Por Hector G. Barnés, en El Confidencial.
En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”. El histórico parte firmado por el general rebelde Francisco Franco el 1 de abril de 1939 ha sido considerado desde aquel día el punto y final de la Guerra Civil española. Una tesis reproducida en libros de texto y tratados históricos que raramente han cuestionado el marco franquista,
según el cual, la caída de las últimas ciudades resistentes acabó con
el conflicto. No fue así, como el propio Franco reconoció en 1946,
cuando en un discurso anunció: “Llevamos 10 años de guerra”. Durante más
de una década, España seguiría en guerra. Irregular y rural, pero
guerra al fin y al cabo.
Es una tesis cada vez más popular y que suscribe, entre otros, el historiador Jorge Marco,
de la Universidad de Bath, autor de 'Guerrilleros y vecinos en armas',
que publicará en breve un artículo en el 'Journal of Contemporary
History' y ha publicado otro en el 'European History Quarterly' junto a Mercedes Yusta Rodrigo, de la Universidad de País VIII, en los que invita a repensar la historia española. “Hemos creado un tropo de Guerra Civil 1936-1939 que nos ha atrapado”,
explica a El Confidencial. “Para entender la profundidad de la
violencia que se desarrolló en España en ese periodo, debemos entender
que la Guerra Civil no terminó el 1 de abril de 1939, como proclamó la
dictadura de Franco, sino que se prolongó hasta 1952”.
Fue
un periodo de gran violencia que se cebó con las zonas rurales, lejos
de los ojos de la comunidad internacional, especialmente después de 1945.
Fue a finales de ese año cuando los últimos grupos armados se marcharon, aceptando la derrota final, en un proceso de “limpieza política”
que se había prolongado casi dos décadas. “El discurso franquista
estableció esa idea que hemos asumido todos de forma cómoda”, explica.
“Pero durante mucho tiempo, y hasta hoy, incluso los vencidos también lo compraron”.
Marco no pone en duda la derrota total del ejército republicano, pero
señala que lo que ocurrió durante los años posteriores fue una guerra
irregular en toda regla, semejante a la que décadas más tarde se
desarrollaría en otros lugares como Cuba o Vietnam. “La derrota del ejército republicano fue tan colosal, incluida la guerra civil interna en Madrid en marzo de 1939, que en gran parte también lo asumieron”.
Fue
un periodo de gran violencia interna que se cebó con las zonas rurales,
lejos de los ojos de la comunidad internacional, especialmente después
del fin de la Segunda Guerra Mundial.
Es difícil establecer una cifra de muertos exacta, recuerda el
historiador: entre los 20.000 ejecutados durante los años cuarenta por
el régimen franquista no se cuenta a los cientos de caídos a
consecuencia de la violencia contrainsurgente. Las fuentes oficiales
señalan 3.433 bajas (2.489 combatientes y 953 civiles), pero Marco eleva
el número a entre 6.500 y 8.000 durante la guerra irregular, de los cuales entre 5.000 y 6.500 fueron víctimas de la dictadura.
“Hay tres etapas en la guerra: una guerra civil asimétrica desde
julio del 36 hasta noviembre o febrero del 37, con dos ejércitos en
malas condiciones, sin armamento pesado y con poca experiencia”, explica
el historiador. “Otra etapa desde finales del 36 hasta el 1 de abril
del 39, una guerra civil convencional entre dos ejércitos bien
armados, y una tercera etapa que nunca se ha analizado como guerra
civil, pero semejante a lo que estaba ocurriendo en otras partes, como
el este de Europa (Polonia, Rumanía, Lituania)”. Pero incluso en dicha
etapa, en la que el franquismo debió aprender a combatir a un enemigo invisible que había adoptado la forma de la guerrilla,
hay distintas fases. No es lo mismo echarse al monte después de 1942,
recuerda, cuando el final de la Segunda Guerra Mundial hacía soñar con
una intervención aliada en España, que a partir de 1946, cuando dicha posibilidad se descartó y el régimen endureció la represión en los conocidos como 'tres años de terror'.
Rituales de obscenidad colectiva
20
de abril de 1950. Tres jóvenes campesinos son detenidos en un pueblo
andaluz. Al día siguiente, son conducidos a una fábrica y torturados a
lo largo de toda la noche. Tras la llegada del amanecer, son entregados a
los terroríficos Regulares, que los atan a caballos y los arrastran por
un camino empedrado antes de lapidarlos. Acaban, finalmente, con la
vida de los tres jóvenes de un tiro en la cabeza. Lo único que se
encuentran sus familias es un largo reguero de sangre y miembros cercenados.
Era
posible ver a vecinos golpeando los cadáveres de los miembros de la
guerrilla, arrancando su cuero cabelludo y quemando su piel.
Esta
es la narración con la que Marco arranca su trabajo, y que muestra la
violencia desplegada durante ese periodo, a menudo superior a la de la
etapa 1937-1939, cuando la violencia se burocratizó. “Se recuperó parte
del repertorio de los primeros meses de la guerra, que se había reducido
muchísimo a partir de febrero del 37”. La guerra irregular en las zonas
rurales provocó que reapareciese la exhibición de cadáveres en las plazas de los pueblos,
con el objetivo de evitar que los rebeldes fuesen mitificados, las
masacres o las torturas, desde la mutilación de la lengua o genitales de
los detenidos hasta la introducción de astillas debajo de las uñas o su
extracción violenta, la aplicación de descargas eléctricas a los
genitales o el quemado de las plantas de los pies. En el caso de las
mujeres, muchas sufrieron violaciones, mutilación del clítoris
o la introducción vaginal de barras de hierro al rojo vivo. En
Extremadura, los capturados eran arrojados al agua por la Guardia Civil
desde el puente de Almaraz y rematados con pistolas cuando intentaban
alcanzar la orilla.
