No era la primera vez que viajaba a Gran Bretaña, aunque sí la primera que lo hacía para esta nueva compañía petrolera. Su inglés era excelente, sin dudas. Pero además, y fundamentalmente, era su preparación gerencial la que lo había llevado a ocupar ese puesto: director de relaciones comerciales internacionales. No era común que alguien a los 35 años pudiera llegar allí.
Piotr Petróvich siempre había destacado en todo lo que hacía. Ser el nieto de uno de los soldados más famosos de la Gran Guerra Patria no era cualquier cosa: en los años de la Unión Soviética le había deportado muchas satisfacciones. Ahora, en la Rusia capitalista, también había sabido aprovecharlo. Su abuelo había sido uno de los muchachos –veinteañeros en aquel entonces, acompañando a Melitón Varlámovich Kantaria y Mijaíl Yegórov– que aparecían en la hoy día ya mítica foto de los soldados soviéticos colocando la bandera roja en lo alto del Reichstag, en Berlín, marcando así el final de la aventura nazi y el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Años atrás, Piotr Petróvich había sido un activo militante de la Juventud del Partido Comunista. Comprometido, estudioso, siempre listo para cualquier actividad, era un ejemplo para todos sus compañeros. La imagen de su abuelo, Gavrilovich Mishe, que le relatara una y mil veces anécdotas de la guerra y de la granja colectiva donde luego trabajara, continuaba aún hoy siendo uno de sus principales guías, más aún que la de su padre.
Con la caída del socialismo Piotr Petróvich había entrado en shock. No podía entender cómo una potencia tan sólida, con principios tan arraigados, heroicamente vencedora de la monstruosa guerra que se había librado en su contra, podía caer casi sin pena ni gloria. Él se sentía hondamente un militante comunista. En el momento de la desintegración, cuando el presidente Yeltsin lo anunciaba, por más de una semana no le dirigió la palabra a nadie, absolutamente a nadie. Se encerró en un cuarto de su casa y bebió vodka como nunca antes lo había hecho ni nunca jamás lo volvería a hacer.
En un momento de esa crisis incluso llegó a pensar en suicidarse. Pero desde que, al año siguiente de la caída, conoció la obra de ese mezquino pensador estadounidense de origen japonés que preconizaba el fin de la historia, algo se disparó en él dotándolo de una nueva fuerza, infinitamente más arraigada que las anteriores convicciones. “¿Cómo «el fin de la historia»? ¡Está loco! La historia nunca termina”, se decía con fiereza.
Con motivo de los enormes cambios que sufría el país para esos momentos, Piotr Petróvich perdió su trabajo como administrador de una fábrica de botas en Moscú. Desesperanzado de todo, tuvo que hacer increíbles esfuerzos para no dejarse arrastrar por la tentación de beber. Su primer hijo, en ese momento el único, Vassily, sufrió grandes penurias por la desocupación de su padre. El salario de su madre –profesora de escuela media– de pronto cayó a menos de la mitad, por lo que toda la familia muy magramente pudo sobrevivir con ese único ingreso. Debieron pasar casi diez años para que Piotr encontrara un buen puesto. Fue ahí cuando llegó la hija: Lidochka.
Su indiscutida capacidad le permitió afrontar el temporal en los peores momentos. Haciendo tremendos sacrificios, tanto él como su compañera Stasia, pudieron mantener vivo a Vassily, y pese a lo tormentoso que se había vuelto todo, sobrevivir ellos de algún modo. Por absoluta capacidad personal, sin apelar a ningún contacto ni recomendación –Piotr Petróvich siempre había sido mortal enemigo de esos favoritismos dentro del Partido, de aquí que fuera un acérrimo crítico de la Nomenklatura– logró entrar en esta nueva empresa petrolera privada.
Era una compañía pequeña, fundada por ex funcionarios soviéticos de segunda línea. No disponían de enormes capitales, pero sí tenían muchas relaciones, tanto en Rusia como en el extranjero, lo que les permitía moverse con soltura. Ahora habían seleccionado muy cuidadosamente a ciertos cuadros para intentar relaciones con inversionistas extranjeros. El primer disparo era hacia Gran Bretaña.
