27 de febrero de 2013

¡Devolvednos nuestra tierra madre!

Por Konstantin Dolgov. Traducción Marina Svetlova.

Cuando era niño, sabía a ciencia cierta que los nuestros eran los mejores. En los aviones de papel pintaba grandes estrellas rojas. Construía unos "tigres" de cartón, según el esquema visto en el suplemento de "El joven técnico". Luego con entusiasmo los quemaba en el patio, imitando la batalla de Prójorovka. Y en la calle los chicos jugábamos más al "panadero" que a la guerra porque nadie quería hacer de alemanes. 

Desde pañales sabía que mi país era el más grande del mundo. ¡Qué sentimiento de orgullo me llenaba cuando abría el atlas! Podía pasar horas devorando con los ojos el enorme pedazo de tierra sobre cual se estaba escrito, con enormes espacios entre las letras: C C C P.

En el parque de la fábrica había máquinas de agua gaseosa. Tres kopeks costaba el agua con almíbar. Ahí mismo estaban también los vasos. Los lavabas en la misma máquina y podías beber a tu salud. Borrachos locales a veces cogían un vaso para tomar entre los arbustos medio litro de vodka entre tres. Luego, cuidadosamente devolvían el vaso a su sitio. 


Por nuestra calle por la noche pasaba una locomotora, llevando algunos materiales a la fábrica "Luz del Minero" cuyo portón se hallaba a unos cien metros de mi casa. Había que fingir estar dormido, pasar dos horas con los ojos cerrados, a la espera de un espectáculo inolvidable, cuando la habitación se iluminaba con brillantes luces y las sombras en las paredes parecían personajes de los cuentos de hadas. 

En casa vimos películas de diapositivas. Y cuando hemos tenido un televisor, me enteré de lo que eran unos "dibus". El de "Cipollino" fue uno de los favoritos. Recuerdo mi alegría cuando los aldeanos se juntaron y echaron a todos esos "señores pomodores". Pensé que si todos los pueblos del planeta se uniesen, podrían solucionar cualquier problema. Y además recuerdo que pasé terriblemente mal cuando en el dibujo animado "Abuelo Frío y el Lobo Gris" el gris ladrón se llevó a los lebratos al bosque. Vi este "dibu" mil veces, pero siempre preocupado por si llegaban a atraparlo, si lograban a salvar a las crías. Y cada vez el lobo fue alcanzado y luego, generosamente perdonado. Y tampoco yo le guardaba el rencor. 


Hacíamos novillos e íbamos  al río a pescar cangrejos. Yo tenía una trampa de cangrejos de un diseño especial: sobre una rodela de barril cosí un saco y até por dentro un calcetín viejo con tocino de cerdo. Sumerges una cosa así desde el puente en al río y dentro de media hora la sacas. Miras dentro, y ahí están unos cinco bigotudos. ¡Oh, qué deliciosos eran!.. 

Un par de veces nos fuimos al mar. ¡Fue toda una aventura! En la playa había niños de toda la Unión. Jugábamos a las ciudades, y yo siempre ganaba, porque aprendí a leer aun en el Jardín de Infancia y desde entonces nunca dejaba los libros. 

Mi libro favorito de aquella época era el de de Sergei Alekseyev "Lo extraordinario sucede", historias sobre los soldados rusos y sus hazañas. Incontables veces me cruzaba con Suvorov los Alpes, tomaba con Pedro Shlisselburg y personalmente vi al Pájaro de la Gloria sobre el campo de la batalla de Borodinó. 

Un día estábamos de paso por Moscú. El tren se paró en la estación tan sólo media hora, ya era muy de noche. Yo no dormí a posta para ver por la ventana del vagón  Moscú, la capital de nuestra Patria. De vuelta a casa, descaradamente les mentí a mis amigos que estuve en la plaza Roja. 

En el primer grado o en el tercero, ahora no me acuerdo, nosotros en la escuela escribíamos un dictado. Ahí había palabras URSS, la Patria, Lenin. Yo tenía una caligrafía terriblemente tosca, pero estas palabras las caligrafié, como un profesional experto. De la emoción tenía temblor en las manos.

Uno de los regalos más preciosos de mi infancia fue "un equipo de bogatyr": un casco, espada y escudo en color rojo. Armado hasta los dientes, sin descanso echaba abajo la bardana en un terreno baldío cercano, imaginándome siendo Dmitri Donskoy. Las malas hierbas desempeñaban el papel de los invasores mongoles. 

Y luego, de una forma totalmente inesperada, llegó a mi vida Ucrania. La independencia, la democracia, los cupones ... ¿Qué era aquello y con qué se lo comía? No lo sabía. El entendimiento me llegó más tarde. 

A continuación, comenzó el saqueo de la herencia soviética. El proceso fue acompañado por un "programa cultural": las películas de propaganda de tercera categoría, en las cuales algún Rambo cargado de una ametralladora siega a cientos de soldados soviéticos. En la televisión decían que Zoya Kosmodemyanskaya tenía un trastorno mental y era por eso que prendía fuego a las casas de los nobles nazis. También recuerdo una película en la que Stalin se resucitaba y asustaba con sus pérfidos planes a una pareja joven. Y aquellos le alimentaban a Vissariónovich con huevos duros, puesto que él supuestamente temía un envenenamiento. 

Muchos alrededor declaraban abiertamente que no estaría nada mal  si los nazis nos hubieran ganado en la guerra. Y algunos tenían por programa favorito la "América con Mijail Taratuta." 

Yo no me daba por vencido y encontraba consuelo en los libros. Discutía con un tío vecino de que los nuestros aún volverían y les enseñarían a todos lo que es bueno. Pero la confirmación de mis palabras no la recibía. La Patria se desmoronaba ante mis ojos, convirtiéndose en no se sabe qué. 

Sin darme cuenta, me crié, me gradué y comencé a trabajar. A los partidarios no les buscaba: los tiempos eran tales que la cuestión más importante era la supervivencia física. La gente con la que yo tropezaba tenía tanto lío en la cabeza que yo prefería no discutir con ellos las cuestiones de la vida post-soviética. Bebíamos alcohol quemado y hacíamos toda clase de trapicheos. No teníamos ya ningún objetivo en la vida y en nuestra mente pululaban chocolatinas turcas y chándal deportivo "zhatka". 

Poco a poco, empecé a pensar que estaba solo, que la Patria Soviética no se podría recuperar, se disolvió para siempre en los intercambios de divisas y en los mercados de pulgas. Pero, gradualmente, en mi vida comenzó a aparecer gente con pensamientos y sentimientos similares a los míos. 

Y ya no estoy solo. Ya somos una decena. Ahora somos un centenar. ¡Y he aquí, el primer millar! 


Ahora sé con certeza que nuestra gente la hay en Odesa. La hay también en Moscú, en Donetsk, en Kiev. En Sevastópol también están. Y en Minsk. Y en Ereván. Y en cientos y miles de otras comunidades de nuestra vasta Patria Soviética. 

Y creo que mientras existimos nosotros, nuestra tierra madre seguirá viva. Ella volverá sin falta.

¡Animo, chicos! ¡Pronto pasamos a la ofensiva!

Y creo que mientras que existamos la patria soviética vivirá. Siempre nos llega. 

¡Esperen, muchachos! ¡Pasaremos a la ofensiva! 

Fuente:

odnako.org/blogs/show_18730 Коnstantín Dolgov

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