Por F. Sierra
Nació en Madrid en 1902. Su familia se trasladó a Valladolid
cuando él contaba con pocos meses de vida, al ser nombrado su padre Inspector
de Sanidad Veterinaria de la citada provincia. En esta ciudad estudió el
bachillerato y más tarde la carrera de Medicina. Durante su juventud militó en
la masonería y en organizaciones republicanas, en el seno de las cuales destacó
en manifestaciones y enfrentamientos contra los grupos de estudiantes
católicos. Se licenció en la Universidad de Valladolid en 1927, obteniendo el
Premio extraordinario de Licenciatura. Al cabo de poco tiempo se trasladó a
Madrid y se integró en el equipo de Gregorio Marañón y, más tarde, en el de
Manuel Tapia, del Hospital del Rey, que después se llamaría Hospital Nacional
de Enfermedades Infecciosas. Se doctoró en la Universidad Central de Madrid en
1929 con una tesis sobre la tuberculosis.
En 1931 marchó pensionado por la JAE a Stettin (Alemania)
para completar su especialización, residiendo también en Francia e Italia. A su
regreso a España fue director del Dispensario Central Antituberculoso de Madrid
y secretario del Comité Nacional de Lucha Antituberculosa de España. El
Dispensario de la calle Andrés Mellado que dirigía Carlos, pronto tuvo gran
popularidad, tanto por la labor clínica que en él se hacía con los enfermos que
a él acudían, como por la de profilaxis de la tuberculosis en el medio familiar
y ambiental y la sistemática en grupos y colectividades, y, sobre todo, por su
labor docente. Al Dispensario asistía un grupo numeroso de licenciados,
ansiosos de aprender la especialidad, muchos de los cuales después, en
sucesivas oposiciones, ocuparon las plazas de Director en provincias: Almansa,
Calero, Rapado, etc. y otros que luego ejercieron brillantemente la
Especialidad en distintas capitales. Su vocación para la docencia era evidente
– por algo, inicialmente, apuntaba a la cátedra – y, más tarde, cuando se pensó
en la posibilidad de crear una cátedra de Tisiología, ya como asignatura del
Doctorado, ya adscrita al Servicio de Patología Médica, como defendía con ardor
el Profesor Dr. Agustín del Cañizo, del que era gran amigo, Carlos se preparaba
intensamente para conseguirla.
Su vida, en aquel tiempo de preparación, era ésta: labor en
el Dispensario de nueve a una de la mañana y de cuatro a siete de la tarde, y a
continuación hasta las doce de la noche, hora en que se acostaba para
levantarse a las cinco de la mañana y reanudar el estudio hasta las ocho. Así
era su capacidad de trabajo y su ilusión por una cátedra. Cuando el Profesor
Dr. José Casas, compañero y amigo suyo de los tiempos de la Facultad, ganó la
cátedra de Patología General de Madrid, enseguida se puso al habla con él para
que le nombrara Ayudante Interino de Cátedra para tener más facilidades de
preparación y de acceder un día a las oposiciones. Desgraciadamente, uno y otro
proyecto fracasaron por causas ajenas a su voluntad. En cambio no parecía tener
interés por el ejercicio privado de la Medicina, por ganar dinero con la
carrera, no tenía prisas para ello.
Una vez, en 1934, con motivo de un Congreso Nacional de
Sanidad, su amigo Cándido Barruelo y él pasaron unos días juntos en Madrid. Le
invitó a su casa para enseñarle el trabajo que tenía, éste se quedó sorprendido
porque el trabajo no se refería a enfermos, sino a libros, revistas y demás
publicaciones que tenía en su mesa de estudio. Cuando le preguntó por el otro
trabajo, por el de las consultas, él le contestó: “¡Ah!, no tengo prisa, yo sé
que conquistar Madrid me costará diez años, pero lo conseguiré”.
- “Sí, pero para vivir se necesita dinero, y más para hacer
esos viajes a Alemania e Italia que me acabas de contar”.
- Cierto, pero el dinero nunca me ha preocupado ni me
preocupará. Si no lo tengo, lo pido”.
