rincón rural al centronorte de Venezuela, también
hay olor a selva, a humedad de la montaña y a la brisa que sopla desde
el Lago de Valencia. Rumbo al sur la carretera es larga, pero en ese
punto, del asfalto hacia el monte, se levantan las casas campesinas de
ese pueblito humilde, de los más pobres.
Tan pequeños son, e improvisados, que los ranchos se confunden con
los troncos de los árboles y el follaje grande de una yuca de jardín. En
medio de la pobreza lo natural embelesa, y aun así se distingue la
huella de una mano conocida, de un aroma natural a flor de Cuba.
Dentro de las paredes blancas de una casa alzada sobre pilotes,
recostada a una pendiente verde, viven y trabajan para la comunidad,
hace más de un año, tres mujeres cubanas. Una desanda los trillos en
bata blanca, la otra salta los charcos con un swing musical, y la
tercera tiene dotes de atleta.
Dicen las tres que vinieron a graduarse, y lo han hecho de verdad, aquí, donde oficio y vocación las pusieron a prueba.
En el deporte promovido por Yordanka hay opciones para todos. Foto: Dilbert Reyes Rodríguez
LA OTRA VIDA DEL CUERPO Y EL ESPÍRITU
Las Cañadas es un caserío más pequeño que su religiosidad. La mejor
estructura, también de zinc, es una especie de galpón que funciona como
templo. Sin embargo, con dos de las cubanitas, la gente allí aprendió,
literalmente, a darle una vida diferente al cuerpo y al espíritu.
Del cuerpo se ocupa Yordanka Zulueta, una matancera que arrastra
multitudes con su entusiasmo. “Estoy a punto de terminar mi misión,
pero este capítulo ha sido extraordinario”.
“Hay que ver cómo me buscan los niños a toda hora, y las mujeres que
se reúnen temprano cuando se acerca el momento de la bailoterapia. Eso
les encanta, y a mí también, lo confieso, porque me espabila el cuerpo.
Salgo para el urbanismo de enfrente, y allí se van sumando los
vecinos.
“Lo de los niños no tiene nombre. Al llegar aquí todo era fútbol, y empecé a promover el atletismo, y el kikinbol para las niñas. Hemos llegado al punto de hacer juegos entre las comunidades, con medallas y todo.
“Pero la base de la misión tiene una esencia, y es el trabajo
conjunto entre las tres. Por eso en las mañanas nos vamos juntas, mejor
dicho, ellas conmigo, que yo arrastro más gente (ríe), y empezamos
con los círculos de abuelos, los hipertensos, y así con quien necesite
cuidados especiales”.
A Yordanka parece que la alegría no se le borra nunca. Habla siempre con el mismo entusiasmo, hasta cuando le pone sentimiento y refiere la historia del señor que siendo atleta, sufrió un accidente y quedó sin caminar.
“Él dice que un día caminará, porque sus iguanas se caen de las
matas, se lesionan, y siempre se recuperan. Tiene una voluntad enorme, y
es el mejor promotor de deporte que tengo en el barrio. Allá me voy a
su casa a compartir con él y a aguantarle sus resabios, pero será de
esas personas que seguiré queriendo mucho tiempo después de haberme ido.
“Será una forma de devolver todo ese amor que aquí nos han dado”.
Noreivys Argüelles, por su parte, es la contrapartida espiritual de
Yordanka. Viene de Imías, tierra caliente del Guantánamo querido, y es
igual de alegre, pero su aliento entra al barrio desde el arte. Llegó
entre los primeros que trajeron al estado la misión Cultura Corazón
Adentro, y todavía siente con alma de fundadora.
“Tuve que combatir un poco de apatía, y atraerlos desde sus preferencias. Les encanta la música, y por ahí empecé; pero nada los supera en el arte de las manualidades. Me place pasar las horas enseñando y aprendiendo, con los niños, las amas de casas, pintando, recortando, cantando y recreando.
“Desde afuera pareciera que no, pero hay que ver la sensibilidad que late dentro de esas casitas, de los niños ávidos de hacer, de participar, de crear, de pasar el tiempo en algo divertido, y sus madres detrás, contentas por ver a sus hijos, pero a la vez imitando un movimiento, un trazo y una canción”.
Génesis Adriana es una de esas muchachas jóvenes, madre temprana de dos niñas, que pasaba la mayor parte del día entre paredes de lata. Hoy agradece la presencia de Noreivys porque dice que la saca del estrés, la hace sentirse útil y a la vez es una amiga que la acompaña y comparte sus problemas. “Son muy chéveres estas niñas cubanas”, cierra con desenfado.
