Por @pabloMM en Kaos en la Red.
Una de las primeras decisiones que
tomó Donald Trump tras conquistar el Despacho Oval fue reponer el busto
de Winston Churchill. Es habitual que los presidentes redecoren la
estancia de acuerdo a sus preferencias ideológicas, y tratándose del
ínclito neoyorkino, la faz de un genocida borracho le viene como rata
muerta a cabeza anaranja.
El
antiguo jefe de gobierno del Reino Unido es uno de esos personajes que
ha salido blanco impoluto de la lavadora de los tiempos. “Dejad el
pasado a la historia, pues yo tengo intención de escribirla”, dijo. Y su
palabra se hizo verbo. Cada vez que a Churchill se le atribuye la
autoría intelectual de la derrota de los nazis, Alan Turing y nueve
millones de soldados del Ejército Rojo se revuelven en sus tumbas.
Entre
los párrafos de la historia silenciada, esa que redactan los
vencedores, los dos millones de personas asesinadas de hambre en Bengala
se han convertido en una insignificante mota de polvo que los
aduladores del extinto premier británico olvidan mencionar. Unos años
antes, en 1920, se convirtió en el primer líder mundial en gasear a
población civil. Ocurrió en Mesopotamia (actual Iraq) y perecieron
10.000 personas, víctimas del gas mostaza: “No entiendo estos remilgos
contra el uso del gas. Estoy completamente a favor de usar gases
venenosos contra las tribus incivilizadas”, dijo unos meses antes. Y su
palabra se hizo verbo.
Otra
de las que parece haber salido bien parada del inexorable paso del
tiempo es Madeleine Albright. Esta misma semana, la ciudadana Inés
Arrimadas hacía suyas en las redes sociales unas palabras que la ex
secretaria de Estado de los Estados Unidos pronunció durante una
entrevista con el diario El Mundo: “Lo que vemos en España con Cataluña
ya lo vimos en Yugoslavia”.
Resulta
paradigmático que la líder de un partido que receta, al menos ante la
opinión pública, concordia y buena vecindad para resolver el conflicto
soberanista, amplifique el mensaje de una mujer cuya medicina para los
Balcanes fueron bombas en Belgrado y limpieza étnica en Kosovo. Para
Iraq, en cambio, fue mucho más sibilina, con la imposición de sanciones
económicas y un bloqueo de alimentos que a mediados de los años 90
causaron una auténtica catástrofe humanitaria. “Medio millón de niños
han muerto en Iraq. Eso es más que en Hiroshima, ¿ha merecido la pena?”,
pregunta la periodista Lesley Stahl. “Fue una elección difícil, pero
creemos que ha merecido la pena”, dijo Madeleine Albright. Y su palabra
se hizo verbo.
El ángel del infierno
Supongo
que ya estarán al tanto de la noticia; el titular del Juzgado de
Instrucción número 11 de Madrid ha decidido procesar a Willy Toledo por
un delito de ofensas a los sentimientos religiosos. La última vez que
una persona fue condenada en España por cagarse en Dios sucedió en 1977,
así que sólo falta un peldaño para regresar a los buenos tiempos del
tardofranquismo. La izquierda, así se definen ellos, anda revoltosa ante
semejante ataque a la aconfesionalidad del Estado, y eso que, hace tan
solo unos días, PSOE y Compromís pactaron cederle a la Comisión Islámica
la designación de los profesores que enseñarán islam en los colegios de
la Comunidad Valenciana. En lugar de sacar de las aulas las garras del
catolicismo, meten ahora a los duendes del otro lado del río, para
terminar de transformar lo que debiera ser un centro de pensamiento
crítico en una fábula sacra. Del materialismo histórico a esto.
Pero
regresemos a Willy Toledo. El actor volvió a sacarle punto a su afilada
verborrea en el programa FAQS de TV3. Interpelado sobre la madre Teresa
de Calcuta dijo: “Fue una de las mayores criminales de este planeta”,
entre las risas incrédulas del público. Toledo es un asiduo de la
hipérbole, para magnificar sus mensajes y dejar un poso que perdure más
allá de la volatilidad de las palabras. Si bien es cierto que en la
lista de los mayores sátrapas de la historia hay candidatos de sobra que
superan los méritos de la monja albanesa, no falta a la verdad cuando
señala a la susodicha como un personaje muy alejado de ese ser de luz
que ha quedado grabado en la memoria colectiva.