Podía presumir de dirigir un Dispensario modelo en el que, a
las funciones propias del mismo, clínicas y de profilaxis, unía la no menos
importante de la docencia y de sus publicaciones y de sus intervenciones en
Asambleas y Congresos. Precisamente, en el que se celebraba esos días en Madrid
había tenido una actuación destacada que culminó con la anulación de las
conclusiones de una ponencia, tras una intervención brillantísima que arrancó
aplausos de la concurrencia. Sentado en la sala entre Barruelo y Olmedo
escuchaba, aparentemente distraído. Cuando terminaron de leer las conclusiones,
saltó de su asiento diciéndoles: “Voy a echar abajo esas conclusiones”, a la
vez que salía a la tribuna de oradores.
Además de grandes conocimientos poseía una dialéctica
formidable que desorientaba al oponente. No se conformaba con la enseñanza que
impartía en el Dispensario; había que llevar los conocimientos actuales sobre
tuberculosis a los médicos generales y a los especialistas que no podían
asistir a los centros de estudio, y, así, publicó un tratado que tituló
Tuberculosis pulmonar del niño y del adulto, en el que pone al día los
conocimientos sobre patogenia, anatomopatología, clínica y tratamiento de la
enfermedad, que tuvo gran éxito en toda España, con prólogo del Dr. Jiménez
Díaz, como garantía de su contenido.
Carlos Díez fue cuñado de María Zambrano, al haberse casado
con su hermana Araceli, pero el matrimonio duró pocos años y durante la Guerra
Civil ya se habían separado.
Diagnosticó de tuberculosis a María en 1928, a raíz de que ésta
sufriera un desfallecimiento mientras pronunciaba una conferencia en el Ateneo
de Valladolid, a la cual le había acompañado Carlos.
María Zambrano
No sólo la Medicina es objeto de su atención, y aunque en
ella invierta, como acabamos de ver, la mayor parte de su tiempo, aún le queda
para sus excursiones al campo de la literatura y el ensayo. Era frecuente que
el ejemplo dado por Ramón y Cajal y Gregorio Marañón de espigar fuera del campo
de su profesión médica fuera imitado por otras figuras de la élite médica y así
como éste último publicara sendos libritos de ensayo, amenos, como Sexo,
trabajo y deporte y Amor, conveniencia y eugenesia, el gran parasitólogo, Dr. Gustavo
Pittaluga, el de Voluntad, destino y carácter, nuestro biografiado publicó otro
titulado Impulso, castidad y deseo, con un prólogo del profesor de Derecho Luís
Jiménez Asúa, en el que el autor expone una serie de ideas y conceptos sobre
los temas del título, impregnados de sus ideas freudianas con gran agudeza,
gracia e ironía, mereciendo buena crítica cuando fue publicado.
Frecuentaba tertulias de intelectuales formadas por
periodistas, escritores, profesores, etc., tales como Wenceslao Roces, Julio
Álvarez del Vayo, Ramón J. Sénder, Camilo José Cela – que fue su paciente -, la
escritora y discípula predilecta de Ortega y Gasset, María Zambrano, con cuya
hermana menor, Araceli, contrajo matrimonio por entonces. Tenía numerosas
relaciones en el mundo intelectual, profesional, artístico y político de
aquella época de la República.
Se casó con Araceli Zambrano, muchacha bellísima y culta;
pero demasiado femenina, demasiado bonita y frívola para un encaje recíproco
con un temperamento dinámico, luchador, lleno de inquietudes y preocupaciones.
La unión duró pocos años. Al terminar la guerra, se separaron.
A pesar de su vida activa de trabajo, asistía a
espectáculos, al teatro, a los toros, al fútbol, siendo ya, en aquellos
tiempos, un ‘hincha’ del Real Madrid. Una vez que este equipo jugaba la final
del campeonato con el Sevilla, se trasladó a aquella capital andaluza en un
tren especial de los llamados ‘botijos’, que circulaban entre las dos capitales
con motivo de fiestas y en los días de Semana Santa y Feria de Abril.
Aquella primavera de 1934 llegó a Sevilla y en la estación
le esperaban sus compañeros y amigos, Andreu, Olmedo y Cándido. Los cuatro
pasaron el día juntos y fueron al fútbol, aunque en realidad, sólo dos, él y
Andreu contemplaron el juego, porque los otros dos, menos deportistas y más
comodones, se pasaron la hora y media del partido tumbados en la hierba del
palco, contemplando las pasadas, por encima del estadio, de un autogiro La
Cierva.