Dado que Piotr Petróvich era un maestro para el arte diplomático, se había confiado en él para este primer acercamiento: viajaba a Londres para verse con funcionarios de primera línea de la Royal Dutch Shell. Iba acompañado por su asistente, el joven Rishim Fedyenka. Había fuertes expectativas sobre lo que se podía lograr; la carta que ofrecían los empresarios rusos era conseguir de Moscú derechos de prospección para nuevos campos petroleros en Siberia que, de ser rentables, explotarían conjuntamente el gigante anglo-holandés con esta nueva empresa rusa. El porcentaje que había que dejar al gobierno ruso ya se había negociado en un 7,5% de las ganancias de los diez primeros años.
A Piotr Petróvich le dolía muy profundamente en lo más recóndito de su alma ser parte de estos negociados; se sentía un traidor a la patria, a sus ideales, a las enseñanzas de quien para él seguía siendo un héroe, su abuelo Gavrilovich Mishe. Un comunista no podía hacer eso. Pero… “había que vivir”, se convencía a sí mismo. Más aún ahora que había llegado la pequeña Lidochka. Ante la crisis, antes que Piotr entrara a esta empresa, su esposa Stasia había ofrecido, muy honestamente, viajar a Europa occidental para prostituirse. Al menos, sólo por un tiempo, para salir de la crisis. Aún estaba joven y bonita, y eran numerosas las mujeres rusas que lo hacían, a punto que ya se había perdido el pudor. Piotr lo desestimó de un tajo. “¡No podemos caer tan bajo, con todo el respeto por las trabajadores sexuales!”… La oferta de su compañera más la petulancia del grito triunfal de ese intelectual estadounidense lo llenaron de tal odio, de tal consternación, que dentro suyo le fue naciendo un inconmensurable, monumental deseo de venganza. “¿Quién dijo que el odio no es bueno? A veces puede ser el mejor, quizá el único medio para ponernos en marcha” reflexionaba amargado.
Según se había pactado entre los ex jerarcas de gobierno –ahora jerarcas empresariales– y los funcionarios británicos y holandeses, sería una sorpresa quién recibiría al enviado ruso. Piotr Petróvich no se lo imaginaba. Con su asistente dedicaron buena parte de las horas del viaje en el avión a intentar descifrar la sorpresa, pero no se atrevieron a formular un vaticinio cierto. Se dejarían sorprender entonces.
La cita fue en el lujoso Great Northern Hotel. Luego de dormir la primera noche y descansar y aclimatarse toda la mañana siguiente, después del almuerzo, un día martes se dio el encuentro. Quien representaba a la petrolera británico-holandesa llegó con su pequeño séquito –seis asistentes– exactamente a la hora pactada, vestido con una elegancia que parecía más de un noble que de un ejecutivo de empresa. Era mayor que Piotr Petróvich; cincuentón, atlético y mirada penetrante, peinaba canas. El broche en la solapa del saco era de oro puro del más alto quilate.
Los rusos estaban vestidos para la ocasión, pero había una diferencia en el porte con sus anfitriones que se percibía a simple vista. Piotr Petróvich nunca se había esmerado especialmente por su indumentaria. Cuando estaba por estrechar las manos de sus colegas extranjeros se dio cuenta que llevaba puesto un calcetín de distinto color en cada pie. “Bueno…, pero yo no vengo a modelar”, se dijo convenciéndose.
La sorpresa fue grande, pero el recibimiento fue solo un tímido inicio. La sorpresa iría paulatinamente en aumento. No se esperaba ser recibido por un hablante de perfecto ruso, ni tampoco con un buen vaso de vodka. Como la conversación inmediatamente se redujo a un diálogo entre ellos dos –Piotr Petróvich y su canoso y elegante interlocutor–, el visitante moscovita no tuvo empacho en continuar hablando en ruso, olvidándose del resto del grupo. O, al menos, de los acompañantes del funcionario de la compañía Shell, de quienes no sabía si también hablarían esa lengua. A su asistente no le dio el más mínimo chance de participar en la conversación.
“Me sorprende su admirable manejo del idioma ruso; no parece usted extranjero”, dijo como cumplido Piotr tratando de ser amable mientras se despachaba su primer vaso de vodka.
“Es que…en realidad no lo soy. Y a mí, mi estimado representante, me complace muy gratamente tenerlo aquí, en esta capital occidental, porque eso quiere decir que las cosas están cambiando mucho en mi país, y están cambiando para bien, lo cual me alegra sobremanera”.