El
“puto cacahuete”, así fue rebautizada por la revista Mongolia, es otra
de esas grandes personalidades que al igual que Churchill y Madeleine
Albright ha resultado congraciada por la pluma generosa de los
escribanos de la historia.
El
relato le atribuye a la Madre Teresa, nacida como Anjezë Gonxhe
Bojaxhiu, un sentido supremo del compromiso que le hizo abandonar su
vida de familia acomodada para prestar auxilio a los más pobres. Sus
hospicios en los barrios desfavorecidos de Calcuta fueron refugio para
miles de parias, y sus manos, siempre tendidas, el consuelo de los
desahuciados que esperaban la llegada temprana de la muerte.
Pronto
se convirtió en un reclamo electoral para algunos de los más
importantes líderes políticos, convirtiéndose en una figura
internacional que se paseaba por las calles mugrientas de los guetos de
la India con el mismo semblante sereno que lucía en las grandes
alfombras de los palacios presidenciales. Tal fue su magnitud que en el
año 2003, el Papa Juan Pablo II ordenó su beatificación al considerar probado que
sanó con su mera presencia a un enfermo terminal. Trece años más tarde,
ya con el anillo del Pescador en el dedo de Bergoglio, fue declarada
santa en una de esas pomposas ceremonias tan propias del folclore
religioso. Desde entonces, una ampolla con la sangre de la religiosa
reposa a modo de reliquia en el museo del Vaticano.
La
leyenda de la madre Teresa comienza a gestarse en 1968, cuando Malcolm
Muggeridge, un periodista ultraconservador de la BBC, viaja a la India
para conocer el trabajo de la misionera, del que resulta un reportaje
edulcorado con un pestilente trasfondo mesiánico. Otro plumilla de
nombre Malcolm, pero de apellido Otero, y Santi Giménez, han recogido en
el libro El club de los execrables algunos de los
pasajes más desconocidos del relato vital de la monja: “Una
ultracatólica retrógrada que creía necesario el sufrimiento de los
pobres, sólo aceptaba el divorcio en las casas reales, consideraba que
el aborto era el principal problema de la humanidad y adoraba el dinero
de los ricos, a quienes siempre apoyó, incluyendo dictaduras
sanguinarias”.
A
mediados de los años 90, la piel de cordero de la Madre Teresa comenzó a
resquebrajarse debido a un artículo publicado por Robin Fox, editor de
la revista médica The Lancet. Fox, que visitó los
hospicios de Calcuta en 1994, aseguró no haber encontrado a una sola
persona con conocimientos básicos de medicina, situación que provocaba
que los pacientes fueran incorrectamente diagnosticados, hacinados en
estancias donde se mezclaban a los enfermos terminales y con dolencias
contagiosas, con otros potencialmente curables. Las afirmaciones de Fox
fueron respaldadas dos años después por Mary Loudon, investigadora de la
British Medical Journal y voluntaria de la congregación de la monja en
Calcuta, quien describió una serie de prácticas aberrantes, como la
reutilización de agujas hipodérmicas, la negación de analgésicos o las
pésimas condiciones de salubridad de los hospicios.
Uno
de los mayores detractores de la religiosa fue el periodista y escritor
británico Christopher Hitchenks, que acunó el sobrenombre de “el ángel
del infierno”. Hitchenks es autor de The misionary position: mother Teresa in theory and practice,
un libro que jamás ha sido editado en castellano y donde califica a la
madre Teresa como una “entusiasta de la pobreza”, aunque se codeaba con
algunas de las fortunas más pornográficas del planeta. Era una habitual
en las recepciones de François Duvalier, más conocido como Papa Doc,
dictador de Haití desde 1964 hasta su muerte en 1971, momento en el que
fue sucedido por su hijo Jean Claude, o Baby Doc, quien mantuvo la
tiranía en el país hasta su derrocamiento en 1986. “Los Duvalier aman a
los pobres”, dijo la madre Teresa.
Entre
sus acaudalados mecenas también figura el nombre de Charles Keating,
conocido como “el rey del bono basura”. A finales de los años 80,
Keating estafó 3.000 millones de dólares a 23.000 inversores, en lo que
fue uno de los mayores escándalos financieros en el país norteamericano.
