No fueron heroínas ni persiguieron la
notoriedad. Trabajaron a destajo, en silencio y sin descanso, con el
convencimiento de que la expansión del libro y la lectura propiciarían
la conquista de la justicia igualitaria y el fin de la discriminación
social.
En la revista Luzes, el autor del artículo ironiza como las llamaban los militares y servidores de "infames".
Infame es que no se conozca la vida de nuestra profesora, María Muñoz Cañizo, miembro de nuestra asociación, que conoció a las pedagogas y formadoras soviéticas. Con una fuerte formación humánistica, desató muchos lazos que ataban a las mujeres obreras de aquellos años. Su vida es el ejemplo, como el de miles de integrantes femeninas de la cultura. Tendrán que relatarse muchos más artículos sobre estas vidas olvidadas, porque de ellas, junto con la simiente germinada de nuevas pedagogas y bibliotecarias que aplicarán en las relaciones humanas la unidad dialéctica práctica, surgirá la nueva mujer.
Por Fran Redondo, en Público.es, recogido en gallego de la revista Luzes. Las "infames" bibliotecarias
Formaron un
colectivo que, junto con el de la enseñanza, tal vez represente lo mejor
de aquella república nacida con la primavera y la alegría. Aquellos
hombres y aquellas mujeres que ponían orden en las bibliotecas, en los
archivos y en los museos arqueológicos tenían la seguridad de que
socializar la lectura pública supondría avanzar con paso firme por la
senda democrática, libre y solidaria rojiza por la II República. El
artículo 1º de la Constitución decretada y sancionada en diciembre de
1931 definía el Estado como "una República democrática de trabajadores
de todas las clases". Olvidaron añadir "¡y de bibliotecarios!".
Porque aquellos bibliotecarios, en la mejor tradición libertaria y
obrerista, entendieron la instrucción como un arma de progreso
invencible. Y sabían que la derrota del analfabetismo posibilitaría
asentar el régimen democrático y de libertades instaurado por la
República. Combatir con todas sus fuerzas el 43% de iletrados existentes
en España, según el censo de 1930, fue una tarea tan mayúscula como
prioritaria. Las nuevas autoridades también lo entendieron así. Eran
conocedoras de la inviabilidad del régimen republicano si antes no se
daba una solución idónea al problema de la carencia de instrucción: la
falta de cultura propicia esclavos y mente fáciles de manipular.
Así fue siempre y
como tal se expresó, por ejemplo, Marcelino Domingo, el primer ministro
de Instrucción Pública y Bellas Artes en el Gobierno Provisional, que
hablaba de sembrar sin descanso libros y bibliotecas por toda España. O
su sucesor, Fernando de los Ríos, para quien la lectura era un
salvavidas democrático. Rodolfo Llopis, por su parte, subrayaba que solo
las ciudades eran republicanas, mientras el mundo rural permanecía
aferrado a la tradición y habría que ganarlo para la República mediante
libros y bibliotecas que lo liberarían de su retraso secular y
vergonzoso. Los presupuestos dedicados a la Instrucción Pública no
dejaron de crecer: de los 209 millones de pesetas en 1931 se pasó a los
347 en 1935. Y junto a un espectacular incremento en el número de
escuelas y maestros, florecían bibliotecas y libros allí donde nunca
habían existido.
Más de 5.000 nuevos puntos de lectura surgieron por toda España. Algo
más de 400 en la Galicia. Las Misiones Pedagógicas llevaron lotes de
libros a las pequeñas escuelas del rural y el maestro-bibliotecario
abrió las puertas de la nueva biblioteca a toda la población. La Xunta
de Intercambio y Adquisición de Libros renovó los contenidos de los
fondos bibliográficos ya existentes, equilibrando las materias a favor
de la literatura, la historia, la geografía o las ciencias en detrimento
de los volúmenes que trataban sobre hagiografías de santos,
interpretaciones de la Biblia, comentarios de textos sagrados, etc.
Las políticas
republicanas legislaron a favor del préstamo de libros a domicilio, se
renovaron las técnicas de la biblioteconomía copiando a los países más
avanzados y se facilitaron las estadías en el extranjero a los
profesionales de las bibliotecas con la finalidad de que aprendieran los
últimos avances en la materia. En definitiva, se combatió la biblioteca
erudita, cerrada y discriminatoria y por primera vez se pensó más en el
lector y en la lectura. Para todos. La respuesta de la población fue
más que positiva y esta es una cuestión que suele pasar inadvertida. La
lectura socializada disfrutó de un elevado grado de acogida y el
esfuerzo llevado a cabo por los responsables republicanos se materializó
en unas elevadas tasas en los índices de lectura. Hasta la llegada de
la II República nunca jamás ningún gobierno había colocado en primer
plano la cuestión de la lectura pública, y se hizo además con una
vertiginosidad asombrosa en forma de leyes y decretos.