Había algo en la expresión, en la actitud general de ese impecable rusohablante que a Piotr Petróvich le desagradaba. No podía decir qué era, pero sabía que algo lo molestaba muy profundamente. Tal vez sus modales tan refinados, sus uñas tan cuidadas, su camisa tan perfectamente planchada. Por otro lado, esta muestra de efusividad por los cambios en el país no la podía digerir (como tampoco podía digerir los cambios en curso, aunque ahora representara a una empresa privada).
“Entonces… ¿usted es ruso?”, preguntó con cierta timidez.
“¡Por supuesto! Ruso de todas las Rusias, ¡y no soviético!, tal como se debe ser correctamente”, espetó altivo el anfitrión. Sus acompañantes parecían no entender el idioma en que se desarrollaba la conversación, por lo que permanecían distantes. Rishim Fedyenka, el ayudante de Piotr, a quien nunca se dirigía este elegante ruso de quien no se sabía aún la identidad, también mostraba desinterés por lo que se hablaba.
Lo que sí era evidente es que el anfitrión no comulgaba con la Unión Soviética; su expresión de alegría cuando habló del quiebre del primer Estado obrero fue inocultable.
“Esperemos que ahora vengan tiempos mejores en mi querida madre patria. ¿Para qué le voy a mentir?”, expresó de pronto con aire sombrío el funcionario petrolero. “Sigo albergando la esperanza de volver a ser lo que mi tío-abuelo Nicolás nunca debería haber dejado de ser”. El rostro de Piotr Petróvich se contrajo amargamente.
“¿Su tío-abuelo, dice?... ¿Nicolás?”. Por un instante quedó mudo y sintió la necesidad de otro vaso de vodka. Pero no se atrevió a pedirlo. “¿Su tío-abuelo? Entonces, por casualidad… ¿usted es Romanov?”, preguntó Piotr sin poder creerlo, buscando la mirada cómplice de Rishim Fedyenka, pero éste parecía absorto en cualquier otra cosa menos en la conversación que estaba desarrollándose frente a sus narices.
“¡Así es!, mi querido amigo Piotr Petróvich Ivánovich: está usted ante el Príncipe heredero Fyodor Gennadi Romanov. Seguramente ahora, con los cambios que están teniendo lugar, en un día quizá nada lejano volveré a ser Su Excelencia, y ustedes dos –lo dijo sin dirigirle la mirada a Rishim Fedyenka– serán nuevamente súbditos de su Alteza el Zar”. Conforme iba hablando, se le iba encendiendo el rostro y alzaba más y más la voz.
Piotr Petróvich sintió que le hervía la sangre. No sabía bien cómo actuar, si responder con una sonrisa benevolente, si insultarlo y defender la Gran Revolución Socialista de Octubre –que, estaba seguro, no había terminado sino sólo sufrido un golpe y que regresaría tarde o temprano– o simplemente pasar al tema comercial que los traía. Optó por este último.
“Sí, puede ser. ¿Y qué tal si hablamos de los negocios del petróleo, Romanov?”, se apuró a intervenir Piotr, bajándole totalmente el perfil a lo recién expuesto por el descendiente de la familia real.
Como si nada hubiera dicho Piotr Petróvich, Romanov continuó en la misma sintonía. “¿Y cómo ve usted todo lo que está sucediendo ahora en nuestra amada Rusia?”
“Mire, para serle franco, yo no conozco nada de política. Simplemente soy un administrador de empresas, y ahora vengo como enviado para negociar algunos puntos comerciales con su compañía”, dijo con modestia Piotr Petróvich. Buscaba evitar a toda costa una profundización del tema político, eso sobre lo que inquiría insistente Romanov.
Pero el presunto noble no tenía la más mínima intención de hablar de otra cosa que no fuera la situación de Rusia. No estaba claro si la transacción comercial en torno al petróleo entraría en la agenda. Por su insistencia, parecía que no.
Sin dignarse siquiera a mirar a Rishim Fedyenka, hablándole solo a Piotr Petróvich, con tono enérgico volvió a preguntar.
“Pero, ¡¿cómo?!, camarada Ivánovich: ¿todo un cuadro del desintegrado Partido Comunista de la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas que no quiera hablar de política? ¡No se lo puedo creer!”