Cuando fue detenido, la madre Teresa envió una carta al juez que se
hizo cargo de la investigación: “No sé nada de los negocios de Charles
Keating, pero sé que ha sido generoso con los pobres de Dios”. La
religiosa adolecía de una doble vara de medir que oscilaba según fuera
el personaje al que sometía al juicio de sus dogmas. Mientras que en
1996 se desplazó hasta Irlanda para apoyar a los contrarios a la
legalización del divorcio, meses después bendijo la separación de la Princesa Diana de Gales, también filántropa de su causa.
Según
su visión fundamentalista de la fe, la miseria y el sufrimiento son
experiencias que deben ser aceptadas como parte de la providencia
divina. Así se lo hizo creer a los heridos en la catástrofe de Bhopal,
sucedida el 3 de diciembre de 1984 en esta región homónima de la India.
Una fuga en la fábrica de pesticidas de la Union Carbide provocó la
muerte de 12.000 personas y dejó heridas a otras 600.000. Animada por
intereses desconocidos, presumiblemente espurios, la madre Teresa se
desplazó a la zona para ofrecer consuelo a las víctimas; “Perdonad,
perdonad”, les repetía una y otra vez. Tal fue la insistencia que muchos
de los afectados decidieron no iniciar acciones legales contra la
empresa, circunstancia que devengó en que una de las mayores tragedias
del país se solucionara con ocho consejeros de la empresa condenados a
dos años de prisión y al pago de unas multas que oscilaban entre los
8.000 y los 10.000 euros. Por su parte, la corporación, propiedad al 51%
de un grupo estadounidense, pactó una indemnización de 470 millones de
dólares que fueron a parar al bolsillo de los políticos, mientras los
heridos tuvieron que pagarse del suyo propio los elevados gastos
médicos.
Precisamente
es en el tema pecuniario donde la labor de la misionera es
especialmente oscura. Resulta imposible calcular con exactitud cuánto
dinero llegó a acumular la congregación; lo intentó el semanario alemán
Stern, pero el Gobierno indio se negó a facilitar los datos alegando que
se trataba de información confidencial; lo intentó la Hacienda
británica, pero esta vez fue la Banca Vaticana, institución a la que
fueron transferidos los fondos de la comunidad tras el fallecimiento de
su líder, quien se opuso a esclarecer el entuerto. En el ya mencionado Club de los Execrables recogen
las palabras de una ex trabajadora de la orden en el barrio neoyorquino
del Bronx, que cifra en 50 millones de dólares la fortuna de las
Misioneras de la Caridad, sólo en los Estados Unidos.
Son
estas declaraciones, de antiguos colaboradores, las que han ayudado a
destapar la cara menos visible de la Madre Teresa. Declaraciones como
las de Colette Livermore en su libro Hope Endures: Leaving Mother Teresa, Losing Faith, and Searching for Meaning,
donde califica a la religiosa como una “teóloga del sufrimiento” que
prohibía a las monjas buscar información médica porque “Dios ama a los
débiles e ignorantes”.
Existen decenas de testimonios similares y todos
coinciden en señalar el empeño de la albanesa por dotar al sufrimiento
de un halo de romanticismo decadente. En 1995, el periodista español
José Bustamante transcribió una conversación entre la misionera y un
enfermo terminal de cáncer, que agonizaba en uno de sus hospicios:
– Estás sufriendo, como Cristo en la cruz, así que Jesús debe estar besándote.
– Por favor, madre, dígale que pare de besarme.
Pero esta vez, su palabra, la de un nadie, no se hizo verbo.
Paradójicamente,
cuando por su salud era la doliente, no resultó ser tan partidaria del
sufrimiento. En dos ocasiones visitó sendos hospitales de California; en
1991, cuando fue tratada de una neumonía, y en 1997, debido a sus
problemas cardiacos. Según un estudio publicado por investigadores de
las universidades canadienses de Ottawa y Montreal, la religiosa recibió
cuidados paliativos en los últimos años de su vida. Para Christopher
Hitchenks, esta incongruencia se debe a que la madre Teresa apreciaba el
padecimiento, siempre y cuando el enfermo fuera pobre, y ella estaba
muy lejos de serlo.
“Nuestros
sufrimientos son caricias bondadosas de Dios, llamándonos para que nos
volvamos a él, y para hacernos reconocer que no somos nosotros los que
controlamos nuestras vidas, sino que es Dios quien tiene el control, y
podemos confiar plenamente en él”, dijo. Y su palabra se hizo verbo.
Enlaces:
No hay comentarios:
Publicar un comentario