Pocos folletos han alcanzado tanta repercusión y popularidad en la historia como el opúsculo de Stalin «Los Fundamentos del Leninismo».
Durante un período de unos 6 ó 7 lustros (aproximadamente de mediados del decenio de los veinte a la segunda mitad del de los cincuenta), ese escrito fue el evangelio de (literalmente) millones de militantes comunistas, incluyendo cuadros de partidos revolucionarios que alcanzaron el poder en un tercio del planeta, más otros que --aun derrotados a la postre-- en un momento lo estaban ejerciendo en porciones amplísimas de sus territorios nacionales (así en Indonesia, Malaya, Tailandia, Birmania, las Filipinas), junto con otros que dirigían movimientos de cientos de millones de personas humanas en la India, Suráfrica, Brasil, Perú, Chile, México, etc.
Cabrá contrastar las virtudes o los defectos del trabajo aquí publicado en comparación con unos u otros escritos del mismo autor o de otros líderes comunistas rusos de esa época, como Lleñin, Trotski, Bujarin, Zinoviev o Kámenev. Cada uno tiene su estilo, sus características, sus cualidades y sus limitaciones. Cabrá también plantearse cuánto de todo aquello pueda guardar vigencia en el mundo de hoy y cuánto ha periclitado. Mas lo que habría de estar claro, de entrada, es que ningún escrito tuvo tantos lectores y tan influyentes en la lucha anticapitalista y en la cultura de las masas laboriosas, ni en nuestra época ni en ninguna otra, como este opúsculo de Stalin.
Texto básico en las escuelas de cuadros que producían hornadas de cientos de miles, si no de millones, de líderes revolucionarios, este opúsculo habrá tenido cien o mil veces más lectores que el libro más popular de León Trotski, p.ej. Y sin embargo hoy es inencontrable. El lector interesado en estos temas --sea por curiosidad histórica o porque juzgue que la lectura de obras así sigue siendo valiosa para orientarse en las tareas del pendiente empeño por una transformación social-- sabe que puede hallar en librerías (de viejo o de nuevo), en puestos callejeros, en bibliotecas, numerosos libros de Trotski, y todavía libros de Lleñin; más infrecuentemente libros de Bujarin. Hallar los de Stalin es poner una pica en Flandes. O sea, que casi casi parece como que el grado de encontrabilidad de textos de los clásicos revolucionarios rusos fuera inversamente proporcional a la influencia histórica de los textos en cuestión.
Cae fuera de los límites de esta Nota introductoria debatir con hondura acerca de las causas de esa curiosa situación. Séame permitido decir al respecto no más unos pocos párrafos.
Los círculos dominantes (el inextricable conglomerado mafia-oligarquía financiera) usan como su principal bandera en antistalinismo. Dentro del movimiento anticapitalista muchos juzgan que Stalin fue un monstruo que deformó y desfiguró la dictadura bolchevique convirtiéndola en una dictadura en su propio beneficio o en el de una capa privilegiada de burócratas (tesis de Trotski: la URSS fue un «estado obrero degenerado») o de una nueva clase de «burguesía burocrática» o algo así (tesis de Milovan Djilas, reelaborada luego por los maoistas). Mas aun esas personas reconocerán que, efectivamente, el antistalinismo es una bandera de la burguesía en el poder: desacreditar lo que fue la dictadura de Stalin, lo que significó en la vida de Rusia y en la de los pueblos del planeta, hacer ver que fue la experiencia de una tiranía trágica, negativa, amarga. Lo que quieren destacar los antistalinistas dentro del movimiento anticapitalista es que aquel fue un pseudosocialismo que poco o nada tuvo que ver con el socialismo auténtico. Mas esa línea de defensa es bastante vulnerable. Porque si aquello a que en realidad dio lugar la lucha de tantos millones de abnegados luchadores anticapitalistas fue un poder de esas odiosas características, si nunca --o sólo brevísimamente-- se consiguió fraguar una situación político-social más justa, más favorable a las masas afligidas y desheredadas, si, no más alcanzarse lo que parecía ser el primer triunfo de la clase obrera, éste se echaba a perder y degeneraba rapidísimamente en algo hediondo y repugnante, si todo eso es así, entonces, desde luego, gana plausibilidad la tesis de que ese empeño por una sociedad sin injusticias ni desigualdades sociales es una quimera peligrosa, un señuelo, que sólo conduce a inmensos sacrificios en aras de una utopía que, al ir a plasmarse en realidades, engendra una nueva sociedad de injusticias acaso peores que aquellas que se quería superar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario