Por Luís de Pablo. Extraído de Diario Vasco.
Luis de Pablo cuenta una anécdota que le parece reveladora de nuestro tiempo, de eso que se llama globalización y que tanta potencialidad tiene, pero que también ha arruinado culturas primigenias. Estaba en un pueblo de Bolivia, junto a la frontera con Argentina. «Como hablo con acento español y tengo barba, pensaban que era cura, así que unos querían besarme la mano y otros salían espantados». Cuando se sacudió de encima a quienes lo confundían con un clérigo, entró a comer a un sitio «muy humilde» y la camarera, seguramente impresionada también por su apariencia, dijo que iba a darle una sorpresa que le iba a gustar. «¡Y me puso un disco de Raphael!». En otro continente, a 10.000 kilómetros, y aquella muchacha creía que tenía algo genuinamente español con lo que agasajar al compositor de vanguardia...
«Eso está pasando en todas partes. En los años sesenta, un alemán que conocía a unos albañiles españoles inmigrantes, y les pedía que le cantaran canciones típicas, lo que escuchaba era música de desecho», razona. Por eso, lo auténtico ya no existe, ni aquí ni en ningún sitio. «Si alguien quiere conocer hoy la música iraní, lo mejor es acudir a grabaciones históricas, porque no podrá escucharla en vivo». Esa es la razón, añade, de que el patrimonio musical español de comienzos del siglo XX esté «conservado en formol o falsificado con la mejor intención».
Llegados a este punto, De Pablo busca en su discoteca unos vinilos de extraño tamaño -algo menores que elepés- que le envió hace muchos años un compositor ruso con el que hizo amistad. Música de las entonces repúblicas soviéticas, editada con una presentación pobre hasta la indigencia, pero que contiene autenticidad.
Quizá ya no importe mucho saber quién o quiénes son los culpables, pero el compositor apunta en una dirección clara: «El capitalismo ha supuesto el fin de cualquier creación artística considerada en su esencia. La autenticidad de cualquier cosa se termina cuando entran en juego los intereses económicos». El resultado es que «las obras artísticas se han convertido en un bien de consumo y no se educa a la gente para apreciar eso». Y lo ejemplifica con otra anécdota: «Hace unos pocos años, estuve visitando la cueva de Altamira, la original, junto a una pareja que parecían recién casados. Frente a una de las pinturas, él dijo: '¡Esto es acojonante!' Es increíble la ramplonería y la vulgaridad que denota un comentario así. Un comentario que demuestra que quien lo hizo iba para presumir luego con los amigos de que había estado en Altamira. Y eso sucede a muchos niveles».
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