Dicho esto, cuatro de los asistentes de Romanov se levantaron de sus sillas, y profiriendo un ruido que podría haberse interpretado como una disculpa, se retiraron. Rishim Fedyenka, confundido, buscó la mirada de Piotr buscando alguna indicación de qué hacer. Piotr, con un movimiento de su mano, le indicó que se retirara.
“Bueno, no sé de qué se tratará exactamente todo esto, Romanov, pero dígame cómo es el juego. ¿Hablamos de negocios o no?”, preguntó exigente el joven enviado.
“Todo a su debido tiempo, mi amigo. Todo a su debido tiempo”, dijo con serenidad pasmosa Romanov. “Por supuesto que hablaremos del petróleo, de los negocios, de nuestras inversiones. Pero antes quiero saber de primera mano, de alguien como usted que fue un comunista y ahora trabaja para la iniciativa privada, ¿cómo están las cosas? ¿Otro vodka?”
Piotr Petróvich se encontraba confundido. No sabía si esto era un montaje, un chiste de mal gusto, una forma de obligarlo a negociar bajo presión y ceder demasiado a la Shell…, o la locura de un chiflado que se sentía descendiente del Zar. ¿O era realmente el heredero del Zar y estaba preparando su regreso? No quería reaccionar intempestivo, porque eso ponía en peligro todo: la transacción, su puesto en la empresa rusa, quizá su vida. ¿Por qué se habrían retirado cuatro de los seis acompañantes?
“Vea, Romanov: si quiere que hablemos de todo eso… Bueno, con gusto: pero le pediría que se retire toda su gente y conversemos sólo nosotros dos, ¿sí?”
“Concedido”, asintió Romanov. Con un leve gesto de su cabeza indicó a los dos asistentes que aún permanecían en ese reservado del lobby del hotel que se retiraran, cosa que hicieron al momento.
“Pues bien: ¿qué es lo que quiere saber exactamente, Romanov?”. Piotr sentía que los músculos de la cara se le tensaban no pudiendo disimular su malestar. Él solo, sin mediar palabra, se sirvió un nuevo vaso de vodka, más lleno que el anterior.
“Lo que acabo de decirle: ¿cómo ve usted la situación por allá? ¡Y por favor, sea sincero!”
“¿Cómo la veo? Mmmm…, está difícil decir eso en pocas palabras.”
“¿Quién dijo que tienen que ser pocas palabras? ¡Tómese todo el tiempo que desee! No tengo apuro”
“Pues bien: la verdad… está complicado”. Era evidente que Piotr Petróvich no quería hablar con franqueza. Estaba desconcertado: en lo más íntimo de sí repudiaba todo lo que estaba pasando en su país. Más aún: desde cierta clandestinidad trabajaba para revertir la situación, para el retorno del socialismo, pero la fuerza de los acontecimientos se imponía con tal magnitud que no podía escapar a la lógica que marcaba el mercado, ahora nuevo dios dominador. Haber tenido que formar parte de una empresa privada compuesta por ex cuadros del Partido Comunista y tener que estar ahora hablando cara a cara con un descendiente del Zar no le parecía posible. En todo caso, le resultaba una pesadilla agobiante de la que no sabía cuándo iba a salir. Pero la pesadilla estaba ahí, bien vestida, con un vaso de vodka en la mano y preguntándole con cara glaciar sobre aspectos que Piotr prefería evitar, que no se atrevía a nombrar en voz alta en un lujoso hotel de Londres.
“¿Complicado? Y… ¿por qué?”, dijo Romanov con aparatosa indolencia.
“Bueno…, esteee, es que se van perdiendo los logros de la Revolución”.
Romanov reaccionó airado, dando un furioso golpe sobre la mesa. “¿¡Logros!? ¿Qué logros?”