Ningún poder
público había tomado antes en serio la socialización de la lectura. Por
estas y otras razones no resulta extraño que, tras el golpe de estado de
julio de 1936, libros y bibliotecas fueran considerados botines de
guerra. O como afirmó Josep Fontana: "La República construyó escuelas,
creó bibliotecas y formó maestros; el régimen de 18 de julio se dedicó
desde el primer momento a cerrar escuelas, quemar libros y asesinar
maestros". Tampoco sorprenderá que la Residencia de Estudiantes, la
Universidad, el Ateneo o la Institución Libre de Enseñanza se
convirtieran en enemigos para combatir, al igual que los intelectuales,
que precisamente por serlo tenían una gran responsabilidad en la
tragedia española. Cuanto menos, así lo pensaba Enrique Suñer Ordóñez.
En la opinión de Pedro Sainz Rodríguez, primer ministro de Educación
Nacional del régimen franquista, el principal ministerio donde habría
que entrar a sangre y fuego era el de Instrucción Pública, entre otras
razones porque, tal y como escribía el periódico ABC de Sevilla el 18 de
abril de 1937: "En nada ha sido tan prolífica la monstruosa fecundidad
de la República como en maestras y maestros, no solo laicos, sino
sectarios y amorales".
El cuerpo de funcionarios ¿Y los
bibliotecarios?
El último censo de la etapa republicana, publicado a
finales de 1935, nos informa de la existencia de casi 300 funcionarios
repartidos en apenas 200 establecimientos y agrupados en el Cuerpo
Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos (CFABA).
Conformaban, pues, un pequeño trozo de la Administración del Estado al
que accedían tras superar unas rigurosas y duras oposiciones. Es verdad
que no todos saludaron la llegada de la República y no vieron con buenos
ojos los ánimos innovadores. Algunos provenían de escalas creadas mucho
tiempo atrás —en 1936 aún trabajaban funcionarios que habían superado
sus oposiciones a finales del siglo XIX— y, en general, recelaban de
cualquier tentativa modernizadora, apostando por mantener un absurdo
control social en el acceso a las bibliotecas y a los archivos. En
realidad, vivían muy cómodamente de puertas hacia dentro, defendieron un
sistema erudito y discriminatorio y asumieron un rol de élite copando
los puestos más elevados en la escala de los funcionarios.
Lancha en Galicia de las Misiones Pedagógicas (1934).
Antes y durante el
período republicano fue normal verlos militar en organizaciones como la
Unión Patriótica del general golpista Miguel Primo de Rivera, Acción
Española, Comunión Tradicionalista o Falange Española. Al final de la
Guerra Civil serán los responsables de delatar, investigar, depurar y
proponer sanciones para sus excompañeros. Sin embargo, otros muchos
integrantes del CFABA, nuevos algunos y no tanto otros, tomaron como
propios los proyectos modernizadores propagados por la República,
decantándose decididamente por la universalización de la lectura.
Viajaron con frecuencia por Europa en la búsqueda de las últimas teorías
bibliotecarias. Aprendieron idiomas, ampliaron sus vistazos en tropel
de facetas vitales y, al fin y al cabo, finalizaron comprometiéndose en
la construcción de un Estado democrático, laico y soberano. Incluso con
la guerra ya iniciada, destacaron en la defensa y salvaguarda del
patrimonio artístico y bibliográfico asediado por los bombardeos aéreos
franquistas. También contra los excesos de la revolución. Tales fueron
los casos de Tomás Navarro, Ignacio Mantecón, Teresa Andrés, Consuelo
Vaca, Asunción Martínez Bara, Concepción Muedra o Luis Vázquez de Parga,
integrados en dos organismos creados por la República para la
protección de aquel tesoro amenazado: la Junta de Incautación y
Protección del Tesoro Artístico y el Consejo Central de Archivos,
Bibliotecas y Tesoro Artístico. Cuando finalice la guerra, muchos
pagarán un alto precio por su pasado republicano y antifascista. Para
ellos únicamente quedaba el exilio o la depuración y el castigo.
Represión organizada
La depuración de
los bibliotecarios y archiveros republicanos comenzó antes del final del
conflicto. El 10 de febrero de 1939 el general Franco firmaba la ley
que fijaba las normas para la depuración de funcionarios. Con ella,
además de celebrar la caída de Cataluña en manos de los sublevados, se
buscaba sanear todos los cuerpos que integraban la Administración y,
además, dentro de la dinámica represiva del nuevo régimen, dejar patente
que no habría clemencia para aquellos que se habían opuesto al golpe.
Los indiferentes quedaron avisados. Todos fueron evaluados:
diplomáticos, maestros de escuela y profesores de universidades, jueces,
fiscales, empleados de las compañías de ferrocarril, de las
arrendatarias de tabacos, etc. También los bibliotecarios.
