“Todo lo que creaste fue perfecto, pero hiciste una creación única, te hiciste a ti mismo, demostraste cómo es posible ese hombre nuevo, todos veíamos así que ese hombre nuevo es realidad, porque existe, eres tú…”.
Haydée Santamaría
El joven estudiante de Medicina, con solo 23 años, le acopló a su bicicleta un motor y viajó el continente. Comprendió que el mundo era demasiado injusto, y decidió ponerlo de cabezas. Una mochila al hombro y la compañía de un amigo le bastaron para conocer del hambre, la necesidad y la miseria, una decisión con la cual comenzó a ser, en sí mismo, “un hombre nuevo”.
No fue fortuito el andar. Ya había iniciado un camino de aprendizaje con los clásicos de la filosofía y la intelectualidad contemporánea, y la confección de sus Cuadernos Filosóficos. Al regresar a su tierra de su primer itinerario comentó en sus relatos: “el personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra argentina, el que las ordena y pule, “yo”, no soy “yo”; por lo menos no el mismo yo interior”.
No fue fortuito el andar. Ya había iniciado un camino de aprendizaje con los clásicos de la filosofía y la intelectualidad contemporánea, y la confección de sus Cuadernos Filosóficos. Al regresar a su tierra de su primer itinerario comentó en sus relatos: “el personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra argentina, el que las ordena y pule, “yo”, no soy “yo”; por lo menos no el mismo yo interior”.
A partir de ahí todo lo que se conoce: su labor como fotógrafo en México, donde conoció a Fidel y entablan su primera discusión sobre política internacional (“A las pocas horas de la misma noche —en la madrugada— era yo uno de los futuros expedicionarios”), la prisión, llegar a Cuba en el yate Granma, su bautizo de fuego en Alegría de Pío (Tenía delante de mí una mochila llena de medicamentos y una caja de balas, las dos eran mucho peso para transportarlas juntas; tomé la caja de balas), la primera victoria del Ejército Rebelde, el Uvero, Bueycito, El Hombrito, Pino del Agua, Mar Verde… su plan operativo en la ciudad de Villa Clara los últimos días de diciembre de 1958, la Revolución.
Pero no fue suficiente la conmoción que lo devolvió periodista y escritor, estratega militar, Ministro de Industrias, hijo ilustre de Cuba, y se fue a otras tierras del mundo, tierras que reclamaban el concurso de sus modestos esfuerzos. Y dejó en la Isla ese amargo de las más tristes despedidas, de quien dice adiós a un ser muy querido, con la breve sensación de que le volverás a ver.
“Sépase que lo hago con una mezcla de alegría y dolor; aquí dejo lo más puro de mis esperanzas de constructor y lo más querido entre mis seres queridos...”, dijo sin saber que a este país también se le escapaba —aún sin la certeza— uno de sus mejores hombres.
El internacionalismo le hizo hervir la sangre y lo colocó en el medio de las selvas del Congo, y luego en Bolivia, para entregarse a las luchas por la causa de América; dejando el sentimiento sembrado aquí, en cada hombre y mujer que años más tarde surcaron las tierras del mundo en la lucha contra los males, que a pesar de él, a pesar de su inexpugnable bregar, sobreviven.
El 8 de octubre llegó. Allí en la Quebrada del Yuro cuentan que lo apresaron. Ilusos aquellos que pensaron, matándolo, inhumar sus ideas. Dicen también que el 9, por órdenes del alto mando de la CIA y el Ejército Boliviano, lo asesinaron.
Sin embargo —y aunque estaba consciente de que “En una revolución se triunfa o se muere, si es verdadera”—, aquel día vivió, una especie de vida que se lleva en el alma de la gente, no tiene fin, no acaba nunca, no se asesina, termina heredándose, cuerpo por cuerpo, idea tras idea.
Leí un día que su verdugo escribió una carta, y que en dicha carta había escrito así: “el hombre que de veras murió en La Higuera no fue el Che, sino yo, un simple sargento del ejército boliviano, cuyo único mérito —si acaso puede llamarse mérito— es haber disparado contra la inmortalidad”.
Porque el Che legó a su pueblo, que son todos los pueblos del mundo, su infinito amor por esa libertad conquistada a fuerza de lucha, y la independencia; sus pasajes; sus análisis filosóficos y económicos; sus incontables anécdotas familiares y esa adoración sin límites por los hijos; su impronta y su espíritu.
Nos dejó su: “a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor.” Pero eso no lo saben los que matan. Los que matan no saben de amor y revoluciones, solo dominan el “arte” de odiar a la raza humana, el exterminio. Y allí en la Higuera, a 2 160 metros sobre el nivel del mar, donde se erige un monumento en su nombre al cual asisten cientos de personas diariamente, reza una inscripción: “Tu ejemplo alumbra un nuevo amanecer”.
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