Llegado a este punto, Piotr Petróvich ya no pudo controlarse más. Con fuego en la mirada, amenazante, casi gritando respondió con vehemencia:
“¿Qué logros? ¿Y todavía puede tener el descaro de preguntarlo, pedazo de parásito? Todo un día no nos alcanzaría para que le cuente todos los logros que tuvo la Revolución luego que los sacaron a ustedes del poder. ¿No se enteró que la Unión Soviética era una potencia mundial? Lo que su familia, cuando gobernaba el país, no pudo ni quiso hacer, la heroica Revolución Socialista de Octubre de 1917 sí lo consiguió. Las 15 repúblicas que conformaban la Unión Soviética terminaron con el hambre, con la pobreza, con el analfabetismo y el atraso de millones y millones de trabajadores. ¡¿O no se enteró de eso, prospecto de Zar?! La Unión Soviética tuvo no sé cuántos Premios Nobel, desarrolló la ciencia, avanzó, fue un ejemplo para la Humanidad, fue pionera en investigación espacial, desarrolló la energía nuclear, trató a su población como seres humanos y no como bestias, tal como hacían ustedes los llamados nobles. ¿Quiere que continúe con los logros? En el primer Estado obrero del mundo ya nadie pasó penurias, nadie se quedó sin techo, nadie pasó frío y durante 70 años el pasaje del metro no aumentó un céntimo. Tuvo los mejores atletas del mundo, grandes científicos, grandes artistas. El arte dejó de ser un lujo y cualquier trabajador podía apreciar el Bolshoi o la Filarmónica de Moscú, esas glorias de la cultura universal. ¡Y le digo más, Romanov! Con el esfuerzo maravilloso de toda una población y veinte millones de camaradas muertos, ¡veinte millones!, ¿me escuchó?, con ese supremo, heroico, inmortal esfuerzo, se detuvo el avance del fascismo por la faz del planeta en la Gran Guerra Patria. ¿No se había enterado de todo eso, camarada?”
Por un instante se hizo un silencio sepulcral. Muchas personas cercanas al reservado del salón donde se encontraban, aunque sin entender el ruso en que hablaban, tornaron sus miradas y oídos hacia los dos hombres por lo impetuoso de la discusión. Algunos de los asistentes de Romanov, al escuchar que las palabras de Piotr Petróvich se encendían cada vez más, se acercaron rápidamente intuyendo algún peligro.
“Sí, todo lo que usted quiera, mi querido amigo”, preguntó Romanov con tono burlesco. “Pero ¿por qué cayó entonces esa “maravilla”, tal como usted la llama?”
“¿Quién dijo que cayó? En todo caso, como nuestra canción Kalynka maya, ya famosa en todo el mundo hoy día, y que me imagino aquí en Inglaterra conocen bien dado que uno de nuestros nuevos magnates rusos, que compró un equipo de fútbol de este país, gusta ponerla antes de cada partido; bueno, como Kalynka maya, la revolución tiene momentos lentos y momentos rápidos. Ahora estamos pasando por uno de esos momentos lentos, donde pareciera que nos detuvimos. Pero ya agarraremos velocidad, Romanov, como en la canción. ¡Ya lo va a ver!”
“¡Qué poético!”, volvió a burlarse Romanov.
“Búrlese, si quiere. Pero parásitos como ustedes ya no volverán nunca jamás a mi patria. Y si vuelven… ¡tendrán que trabajar para comer!”.
“¿Y por qué está haciendo negocios ahora con una gran empresa capitalista para la que yo trabajo, de momento, hasta regresar a San Petersburgo como dios manda cuando vuelva a reinar? ¿No era que se había terminado el capitalismo en Rusia?”, preguntó el descendiente del Zar, ahora con tono sombrío.
“No se haga ilusiones, Romanov. La gente no es estúpida. Los primeros años de la restauración quedamos boquiabiertas con los espejitos de colores que nos llegaron; pero ya pasó eso. Ahora, cuando el hambre y el frío aprietan, ya vimos lo que pueden ser ustedes, lo que puede ofrecernos la empresa privada, la Shell o la Coca-Cola. El socialismo, como el pasaje lento de Kalynka maya, de momento está dormido, pero ya va a tomar velocidad de nuevo. Créame que ya en varias encuestas, tres terceras partes de la población se manifestó por la vuelta a lo que perdió, lo añora, lo espera de nuevo. Estamos en el momento lento, señor Zar.., pero ya Kalynka maya va a volver a tomar impulso”, arengó Piotr Petróvich con su dedo índice admonitorio. Romanov enrojecía cuando lo escuchaba.
El joven Rishim Fedyenka nunca pudo explicar exactamente qué pasó. Esa noche, luego de la acalorada discusión entre su jefe Piotr Petróvich y el Príncipe heredero –al menos quien con ese nobiliario título se había presentado– subieron juntos al piso donde tenían sus respectivas habitaciones, él y el delegado de la petrolera rusa. Cuando Rishim le preguntó cómo había terminado la que parecía una acalorada discusión con Romanov, Piotr Petróvich se fue por la tangente y no le contestó. Escuetamente se limitó a decirle que al día siguiente a las 9 horas se reunirían nuevamente ambas partes en el lobby del hotel, por lo que le rogaba estar puntual en esa cita, ya desayunado.