Al salir del campo, la pareja de no aficionados preguntó a
Carlos: ¿Quién ha ganado?. La ira de éste – que se había desplazado de Madrid
sólo para presenciar el partido – ante la pregunta de los que no se habían
enterado, fue inenarrable.
Lo mismo que se desplazaba a Sevilla para ver un partido de
fútbol, esperaba una hora en la cola de un teatro o cine para adquirir la
entrada, o estaba cinco horas para preparar una conferencia para el día
siguiente, o aguantaba dos en el P.E.N. Club oyendo a escritores extranjeros
expresándose en un castellano ininteligible. Sentía inquietud y avidez por
todo, con una capacidad de trabajo extraordinaria, con espíritu abierto y
optimista que le hacían granjearse la simpatía de cuantos le trataban en sus
abundantes relaciones sociales.
Al comenzar la Guerra Civil, tomó por asalto la sede del
Colegio Oficial de Médicos de Madrid junto con otros dos compañeros. En esa
época se afilió al PCE. Dispuso las primeras medidas sanitarias para atender a
los movilizados que combatían en el Alto de Somosierra y organizó el primer
“Hospital Especial de las Brigadas Internacionales”. En diferentes periodos de
la contienda fue jefe de Sanidad del Quinto Regimiento, inspector de
Hospitales, director general de Luchas Sanitarias, jefe de Sanidad del Ejército
del Este y, ya en los últimos días de la guerra, jefe de la Sanidad Militar del
Ejército Republicano40.
A medida que la guerra avanza los campos se delimitan, y los frentes se estabilizan más o menos. Han perdido los republicanos la zona Norte y los efectivos humanos y de material vuelven a Cataluña a través de Francia y desde allí son reorganizados en nuevas unidades que se envían a los frentes del Centro y del Sur y se acumula una gran reserva con el nombre de Ejército de Operaciones de Levante que es preciso reorganizar y dotar con pertrechos para el futuro. Carlos es nombrado Jefe de Sanidad Militar de dicho Ejército de Operaciones y a él le toca reorganizar la Sanidad Militar en el amplio frente que abarca ahora desde los Pirineos hasta Almería y desde la costa mediterránea hasta los frentes del Centro y del Sur.
Reside en Valencia, pero viaja continuamente por toda la zona, creando unidades de sanitarios, habilitando locales para hospitales, inspeccionando servicios de guerra y suministro de aguas potables, sistemas de evacuación de heridos, vacunaciones, ambulancias, etc. etc.
Allí quedaron demostrados su talento, sus dotes de organizador y su habilidad para las relaciones públicas, tanto con autoridades militares como civiles, y su energía para mandar.
Las dotes de organizador y los éxitos con ellas conseguidos como Jefe de Sanidad del Ejército de Operaciones de Levante, le iban a servir poco después para que le encargasen la nueva reorganización de la Sanidad Civil en toda la zona republicana, que estaba un poco relegada al olvido por la atención a la guerra y sus necesidades. Fue entonces nombrado Director General de Sanidad, adscrito al Ministerio de la Gobernación, como en tiempos de paz, a excepción de la temporada que funcionó como Ministerio autónomo de Sanidad, teniendo como titular a la conocida escritora anarquista Federica Montseny, en un Gobierno presidido por Largo Caballero. Si su permanencia en Levante le había proporcionado éxitos y triunfos profesionales, en su vida íntima, familiar, le había ocasionado el alejamiento de su esposa, que vivía más cómoda, aunque quizá con más riesgo, en Madrid. Desde aquel tiempo las relaciones conyugales fueron de mal en peor y, al terminar la Guerra, cada uno salió por una frontera, pero no solos, sino formando nuevas parejas.