El texto de la ley
fue redactado por un integrista convencido, Eugenio Vegas Latapié, que
tiempo atrás había discurrido un plan para gasear las Cortes
republicanas en plena sesión y más tarde estudió la posibilidad de
atentar contra Manuel Azaña. El objetivo de la ley era claro: alejar de
los aparatos del Estado a todo aquel que mantuviera alguna connivencia
republicana, izquierdista o sindical. Para eso, un destacado integrante
de cada cuerpo de funcionarios fue facultado para indagar en la vida
privada y pública de sus compañeros, tratando de conocer cuáles eran sus
creencias religiosas, políticas y morales, así como también sus
actividades durante el período bélico. Poco importaba el prestigio, pues
todos fueron considerados culpables en primera instancia y todos
debieron demostrar su inocencia para permanecer dentro del Nuevo Estado.
El juez-instructor
nombrado para investigar las actividades de los integrantes del CFABA
fue Miguel Gómez del Campillo. Nacido en Madrid en 1875 e integrante del
cuerpo desde julio de 1899, este excepcional latinista y paleógrafo
alcanzó la dirección del Archivo Histórico Nacional tras un real decreto
en septiembre de 1930. Esa será la sede del juzgado que investigará a
decenas de funcionarios. Porque, entre julio de 1939 y marzo de 1942,
Gómez del Campillo redactará cientos de oficios solicitando información
sobre sus compañeros. Informes dirigidos a alcaldes, gobernadores
civiles y militares, rectores de universidades y decanos de facultades,
jefes locales de Falange, responsables del Servicio de Información y
Policía Militar —el espionaje franquista— y de la Delegación del Estado
para la Recuperación de Documentos. El archivero también invitará al
resto de los funcionarios del Cuerpo Facultativo a prestar declaración
contra sus propios compañeros. Un lamentable ejercicio de delación al
que no faltaron las élites de la profesión: José María Lacarra, Eduardo
Ponce de León, Antonio Sierra, Federico Navarro, Rafael Villaseca...
Tras la separación
definitiva del servicio de aquellos facultativos que ya se encontraban
en el exilio —entre ellos, el compostelano Ramón Iglesia Parga—, el
juez-instructor comenzó su labor contra los funcionarios que habían
permanecido en el país. Un grupo de mujeres excepcionales, gallegas de
nacimiento o adopción, todas ellas bibliotecarias comprometidas con la
causa republicana, pagó un alto coste por su lealtad con el gobierno
constitucional. Dos eran gallegas y fueron depuradas y castigadas. La
tercera ni siquiera tuvo esa suerte.
¿Por qué mujeres?
Pues porque como
afirmó María Moliner, bibliotecaria también depurada y sancionada tras
la guerra, en aquella Valencia capital republicana sitiada por las
fuerzas franquistas "las mujeres valían mucho más que los hombres".
En María Muñoz
Cañizo se juntaron muchos de los demonios que aterrorizaban a los nuevos
defensores de la moral, pues esta bibliotecaria mantuvo, según Gómez
del Campillo, «una conducta escandalosa y libre e izquierdista roja».
Nacida en Madrid el 9 de septiembre de 1903, María era hija y nieta de
gallegos. Su padre, de Mondoñedo, y su madre, de Guitiriz, nunca dejaron
de visitar en los veranos Galicia y la bibliotecaria siempre mantuvo
vivos recuerdos de las playas de Foz y Viveiro. Licenciada en Filosofía y
Letras, ingresó en el CFABA en agosto de 1931. Unida a la Institución
Libre de Enseñanza —cuyos maestros «forjaron generaciones incrédulas y
anárquicas», según José María Pemán—, María se casó con Lorenzo Puga,
maestro de música. Fruto de esa unión nacerá su única hija, María Rosa.
El matrimonio no prosperó y antes de comenzar la Guerra Civil decidieron
divorciarse. Otra razón más para la posterior persecución.
Con
la victoria franquista, María fue llamada a declarar ante el juzgado en
la sede del Archivo Histórico Nacional. Ocurrió el 14 de diciembre de
1939. Debió de ser difícil escuchar que la bibliotecaria «se encontraba
separada de su marido y de su hijo [sic], viviendo en ‘república’ con el
funcionario administrativo que estaba a sus órdenes, sosteniendo con él
relaciones escandalosas». Pero lo peor aun no había llegado: Gómez del
Campillo descubrió su militancia en FETE-UGT, en Cultura Popular
(«organismo ultra- rojo») y, por último, en la Asociación Española de
Relaciones Culturales con la Unión Soviética. También su pertenencia a
Amigos de la Enseñanza Popular para el Fomento de las Escuelas Laicas.
