8 de octubre de 2018

Teresa de Calcuta, el ángel del infierno

Por @pabloMM en Kaos en la Red.

Una de las primeras decisiones que tomó Donald Trump tras conquistar el Despacho Oval fue reponer el busto de Winston Churchill. Es habitual que los presidentes redecoren la estancia de acuerdo a sus preferencias ideológicas, y tratándose del ínclito neoyorkino, la faz de un genocida borracho le viene como rata muerta a cabeza anaranja.

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El antiguo jefe de gobierno del Reino Unido es uno de esos personajes que ha salido blanco impoluto de la lavadora de los tiempos. “Dejad el pasado a la historia, pues yo tengo intención de escribirla”, dijo. Y su palabra se hizo verbo. Cada vez que a Churchill se le atribuye la autoría intelectual de la derrota de los nazis, Alan Turing y nueve millones de soldados del Ejército Rojo se revuelven en sus tumbas.

Entre los párrafos de la historia silenciada, esa que redactan los vencedores, los dos millones de personas asesinadas de hambre en Bengala se han convertido en una insignificante mota de polvo que los aduladores del extinto premier británico olvidan mencionar. Unos años antes, en 1920, se convirtió en el primer líder mundial en gasear a población civil. Ocurrió en Mesopotamia (actual Iraq) y perecieron 10.000 personas, víctimas del gas mostaza: “No entiendo estos remilgos contra el uso del gas. Estoy completamente a favor de usar gases venenosos contra las tribus incivilizadas”, dijo unos meses antes. Y su palabra se hizo verbo.

Otra de las que parece haber salido bien parada del inexorable paso del tiempo es Madeleine Albright. Esta misma semana, la ciudadana Inés Arrimadas hacía suyas en las redes sociales unas palabras que la ex secretaria de Estado de los Estados Unidos pronunció durante una entrevista con el diario El Mundo: “Lo que vemos en España con Cataluña ya lo vimos en Yugoslavia”.

Resulta paradigmático que la líder de un partido que receta, al menos ante la opinión pública, concordia y buena vecindad para resolver el conflicto soberanista, amplifique el mensaje de una mujer cuya medicina para los Balcanes fueron bombas en Belgrado y limpieza étnica en Kosovo. Para Iraq, en cambio, fue mucho más sibilina, con la imposición de sanciones económicas y un bloqueo de alimentos que a mediados de los años 90 causaron una auténtica catástrofe humanitaria. “Medio millón de niños han muerto en Iraq. Eso es más que en Hiroshima, ¿ha merecido la pena?”, pregunta la periodista Lesley Stahl. “Fue una elección difícil, pero creemos que ha merecido la pena”, dijo Madeleine Albright. Y su palabra se hizo verbo.

El ángel del infierno

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Supongo que ya estarán al tanto de la noticia; el titular del Juzgado de Instrucción número 11 de Madrid ha decidido procesar a Willy Toledo por un delito de ofensas a los sentimientos religiosos. La última vez que una persona fue condenada en España por cagarse en Dios sucedió en 1977, así que sólo falta un peldaño para regresar a los buenos tiempos del tardofranquismo. La izquierda, así se definen ellos, anda revoltosa ante semejante ataque a la aconfesionalidad del Estado, y eso que, hace tan solo unos días, PSOE y Compromís pactaron cederle a la Comisión Islámica la designación de los profesores que enseñarán islam en los colegios de la Comunidad Valenciana. En lugar de sacar de las aulas las garras del catolicismo, meten ahora a los duendes del otro lado del río, para terminar de transformar lo que debiera ser un centro de pensamiento crítico en una fábula sacra.  Del materialismo histórico a esto.

Pero regresemos a Willy Toledo. El actor volvió a sacarle punto a su afilada verborrea en el programa FAQS de TV3. Interpelado sobre la madre Teresa de Calcuta dijo: “Fue una de las mayores criminales de este planeta”, entre las risas incrédulas del público. Toledo es un asiduo de la hipérbole, para magnificar sus mensajes y dejar un poso que perdure más allá de la volatilidad de las palabras. Si bien es cierto que en la lista de los mayores sátrapas de la historia hay candidatos de sobra que superan los méritos de la monja albanesa, no falta a la verdad cuando señala a la susodicha como un personaje muy alejado de ese ser de luz que ha quedado grabado en la memoria colectiva.