La Dirección General de Sanidad había sido ocupada anteriormente, ya en período de guerra – cuando el Gobierno de concentración de Largo Caballero, en el que tomó parte la C.N.T. con sus líderes anarquistas Juan López y Federica Montseny, ésta como Ministro de Sanidad – por el joven e inteligente Dr. Félix Martí Ibáñez, anarquista, lleno de imaginación, brillante escritor, que tuvo que dedicar su tiempo, más que a crear, a restaurar el funcionamiento de la Sanidad Nacional, paralizada por la Guerra y cuya reorganización debía de hacerse en función de las necesidades de la guerra misma; por eso la propaganda sanitaria a través de todos los medios de comunicación: radio, prensa, folletos, carteles, etc., a las masas combatientes, a los evacuados y refugiados, y a los movimientos migratorios, fueron sus principales tareas. De la valía de Martí Ibáñez, da buena prueba el hecho de que, exiliado en U.S.A. fuese el director de la primera Revista de Antibióticos publicada en aquel país, editada en Nueva York con dicho nombre.
Al Dr. Martí Ibáñez sucedió el Dr. Planelles, bacteriólogo y analista de Madrid, afiliado al P.C.E., Jefe de Sanidad Militar hasta entonces de la División de ‘El Campesino’. Sus esfuerzos se encaminaron, fundamentalmente, a la prevención de enfermedades infecciosas, el tifus sobre todo, y las parasitarias y venéreas en la población hacinada e hipoalimentada de la retaguardia.
Cuando el Dr. Carlos Díez Fernández accedió a la Dirección General de Sanidad, su formación de tisiólogo le hizo percibir inmediatamente el problema que la guerra estaba planteado. El hacinamiento y el hambre estaban causando un gran incremento de la mortalidad y de la morbilidad por tuberculosis, y a combatirla dedicó sus primeros esfuerzos, habilitando hospitales y sanatorios, intensificando las exploraciones radiológicas en toda la población, especialmente en los movilizados, haciendo obligatoria la vacunación con B.C.G. del recién nacido, aumentado la acción dispensarial en los grandes núcleos de población, y colaborando estrechamente con la Sanidad Militar y con la Intendencia para el abastecimiento de desplazados y hospitalizados.
No se limitó su labor al sector de la lucha antituberculosa. Sus planes abarcaban toda la Sanidad. El Dr. Martín Yumar, Inspector de Sanidad en una provincia de Levante, que se pasó a la zona nacional para ser luego Jefe Provincial de Sanidad en Las Palmas, contaba así sus actuaciones: “Apenas tomó posesión de su cargo nos reunió a los Inspectores Provinciales de Sanidad y nos recibió en su despacho, vestido con un mono azul y una gran pistola al cinto, comenzando su discurso de bienvenida con la frase: ‘Cuando yo era tisiólogo…’. No sabíamos si quería excusarse ante nosotros por no ser procedente de la Escuela Nacional de Sanidad o reforzar su autoridad ante el Plan de Lucha contra la Tuberculosis que, enseguida, planteó.
En esta primera intervención nos dejó asombrados. Nos expuso la situación de la Sanidad en la zona republicana y su plan de acción para remediarla, la cual en tiempos de paz hubiera sido un modelo, pero que en aquellos tiempos de guerra resultaba utópica. Sin embargo, lo que más llamó nuestra atención fueron los conceptos modernos de Sanidad que exponía, muchos de los cuales, nosotros, profesionales de la Sanidad, desconocíamos. ¿Dónde los había leído?. Es posible que, por su cargo, recibiera publicaciones extranjeras que a los demás, en tiempos de guerra, nos estaban vedadas. Jamás habíamos oído una conferencia sobre programas sanitarios tan bien razonada y expuesta, con tal riqueza bibliográfica. Al terminar nos invitó a pasar a un saloncito contiguo, de uno en uno, para que le informásemos del estado sanitario de nuestras provincias respectivas, encargándonos la elaboración de un plan de acción provincial que debíamos entregarle personalmente, en un plazo de diez días.
Nunca antes se había realizado en España una movilización tan a fondo de la clase sanitaria. Lástima que las circunstancias bélicas malograran sus frutos. No obstante conseguimos reducir y, a veces, anular los efectos negativos de la guerra en el aspecto sanitario, sobre los núcleos de población”.
De su comportamiento nos hablan otros testigos. El Dr. Novillo, Inspector Provincial de Sanidad en Jaén, recibió una visita de inspección del Director General de Sanidad en su Instituto de Higiene y Sanidad de dicha capital andaluza. El Dr. Díez Fernández, sencillo y cordial, le preguntó por los problemas sanitarios de su demarcación, habilitando sobre la marcha las soluciones posibles y, al despedirse, quiso enterarse de la cuestión laboral del personal a sus órdenes en el Servicio. Preguntó:
- “Y la gente ¿trabaja?”.
- “Sí”, contestó el doctor Novillo.
- “¿Todos?”, volvió a preguntar Carlos.
- “Todos”, contestó el Inspector de Jaén con tono poco convincente.
- “Dígame, dígame los que no trabajan”.
- “No, no se lo digo porque los que no trabajan son los más adictos a la República, porque se creen más seguros; y los que más se afanan son los tibios y los sospechosos porque tienen más miedo, y si Vd. sanciona a los primeros voy a tener yo que salir pitando de Jaén cuando V se vaya”.
- “Tiene Vd. razón – respondió el Director General de Sanidad con una sonrisa de amargura – Procure Vd. que trabajen y rindan todos”.
Otra vez, en Madrid, ya en los últimos tiempos de la guerra, una comisión de compañeros tisiólogos fue a pedirle que les subiera el sueldo, porque apenas les alcanzaba para cubrir gastos. Carlos les escuchó en silencio, con una sonrisa en el rostro entre burlona y despectiva, y cuando concluyeron sus peticiones les contestó: “Es un insulto al sufrimiento del pueblo venir ahora con peticiones de aumento de sueldo. Sois unos fascistas y estáis deseando que entren en Madrid las tropas de Franco. ¡Fuera!. Que os aumente el sueldo Franco”.
Al día siguiente, el Dr. Jimeno, Director del Sanatorio Victoria Eugenia, acudía a su despacho para exponer al Director General la precaria situación alimentaria del Sanatorio. Veinticuatro horas después recibía dos camiones militares llenos de subsistencias para los enfermos allí internados.
En los últimos meses de la contienda, ya en Barcelona, sus actividades se fueron reduciendo a lo meramente burocrático-administrativo. Con la pérdida de la esperanza en la victoria había perdido también la ilusión de trabajar.
Carlos Díez ejerció la jefatura de Sanidad del Ejército del Este desde la primavera de 1938 con el grado de comandante. Su sede estaba ubicada en Manresa y consiguió imprimirle una estructura organizativa que fue elogiada, aunque también tuvo sus sombras. Así, el 16 de enero de 1939 ordenó al doctor Josep Riu Porta, director del Hospital Militar instalado en el monasterio de Montserrat, que evacuara inmediatamente a los pacientes del centro y dinamitara las edificaciones de la montaña, ya que las tropas franquistas se encontraban a 30 km de distancia. El doctor Riu y su comisario político desobedecieron la orden de su superior y evitaron la destrucción del monasterio.
En febrero de 1939, tras la caída de Cataluña, Díez regresó
a territorio español, del que ya no se ausentó hasta el final de la guerra,
ostentando el cargo de jefe de la Sanidad Militar del Ejército Republicano con
el grado de teniente coronel médico. Carlos Díez se exilió a la Unión Soviética
en la primavera de 1939 y nada más llegar al país le ofrecieron, aprovechando
que dominaba varios idiomas, un puesto como médico general de una Casa para
Inválidos Internacionales hasta que dominara el ruso y pudiera ejercer su especialidad
en un centro de la red sanitaria soviética. Declinó la oferta y permaneció seis
meses como colaborador técnico del Instituto Central de Investigaciones
Científicas de Tuberculosis de la URSS, con la única obligación de aprender el
idioma con una profesora particular que le pagaba el Instituto.
Durante la II Guerra Mundial alcanzó el grado de coronel
médico del Ejército Rojo y actuó de manera destacada en 1941 cuando se produjo
la retirada de los soviéticos ante el avance de las tropas alemanas. Servía de
enlace entre el frente sanitario y la retaguardia, hasta que sufrió un infarto
de miocardio que le obligó a abandonar las zonas de combate. Fue condecorado
con la Orden de la Estrella Roja. No dejó de trabajar a pesar de su delicado
estado de salud y según él mismo refiere, el Día de la Victoria voló durante
nueve horas en avión para prestar una consulta en una capital muy distante de
Moscú. Carlos Díez obtuvo el Doctorado en Medicina por la Universidad de Moscú
y llegó a ser jefe del Despacho de Consultas del Instituto Central de
Investigaciones Científicas de Tuberculosis de la URSS.
