Por Jesús Silva R.
Desde el siglo pasado, es un acontecimiento común que los principales
cambios económicos y sociales dirigidos a transformar el Estado,
vayan acompañados de un nuevo ordenamiento jurídico que legitime dichos
cambios ante la ciudadanía. En tal contexto, el éxito de las nuevas normas,
es decir, el acatamiento de la misma por la mayoritaria colectividad,
dependerá siempre de la debida caracterización del momento histórico,
político, económico que vive la sociedad; ya que si la norma funciona
flagrantemente en contra de los intereses de la población, es seguro
que la misma enfrentará el rechazo, o por lo menos la resistencia, de
buena parte del conglomerado social.
No obstante, la burguesía no teme promover leyes impopulares que
amenacen su gobernabilidad, pues bien posicionada en la dirección del
Estado (como ocurre actualmente en Estados Unidos, Unión Europea y
países pro imperialistas), se vale de sus superestructuras de dominación
(medios de comunicación, escuelas, liceos, universidades, colegios
profesionales, asociaciones civiles y demás instituciones utilizadas en el
control social) para imponer y convencer a las multitudes sobre la supuesta
bondad general de tales leyes.
Frente a esta problemática, las fuerzas revolucionarias,
aparentemente inexpertas en el ejercicio de gobierno,
encaran en cualquier país, el desafío de construir un nuevo
Estado de Derecho donde la clase social vinculada al trabajo
desaloje del poder a la clase empresarial que ha gobernado.
De allí que las revoluciones populares y democráticas del siglo
XXI incluyan (junto con las victorias electorales y las políticas
socioeconómicas de avanzada) nuevas leyes capaces de
desmontar el viejo Estado burgués.
Esa revolución jurídica implica desmantelar la tradición
legal y los preceptos normativos inamovibles, pues evidentemente
el Derecho (así como otras ciencias sociales) es objeto de la
subjetividad humana y por ende ha sido manipulado para servir
al interés de la clase dominante en cada época. Por ello, el
Positivismo (doctrina jurídica conservadora) pretende hacer
creer que las normas establecidas en los textos son esencialmente
justas y suponen inmediata obediencia sin posibilidad de crítica
o reforma.
Así como Marx advirtió que
demasiado importante para dejárselo únicamente a los
economistas, ciertamente el Derecho tiene la suficiente
relevancia social como para que el pueblo en general se
ocupe de él y no sea materia exclusiva de abogados o
connotados juristas.
No cabe duda que la visión positivista del Derecho contribuye
a la perpetuación del hegemonismo burgués y por lo tanto,
cualquier movimiento que se precie de revolucionario
tiene la obligación de subvertir ese orden capitalista y
atreverse a implantar una nueva legalidad popular y
revolucionaria, es decir, un nuevo ordenamiento jurídico
al servicio de la clase trabajadora (la clase social del trabajo).
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