El “puto cacahuete”, así fue rebautizada por la revista Mongolia, es otra de esas grandes personalidades que al igual que Churchill y Madeleine Albright ha resultado congraciada por la pluma generosa de los escribanos de la historia.

El relato le atribuye a la Madre Teresa, nacida como Anjezë Gonxhe Bojaxhiu, un sentido supremo del compromiso que le hizo abandonar su vida de familia acomodada para prestar auxilio a los más pobres. Sus hospicios en los barrios desfavorecidos de Calcuta fueron refugio para miles de parias, y sus manos, siempre tendidas, el consuelo de los desahuciados que esperaban la llegada temprana de la muerte.

Pronto se convirtió en un reclamo electoral para algunos de los más importantes líderes políticos, convirtiéndose en una figura internacional que se paseaba por las calles mugrientas de los guetos de la India con el mismo semblante sereno que lucía en las grandes alfombras de los palacios presidenciales. Tal fue su magnitud que en el año 2003, el Papa Juan Pablo II ordenó su beatificación al considerar probado que sanó con su mera presencia a un enfermo terminal. Trece años más tarde, ya con el anillo del Pescador en el dedo de Bergoglio, fue declarada santa en una de esas pomposas ceremonias tan propias del folclore religioso. Desde entonces, una ampolla con la sangre de la religiosa reposa a modo de reliquia en el museo del Vaticano.

La leyenda de la madre Teresa comienza a gestarse en 1968, cuando Malcolm Muggeridge, un periodista ultraconservador de la BBC, viaja a la India para conocer el trabajo de la misionera, del que resulta un reportaje edulcorado con un pestilente trasfondo mesiánico. Otro plumilla de nombre Malcolm, pero de apellido Otero, y Santi Giménez, han recogido en el libro El club de los execrables algunos de los pasajes más desconocidos del relato vital de la monja: “Una ultracatólica retrógrada que creía necesario el sufrimiento de los pobres, sólo aceptaba el divorcio en las casas reales, consideraba que el aborto era el principal problema de la humanidad y adoraba el dinero de los ricos, a quienes siempre apoyó, incluyendo dictaduras sanguinarias”.

A mediados de los años 90, la piel de cordero de la Madre Teresa comenzó a resquebrajarse debido a un artículo publicado por Robin Fox, editor de la revista médica The Lancet. Fox, que visitó los hospicios de Calcuta en 1994, aseguró no haber encontrado a una sola persona con conocimientos básicos de medicina, situación que provocaba que los pacientes fueran incorrectamente diagnosticados, hacinados en estancias donde se mezclaban a los enfermos terminales y con dolencias contagiosas, con otros potencialmente curables. Las afirmaciones de Fox fueron respaldadas dos años después por Mary Loudon, investigadora de la British Medical Journal y voluntaria de la congregación de la monja en Calcuta, quien describió una serie de prácticas aberrantes, como la reutilización de agujas hipodérmicas, la negación de analgésicos o las pésimas condiciones de salubridad de los hospicios.

Uno de los mayores detractores de la religiosa fue el periodista y escritor británico Christopher Hitchenks, que acunó el sobrenombre de “el ángel del infierno”. Hitchenks es autor de The misionary position: mother Teresa in theory and practice, un libro que jamás ha sido editado en castellano y donde califica a la madre Teresa como una “entusiasta de la pobreza”, aunque se codeaba con algunas de las fortunas más pornográficas del planeta. Era una habitual en las recepciones de François Duvalier, más conocido como Papa Doc, dictador de Haití desde 1964 hasta su muerte en 1971, momento en el que fue sucedido por su hijo Jean Claude, o Baby Doc, quien mantuvo la tiranía en el país hasta su derrocamiento en 1986. “Los Duvalier aman a los pobres”, dijo la madre Teresa.