Marial es, en Las Cañadas, la hija de muchas familias pobres. Foto: Dilbert Reyes Rodríguez
EL SUEÑO REALIZADO
En sus 39 años de vida, María Escalona —nacida y criada en Las
Cañadas— nunca vio un médico pisar la tierra de su comunidad humilde. Se
sabía dueña de un don especial para servir, pero la voluntad no bastaba
en ciertos casos, “hasta que llegó Marial, y fue como una luz”.
Marial Durán es la doctora cubana que desde el holguinero poblado de
Cacocum, trajo hasta aquí una especie de consuelo colectivo. Vino cuando
la sede de la base de misiones era solo un proyecto, y ofrecía la
consulta a la sombra de un árbol, o bajo el techo de zinc que funciona
como templo.
“No había nada aquí, literalmente, solo yo con esfigmo, estetoscopio y mis enfermos. María me acogió en su casa como el sexto de los hijos suyos y empecé a ser su familia.
“Con los días comencé a descubrir a la gente, a caminar a sus casas y
hacerme cómplice de su asombro. Para mí era natural, pero ellos no lo
entendían. No hallaban cómo pagar más allá de las gracias y el cariño.
Lo único que puedo decir es que toda la comunidad se me hizo una
familia”.
María Escalona le acaricia el pelo: “¿Usted se imagina a esta doctora metida en cualquier rancho con el agua a la rodilla, sacando a cubos la inundación después de un aguacero? ¿O yéndose conmigo, cuando el brote de Chicungunya, a comprar con dinero propio los sueros de hidratación para ponerlos a los enfermos en sus casas, improvisando, amarrando con alambres las bolsitas en alto? Esa es ella, sí, aunque no lo crea, y por ser así todo el mundo la quiere como a una hija”.
Hay dos cosas que lo confirman. De un lado el criterio de la gente,
de Ezequiel y María Arteaga, dos abuelitos que la adoran hasta el
detalle de la arepa pelada que no pueden comerse sin llevarle. Del otro
lado, la mala consecuencia de tanto arrullo: Marial ya no se acuerda de
cocinar.
“Si me miman así, no puedo resistirme”, dice y se ríe, pero la
revelación no representa nada de su carácter, porque junto a sus
compañeras Noreivys y Yordanka, se “fajó” con las uñas en la
construcción de la base de misiones, ayudadas por toda esa comunidad que
entre las tres ya se habían ganado.
Marial nos sorprende con una cosa más. Antes de ser doctora era maestra primaria, “de multigrado, en una escuelita rural de Cacocum”.
“Me gusta la Pedagogía, pero de niña mi sueño era la Medicina.
Durante la licenciatura vi la opción del Curso Integral de Superación
para Jóvenes. Entré, hice la nivelación y terminé con el primer
escalafón. Llegó una sola plaza para la carrera, y entonces empecé a
realizar el sueño de mi vida.
“De todas formas nunca dejé de ser maestra, eso tiene el magisterio,
de universal. A la vez doy clases de Psiquiatría y Psicología a los
estudiantes venezolanos que los cubanos ayudamos a formar como médicos
comunitarios. Así que ando en las dos vocaciones.
“Si lo pienso bien, es un privilegio, y aquí estoy devolviendo esa
posibilidad con mucha satisfacción. Implica sacrificio, cómo no, sobre
todo porque mi niño me espera en Cuba; pero todo esfuerzo tiene su pago,
y la gratitud de estas personas que atiendo es la primera recompensa”.
EN EL REGRESO
Al final del día, de vuelta a la casa blanca montada sobre pilotes,
las tres mujeres cubanas recorren los mismos trillos de la mañana,
llevándose otra vez a la comunidad en los bolsillos.
Llovió, y hay un charco grande que Yordanka pasa con la facilidad
de una atleta. Noreivys también lo salta con la gracia de un movimiento
de baile. Pero a Marial no le alcanza el paso y hunde el talón en el
fango, salpicando la bata.
Las tres se ríen, pero este reportero no se atreve.
“No se preocupe, pasa todos los días”, me tranquiliza Marial, y
cierra con un detalle que la acabó de elevar hasta la altura justa de la
mujer cubana:
“Mientras dure la misión, no quiero que me trasladen ni a la ciudad más bonita. Yo me quedo con mis pobres y mis ranchos”.
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