Por Rafael Ángel Salazar Martínez, en La Joven Cuba
Fidel inauguró no solo una nueva forma de hacer, sino además, y también
por eso, de decir, de pronunciar, de enunciar la política. Algunos de
sus discursos, innecesariamente dilatados, quedarán en el olvido. Otros,
igual de dilatados pero memorables, forman parte del legado de su
fecunda praxis comunicacional, particularmente valiosa para todos los
cubanos comprometidos con el proyecto socialista, entre los que me
incluyo.
Cartel de Homenaje a Fidel en la Concentración de la Pza. del Callao en Madrid.
De su accionar como homo
discursivo, yo me quedo con el Fidel de 1953, el de la “Historia me
Absolverá”, cuya lectura me trasportó, en cada momento, a su incapturada
imagen, solo atesorada por algunas mentes longevas, pronunciando aquel
alegato de defensa como el más encendido de sus discursos: sin dudas uno
de los más grandes vacíos de nuestros archivos audiovisuales, sobre
todo ese preciso momento en el que pronuncia, ante sus acusadores, la
conocida frase: “Condenadme, no importa, La historia me absolverá”.
También
me quedo con el Fidel de “Palabras a los Intelectuales”, el de 1961,
quien más allá del conclusivo y categórico aforismo “dentro de la
Revolución, todo; contra la Revolución nada”, declara que esta “sólo
debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios”. Son
palabras que hago mías, tan mías como aquellas otras que, ante cada
yerro cometido o por cometer en el intelectual y en otros campos, nos
recuerdan siempre que “La Revolución no puede pretender asfixiar el
arte o la cultura cuando una de las metas y uno de los propósitos
fundamentales de la Revolución es desarrollar el arte y la cultura,
precisamente para que el arte y la cultura lleguen a ser un real
patrimonio del pueblo”.
De
su discurso del 1965 por los mártires del 13 de marzo, tomo la frase
que mejor sintetiza la continuidad histórica de la Revolución: “¡Nosotros entonces habríamos sido como ellos, ellos hoy habrían sido como nosotros!”
A
la hora de evocar el ejemplo del Che, resultan para mí insuperables las
palabras contenidas en su discurso de octubre de 1967, por la caída del
Guerrillero Heroico en Bolivia: “Si queremos un modelo de hombre,
un modelo de hombre que no pertenece a este tiempo, un modelo de hombre
que pertenece al futuro, ¡de corazón digo que ese modelo sin una sola
mancha en su conducta, sin una sola mancha en su actitud, sin una sola
mancha en su actuación, ese modelo es el Che! Si queremos expresar cómo
deseamos que sean nuestros hijos, debemos decir con todo el corazón de
vehementes revolucionarios: ¡Queremos que sean como el Che!”
Me quedo igualmente con el triste y al propio tiempo enérgico “No
podemos decir que el dolor se comparte. El dolor se multiplica.
Millones de cubanos lloramos hoy junto a los seres queridos de las
víctimas del abominable crimen. ¡Y cuando un pueblo enérgico y viril
llora, la injusticia tiembla!”, pasaje de su oratoria solo superado
por el luto del pueblo cubano, ante el crimen del que fueron víctimas
los integrantes del equipo de esgrima, quienes el 6 de octubre de 1976
retornaban de Barbados en un avión de Cubana, hecho estallar en pleno
vuelo por los terroristas que ya sabemos.
Frases
como las inaugurales de su discurso en la conferencia de Naciones
Unidas sobre medio ambiente y desarrollo, Río 1992, nos recuerdan al
Fidel visionario, cuando casi ninguno de los líderes que lo escuchaban,
entre atentos e incrédulos, habían incorporado aún el tema del cambio
climático a sus respectivos discursos políticos, pues tampoco tenían
plena conciencia de él: “Una importante especie biológica está en
riesgo de desaparecer por la rápida y progresiva liquidación de sus
condiciones naturales de vida: el hombre”.
Pero
de su praxis comunicacional me quedo no solo con todas esas frases
tomadas de su prolífico arsenal discursivo, que, bien utilizado, intuyo
nos harán hacer de Cuba, siempre socialista, un país más inclusivo,
democrático, participativo, necesariamente mejor.
Me quedó, además, y puede que sobre todo, con aquel homo
dialógico que en todo momento fue. Aquel que no perdía oportunidad para
compartir, interpelar, intercambiar con el deportista, el periodista,
el maestro, el pionero, el médico, el científico, el campesino, el
constructor, la ama de casa, el cubano de a pie. Aquel de cuyas
conversaciones con Frei Betto e Ignacio Ramonet nacieron,
respectivamente, verdaderos bests sellers del género
entrevista, como “Fidel y la Religión” y “Cien Horas con Fidel”. Aquel
que, si de entrevistas se trata, ninguna pregunta parecía lo
suficientemente incomoda o difícil, pues contaba con la habilidad,
necesaria también en la política, de saber dar un elíptico y elegante
rodeo, evitando caer con ello en las trampas periodísticas del más
avezado e incisivo entrevistador.
Hoy,
que todos somos Fidel compartido, multiplicado, esparcido, germinado,
el comunicacional constituye, creo yo, uno de sus más valiosos legados,
significativamente válido para el que sea nuestro primer presidente de
una inevitable y previsible Cuba “postcastro”, la cual ansío socialista.
No será, presumo, tan buen orador como él, tan buen conversador como
él, tan hábil para la controversia política como lo sería él. Pero
deberá tener en cuenta, por solo citarle un cercano y conocido ejemplo, a
Nicolás Maduro, que tampoco era ni es Hugo Chávez, pero comunica y se
comunica con el pueblo venezolano tanto como lo hacía este.
Para
todos aquellos que, en cambio, no aspiramos a la tamaña responsabilidad
de cargar a cuestas con los destinos de una nación, el principal legado
de Fidel en materia de comunicación, el más significativo, será el de
ser, sabernos con derecho a ser, ciudadanos comunicacionalmente activos,
propositivos, cuestionadores y, cuando la situación lo amerite,
contestatarios, revolucionariamente contestatarios.
Al
menos es esa la mejor forma por mi conocida para materializar el
concepto de Revolución que refrendé, libre y espontáneamente, hace tan
solo unos días.
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