Entre sus acaudalados mecenas también figura el nombre de Charles Keating, conocido como “el rey del bono basura”. A finales de los años 80, Keating estafó 3.000 millones de dólares a 23.000 inversores, en lo que fue uno de los mayores escándalos financieros en el país norteamericano. Cuando fue detenido, la madre Teresa envió una carta al juez que se hizo cargo de la investigación: “No sé nada de los negocios de Charles Keating, pero sé que ha sido generoso con los pobres de Dios”. La religiosa adolecía de una doble vara de medir que oscilaba según fuera el personaje al que sometía al juicio de sus dogmas. Mientras que en 1996 se desplazó hasta Irlanda para apoyar a los contrarios a la legalización del divorcio, meses después bendijo la separación de la Princesa Diana de Gales, también filántropa de su causa.
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Según su visión fundamentalista de la fe, la miseria y el sufrimiento son experiencias que deben ser aceptadas como parte de la providencia divina. Así se lo hizo creer a los heridos en la catástrofe de Bhopal, sucedida el 3 de diciembre de 1984 en esta región homónima de la India. Una fuga en la fábrica de pesticidas de la Union Carbide provocó la muerte de 12.000 personas y dejó heridas a otras 600.000. Animada por intereses desconocidos, presumiblemente espurios, la madre Teresa se desplazó a la zona para ofrecer consuelo a las víctimas; “Perdonad, perdonad”, les repetía una y otra vez. Tal fue la insistencia que muchos de los afectados decidieron no iniciar acciones legales contra la empresa, circunstancia que devengó en que una de las mayores tragedias del país se solucionara con ocho consejeros de la empresa condenados a dos años de prisión y al pago de unas multas que oscilaban entre los 8.000 y los 10.000 euros. Por su parte, la corporación, propiedad al 51% de un grupo estadounidense, pactó una indemnización de 470 millones de dólares que fueron a parar al bolsillo de los políticos, mientras los heridos tuvieron que pagarse del suyo propio los elevados gastos médicos.

Precisamente es en el tema pecuniario donde la labor de la misionera es especialmente oscura. Resulta imposible calcular con exactitud cuánto dinero llegó a acumular la congregación; lo intentó el semanario alemán Stern, pero el Gobierno indio se negó a facilitar los datos alegando que se trataba de información confidencial; lo intentó la Hacienda británica, pero esta vez fue la Banca Vaticana, institución a la que fueron transferidos los fondos de la comunidad tras el fallecimiento de su líder, quien se opuso a esclarecer el entuerto. En el ya mencionado Club de los Execrables recogen las palabras de una ex trabajadora de la orden en el barrio neoyorquino del Bronx, que cifra en 50 millones de dólares la fortuna de las Misioneras de la Caridad, sólo en los Estados Unidos.

Son estas declaraciones, de antiguos colaboradores, las que han ayudado a destapar la cara menos visible de la Madre Teresa. Declaraciones como las de Colette Livermore en su libro Hope Endures: Leaving Mother Teresa, Losing Faith, and Searching for Meaning, donde califica a la religiosa como una “teóloga del sufrimiento” que prohibía a las monjas buscar información médica porque “Dios ama a los débiles e ignorantes”.  

Existen decenas de testimonios similares y todos coinciden en señalar el empeño de la albanesa por dotar al sufrimiento de un halo de romanticismo decadente. En 1995, el periodista español José Bustamante transcribió una conversación entre la misionera y un enfermo terminal de cáncer, que agonizaba en uno de sus hospicios:
– Estás sufriendo, como Cristo en la cruz, así que Jesús debe estar besándote.
– Por favor, madre, dígale que pare de besarme.

Pero esta vez, su palabra, la de un nadie, no se hizo verbo.

Paradójicamente, cuando por su salud era la doliente, no resultó ser tan partidaria del sufrimiento. En dos ocasiones visitó sendos hospitales de California; en 1991, cuando fue tratada de una neumonía, y en 1997, debido a sus problemas cardiacos. Según un estudio publicado por investigadores de las universidades canadienses de Ottawa y Montreal, la religiosa recibió cuidados paliativos en los últimos años de su vida. Para Christopher Hitchenks, esta incongruencia se debe a que la madre Teresa apreciaba el padecimiento, siempre y cuando el enfermo fuera pobre, y ella estaba muy lejos de serlo.

“Nuestros sufrimientos son caricias bondadosas de Dios, llamándonos para que nos volvamos a él, y para hacernos reconocer que no somos nosotros los que controlamos nuestras vidas, sino que es Dios quien tiene el control, y podemos confiar plenamente en él”, dijo. Y su palabra se hizo verbo.

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