Sin preguntar más nada esa noche, visto que la situación no lo permitía, Rishim cumplió con lo que se le pedía. Media hora antes de las nueve ya estaba preparado, esperando a su jefe y a la gente de la petrolera anglo-holandesa. Con unos minutos de antelación a la hora pactada comenzó a percibir el movimiento. Piotr aún no llegaba, y los acompañantes de Romanov se mostraban especialmente alterados. Con discreción al principio, crecientemente alarmados luego, todos hicieron pública su desesperación. Los agentes de seguridad del hotel se movilizaron, creándose un clima de zozobra general. Ya no era posible ocultarlo: habían desaparecido Piotr Petróvich y Fyodor Gennadi Romanov, que también se hospedaba en el Great Northern, sin dejar el más mínimo rastro. En unos minutos más, ya todo el hotel estaba conmocionado.
Como suele suceder en casos similares, la prensa llega a la escena de la noticia antes que la policía. Efectivamente, cuando apareció el primer vehículo policial ya había personal de dos canales televisivos, de una radio y de dos periódicos cubriendo la nota: habían desaparecido como por arte de magia sendos funcionarios de dos petroleras, el ciudadano ruso Piotr Petróvich Ivánovich, de Petróleos de Rusia S.A., y el ciudadano británico de origen ruso Fyodor Gennadi Romanov, de la Royal Dutch Shell, descendiente directo del último Zar de Rusia, Nicolás II. El personal subalterno de ambos cuadros gerenciales no se explicaba qué había pasado.
Luego de una semana de infructuosa búsqueda en todo Londres y zonas aledañas por parte de la policía y fuerzas especiales, Rishim Fedyenka fue llamado por sus superiores para que regresara a Moscú. Sin dejar de haber pasado por un par de interrogatorios con Scotland Yard, el joven ruso marchó de regreso a su país. Nunca fue realmente sospechoso para la policía británica, pero las reglas de procedimiento indicaban que también debía ser interrogado, tal como se hizo.
Ya en Moscú, juró y perjuró que no tenía la más remota idea de qué podía haber sucedido. Contó la discusión que había tenido lugar aquella tarde, sin que pudiera aportar mayores detalles puesto que se había movido del lugar donde la misma se había desarrollado. Indicó que sospechaba que algo andaba mal, pues su superior inmediato, Piotr Petróvich, había sido inusualmente parco y no le había dado ningún detalle de lo acontecido, cosa que le llamó la atención, pues era evidente que la reunión no había sido serena, y mucho menos, de negocios. Pero más que eso no podía decir. Por supuesto, fue puesto bajo discreta observación de los servicios de inteligencia rusos, sin que se le informara nada, obviamente. Pero luego de pormenorizados seguimientos, nada pudo comprobarse respecto a su participación en esas misteriosas desapariciones.
Tres semanas después de la “pérdida” de ambos hombres, llegó el primer comunicado simultáneamente en Londres, Moscú, Nueva York y Pekín, escondidos con discreción en distintos lugares públicos: un grupo revolucionario de acción armada no musulmán –Retorno del Socialismo– se reivindicaba autor del hecho y pedía diez millones de euros como rescate por el funcionario ruso-británico. Finalmente la empresa pagó ocho.
En Washington causó mucho malestar que el monto solicitado se hubiera pedido en euros y no en dólares; eso evidenciaba una pérdida de poder. Romanov finalmente apareció, barbudo y bastante demacrado, en un suburbio de Nápoles, Italia. De Piotr Petróvich no se supo más nada. Stasia se considera viuda aunque, en verdad, nunca volvió a formar pareja, y nunca le faltaron recursos para seguir criando a sus dos hijos. Esporádicamente hace viajes cortos, sin Vassily ni Lidochka, y desaparece de la ciudad por un par de días. La policía y los servicios de espionaje, que siempre la mantienen bajo control, han dicho que en reiteradas ocasiones habla del retorno del socialismo, y días pasados dio una charla en un sindicato en San Petersburgo que tituló “Kalynka maya: metáfora de nuestras luchas”.
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