El médico y diplomático Lauro Cruz Goyenola, agregado de la
Legación del Uruguay en Moscú entre mayo y octubre de 1944, quiso conocer a su
colega Carlos Díez que gozaba de gran prestigio en Latinoamérica. En su libro
de recuerdos refiere que éste vivía en una vieja casa de madera, que era
compartida por varias familias en un ambiente de pobreza. Carlos Díez era bajo,
delgado, nervioso, calvo, con una piel de color amarillo pálido y fumaba
continuamente.
Era una persona culta, que no se quejaba de su situación. En
aquellos días atendía una sala de tuberculosos próxima a su domicilio. Cruz le
veía fatigado, envejecido, con aspecto de sufrimiento y se sorprendió al enterarse
de que apenas contaba con 40 años de edad.
Carlos Díez mantuvo en la Unión Soviética una actitud
independiente y ayudó a muchos
españoles enfermos sin importarle quedar mal con la
dirección del PCE, con la que no mantenía buenas relaciones, la cual llegó a
veces a negar la existencia de tuberculosis entre la emigración española. Había
una orden tajante del Partido para que no cundiera el pánico entre la
población, de que sólo se reconocieran los casos de tuberculosis más graves y
que los demás pasaran como “griposos” o “catarrosos”.
Díez era, junto con Juan Planelles, el médico al que
consultaban la mayor parte de los integrantes de la colonia española de Moscú.
Entre las personas tuberculosas a las que atendió, se encontraba Elena “Lena”
Imbert, compañera de Ramón Mercader, el asesino de León Trotsky. Residía en
Moscú en casa de su suegra Caridad Mercader y falleció en abril de 1944 en el
sanatorio donde trabajaba el doctor Díez, en presencia de éste.
Díez tenía relaciones profesionales con las legaciones
latinoamericanas, especialmente las de Uruguay y México. Por ejemplo, era
médico personal del embajador mexicano Narciso Bassols. Cuando en 1946 se le
concedió el visado de salida de la Unión Soviética, dispuso de un tiempo muy
breve para poder abandonar el país, que estuvo a punto de expirar. Estaba
marginado por la dirección del PCE y cuando quiso despedirse de sus
compatriotas no halló a nadie que le brindara un saludo. El embajador uruguayo
Emilio Frugoni le ayudó personalmente a conseguir el visado de entrada en los
EEUU y otros documentos necesarios para emigrar.
Carlos Díez sufría en aquella época “alarmantes ataques
cardiacos”, que posiblemente eran manifestaciones de una angina de pecho. Díez
fue uno de los primeros españoles que logró salir del país en 1946, acompañado
por su esposa y sus hijas, con rumbo a México. En 1948 abandonó el país azteca,
donde no había logrado integrarse en el seno de la comunidad de exiliados, para
trasladarse a Venezuela y reunirse con dos hermanas suyas, que residían allí.
Al llegar a este país se hizo cargo de la dirección del Sanatorio
Antituberculoso de Oriente, en Cumaná. En 1952, mientras era huésped del Dr. I.
Montes de Oca en la capital de Isla Margarita, se suicidó o le
suicidaron, como especula Tagüeña, tomando barbitúricos. Sus anfitriones le
encontraron muerto, envuelto en un sudario. Carlos Díez fue una gran figura
médica. Dejó numerosas publicaciones dedicadas a diversos temas, especialmente
a la tuberculosis. Su tratado La tuberculosis pulmonar: en el niño y en el
adulto, editado en 1935, fue utilizado como libro de texto en España y
Latinoamérica. En su libro Análisis de una Medicina Socializada, publicado en 1946, a su llegada a
México, demostró un conocimiento riguroso de la organización sanitaria de la
Unión Soviética, que sorprende por su tono elogioso, en flagrante contradicción
con la dura realidad que le correspondió vivir.
Fuente:
Textos e imágenes:
* «Medicina e Historia», nº 1, Año 2009
Blog http://blogs.elnortedecastilla.es/anastasiorojo/
* Carlos Díaz y la Sanidad de la República. Blog. de Anastasio Rojo
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