En ese negro panorama, Marco recupera el término “rituales de obscenidad colectiva”, utilizado por Bruce Lincoln para referirse a la violencia anticlerical en la zona republicana, para hablar de las sangrientas venganzas perpetradas por la población civil dentro
de los propios pueblos. “En conflictos intracomunitarios es común, con
unos niveles de violencia altísimos”, explica el historiador. Durante
esa época, era posible ver a vecinos golpeando los cadáveres de esos
“trofeos de caza legales” que eran los miembros de la guerrilla,
arrancando su cuero cabelludo y quemando su piel. Una espiral de odio
que provocaba que, en muchos casos, el ambiente fuese irrespirable,
especialmente para aquellos que habían mostrado alguna simpatía
republicana.
“En
muchos pueblos que habían quedado en la zona republicana hubo violencia
contra personas que se consideraban derechistas o propietarios”,
recuerda el profesor. “Esto conduce a muchos de los familiares de las
víctimas a un deseo de justicia completamente natural si te han
matado a un padre o un hermano o te han encarcelado”. El problema,
prosigue, es que la dictadura no intentó impartir justicia, sino
aprovechar ese sentimiento para perseguir a los republicanos en bloque.
“Ahí se incorporan denuncias que pueden ser falsas por inquinas
personales, motivos políticos que venían de mucho antes o casos como el
de alguna persona que, al no haber podido entrar en una sociedad de
ganaderos por no tener el número suficiente de cabras, había generado un rencor creciente”. El simple rumor fue, a menudo, un argumento utilizado en los consejos de guerra.
Un
buen ejemplo de esa “violencia íntima” es lo ocurrido en Gúdar
(Teruel). En 1946, la esposa de un líder de la guerrilla llamado Florencio Guillén fue detenida por orden del alcalde Víctor Bayo, y al día siguiente apareció muerta. Según la Guardia Civil, se había suicidado, aunque la familia adujo que había muerto a causa de una brutal paliza. Su hijo mayor, Florencio,
se unió a su padre en el monte, y justo un año después, el 29 de
septiembre en 1947, 30 guerrilleros, entre los que se encontraban
Florencio y su padre, entraron en el pueblo, atacaron a la Guardia Civil
y asesinaron a Bayo y siete miembros de su familia, incluidos dos
niños. Florencio padre había dirigido la colectivización de los terrenos
del pueblo durante la guerra, lo que le hizo ser encarcelado; episodios
como este muestran “una tupida red de disputas y riñas”.
Unas consecuencias que duraron décadas
En
su trabajo, Marco y Yusta proponen una interesante lectura de los
efectos de la represión rural en la economía y demografía españolas:
aunque no hubiese grandes desplazamientos masivos, es probable que la despoblación de zonas como Teruel que se produjo durante los cincuenta y sesenta fuese
consecuencia, en parte, de ella. “En España, el fenómeno migratorio es
tardío comparado con otros países europeos y lo ligamos con el
desarrollismo, pero es verdad que en los cuarenta, la intensa actividad
guerrillera en determinadas zonas expulsó a mucha gente,
fundamentalmente aquellos que estaban vinculados de un modo u otro a la
guerrilla, ya fuese por razones familiares o políticas, que buscaban el
anonimato que representa la ciudad”, explica el autor.
En
Acebuchal, Málaga, 40 familias fueron desalojadas de sus viviendas
entre 1948 y 1953. Muchas de ellas se vieron obligadas a emigrar.
Por una parte, los simpatizantes del bando perdedor lo tenían tremendamente difícil para encontrar trabajo, comida o apoyo social en sus pueblos.
Por otra, la intervención militar del régimen franquista en
determinadas zonas, por ejemplo, a través del control y el toque de
queda en el monte, provocó graves problemas económicos. “España es un
país muy montañoso, por lo que la actividad económica en el monte es muy
alta: ganadería, minería, ciertos cultivos o la industria resinera eran
clave en la época en regiones como Asturias,
Cantabria, Granada o Málaga”, recuerda. “La declaración del estado de
emergencia debido a la actividad guerrillera implicaba que hubiese
patrullas de guardias civiles, la prohibición a los que trabajaban en el
monte de pernoctar allí o prohibir toda actividad económica, que
es catastrófico para estas zonas”. En algunos casos, se llegó a
expulsar durante meses a toda una aldea para realizar batidas. En
Acebuchal, Málaga, 40 familias fueron desalojadas entre 1948 y 1953.
Eso
supuso que centenares de familias quedasen en la ruina, lo que provocó,
junto a la hambruna, una constante migración a las capitales. Es otra
más de las consecuencias que produjo la prolongación de la guerra
durante más de una década, un largo proceso que concluyó en 1952 de
forma silenciosa, una vez los rebeldes dejaron las armas, en parte
vencidos, en parte haciendo caso al consejo de Stalin, que en
1948 había recomendado al Partido Comunista Español dejar de centrarse
en la lucha armada para utilizar otras estrategias, como la infiltración en las estructuras del Estado.
La guerra había terminado y daba comienzo un largo invierno que, al sol
del desarrollismo de los años sesenta, se iría deshelando hasta la
muerte del dictador el 20 de noviembre de 1975.
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