En definitiva, tal y como expresó el juez-instructor, la bibliotecaria
era «izquierdista roja, sin creencias y contraria al Glorioso Movimiento
Nacional». El 5 de marzo de 1940, una orden firmada por el ministro Ibáñez
Martín le imponía a la bibliotecaria el traslado forzoso durante cinco
años a Mahón (Menorca), la postergación por idéntico espacio de tiempo y
la inhabilitación perpetua para acceder a cargos de confianza y
directivos. Tuvo suerte María.
Asesinada en Rábade
Juana Capdevielle, bibliotecaria asesinada por los golpistas en agosto de 1936 en Rábade (Lugo)
Todo lo contrario
le aconteció a Juana Capdevielle, que habría deseado mil expedientes de
depuración. Mas su cuerpo sin vida apareció tirado y cosido a balazos el
18 de agosto de 1936 en un punto del Monte de la Gándara, cerca de
Rábade (Lugo). En concreto, en el kilómetro 526 de la carretera Madrid-A
Coruña. Casi un mes antes de su asesinato, estando detenida en el
cuartel de la Guardia Civil, supo de la suerte nefasta de su marido, el
abogado y gobernador civil de A Coruña Francisco Pérez Carballo: en
Punta Herminia había sido fusilado junto a dos defensores de la
República. Fue el 25 de julio de 1936. Juana, hija de padre francés y
madre navarra, fue una bibliotecaria inteligente, realmente excepcional.
Nacida en Madrid
en 1905, a los 25 años ya era integrante del CFABA. Discípula de Manuel
Naranjo y de Javier Lasso de la Vega, fue la primera mujer que alcanzó
la dirección de una biblioteca de centro —la de la Facultad de
Filosofía— en la Universidad Central madrileña. Además, Juana fue
nominada tesorera de la acabada de crear Asociación de Bibliotecarios y
Bibliógrafos de España y la Xunta para la Ampliación de Estudios le
concedió una bolsa para formarse durante cuatro meses en Clasificación
Decimal Universal en Francia, Bélgica, Suiza y Alemania. Juana
Capdevielle fue asesinada por varias razones, mas la pregunta pertinente
es:
¿Podría sobrevivir una mujer culta e independiente en aquella
España tenebrosa y beata?
Un amigo por el que siento grande admiración
me dijo un día: "En un lugar central de A Coruña debería andar una
imagen de Juana Capdevielle con un libro en la mano". Enrique Rajoy
Leloup —abogado, amigo de Alexandre Bóveda, secretario de la Comisión
Redactora del Estatuto gallego en 1932, separado más tarde de su cátedra
en la universidad compostelana— y María Brey Marino —amiga íntima de
Azaña, fumadora empedernida, amante de la novela negra, bibliotecaria
depurada—, ambos antepasados del expresidente del Gobierno, Mariano
Rajoy Brey, son la prueba irrefutable de que la bondad y la empatía son
condiciones humanas que no se transmiten por herencia genética.
María
Brey nació en la Pobra de Trives en 1910 y con apenas 22 años ya había
ingresado por oposición en el CFABA. Tras un breve paso por la
Biblioteca de la Universidad de Santiago de Compostela, en 1933 ocupó un
puesto en la Biblioteca de la Presidencia del Consejo de Ministros.
Allí permanecerá hasta los inicios de la Guerra Civil. Meses antes de la
victoria franquista contrajo matrimonio con Antonio Rodríguez-Moñino,
confirmando una relación personal e intelectual que se materializó en
diversos ensayos y traducciones. A finales de 1939, las investigaciones
practicadas por Gómez del Campillo concluyeron que María era una
"persona de confianza de las autoridades rojas". Pero una de las
acusaciones asombrosas que pesaron sobre la bibliotecaria fue "esposa de
Rodríguez-Moñino", literalmente. El 11 de enero de 1940 fue llamada a
declarar a la sede del juzgado que instruía su causa.
Allí pudo escuchar
los nueve puntos del pliego de cargos redactado por el inquisidor
archivero. Entre otros, "ultraizquierdista" y "nada afecta al
Movimiento". ¡Incluso fue acusada de no ser detenida en Madrid por los
milicianos! El último día de aquel mes de enero, Ibáñez Martín firmó la
orden ministerial asumiendo todas y cada una de las propuestas
sancionadoras aconsejadas por Gómez del Campillo: postergación,
inhabilitación y traslado forzoso. María fue a parar al Archivo de la
Delegación de Hacienda de Huelva. ¿Qué mejor castigo para una
bibliotecaria que trabajaba en Madrid que enviarla a un archivo de
provincias?
Enlace original en castellano:
https://www.publico.es/luzes/revista-luzes-infames-bibliotecarias.html.
Enlace original en galego:
https://luzes.gal/07/06/2020/en-aberto/as-infames-bibliotecarias/
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