1 de junio de 2022

La crítica marxista a Stalin

 

¿Ciencia o especulación?

Los imperialistas nos empujan a toda máquina hacia una tercera guerra mundial, cuando el proletariado está todavía débil por el viraje político revisionista que emprendió el Partido Comunista de la Unión Soviética hace casi 70 años y por el consiguiente colapso de la URSS hace 30 años. Ya son demasiados años y urge que los comunistas superen sus filias y fobias para atenerse al examen objetivo de los hechos. Sin embargo, sigue imperando el atrincheramiento en las diversas tendencias que se manifestaron en los años 60 y 70, a pesar de que los argumentos respectivos no se someten al criterio de la práctica y de que, a menudo, ni siquiera se recuerdan. Tuvimos ocasión de referirnos a la tendencia mayoritaria que echa toda la culpa al equipo de Gorbachov, pasando por alto que éste fue el fruto podrido del cambio cualitativo que se produjo de la línea del PCUS en tiempos de Stalin a la línea que inauguró su XX Congreso. También hemos mencionado errores de unilateralidad y exageración en la crítica del Partido Comunista de China y del Partido del Trabajo de Albania a los soviéticos: por ejemplo, acusar de “socialimperialismo” a la Unión Soviética posterior a Stalin y, de ahí, oponerse a un frente unido con ella contra el imperialismo encabezado por Estados Unidos; es un error que continúan cometiendo, hoy en día con respecto a la República Popular China, los seguidores de Enver Hoxha, los de Mao Zedong y los antiguos brezhnevianos convertidos al “izquierdismo”.

Además, Mao extendió su crítica de los revisionistas soviéticos – globalmente perspicaz, pero parcialmente defectuosa- al propio Stalin. Algunos de los maoístas la han llevado todavía más lejos, convergiendo de hecho con el trotskismo y con el anarquismo. A ello ayudaron con entusiasmo el profesor Charles Bettelheim[1] y de su discípulo Bernard Chavance, desde sus cómodos puestos en las universidades burguesas de Francia. Aunque son pocos los que recuerdan a estos intelectuales, sus escritos son un ejemplo útil para poner en evidencia la tendencia poco científica a la exageración, a la unilateralidad y a la frivolidad en el análisis, que sigue siendo causa de dispersión y división en el movimiento comunista.

En el presente artículo, para ilustrar este error y contribuir a enmendarlo, examinaremos el trabajo Stalin y el materialismo histórico. La lucha de clases. El Estado, escrito por Bernard Chavance bajo el seudónimo de Bernard Fabrègues, y publicado en Madrid, en 1978, en los números 11-12 de la revista “El Cárabo”[2].

A modo de introducción, su autor explica qué lo motivó a escribirlo: “Después de 1968, frente al auge del espontaneísmo y el resurgimiento del anarco-sindicalismo (reacción espontánea al revisionismo), vimos desarrollarse y prosperar entre aquellos que se reclaman del marxismo-leninismo un dogmatismo teórico estéril,... Esto contribuyó a mantener la impotencia relativa del movimiento marxista-leninista y su aislamiento con relación a las luchas de masas…”. Y continúa apuntando contra las “trabas y cerrazones ideológicas, la incapacidad de pensar con ideas verdaderamente propias, de devolver al marxismo-leninismo su carácter vivo y creador”

Como ejemplo, cita a una revista comunista francesa que publica un artículo con fragmentos del “proceso del centro terrorista Trotskista-Zinovievista” de Moscú (1936), porque este acto significa “cegarse y cegar a los demás (cuando no se trata de algo más grave)”. Aunque no lo dice expresamente, se sobreentiende por esta conclusión que niega toda, o casi toda, veracidad a las actas de los procesos judiciales que tuvieron lugar en Moscú en 1936-38 contra los dirigentes soviéticos opositores acusados de conspirar a favor de la contrarrevolución, en connivencia con las potencias nazi-fascistas[3].

También critica la “negativa a realizar una reflexión crítica sobre la cuestión de Stalin, la defensa incondicional de éste y de su obra. Esta defensa acrítica y el ‘tabú’ de que es objeto la cuestión de Stalin, tienen la particularidad de que conducen a retomar o reproducir tanto tesis como prácticas erróneas sin que ni siquiera se utilicen provechosamente logros positivos de todo un período del movimiento comunista internacional”. Esto último es manifiestamente falso: un posicionamiento unilateral puede ser parcialmente correcto y, en esta parte, provechoso. El argumento supuestamente dialéctico, multilateral y crítico de Fabrègues no es más que un ardid hipócrita para introducir una condena incondicional de Stalin y su obra, rechazar toda unidad de acción con quienes lo defienden y promover la escisión y el sectarismo en el movimiento comunista.

Se escandaliza de que la edición francesa de 1976 de las obras de Stalin afirme que “hoy la lectura de Stalin es uno de los elementos esenciales de nuestra lucha contra el revisionismo moderno, tanto en el plano exterior como en el interior". Para él, las Obras de Stalin: “son sin lugar a dudas un precioso material de educación. Pero en gran parte se trata de ‘un profesor que predica mediante el ejemplo negativo’.” Por tanto, para él, Stalin es, “en gran parte”, negativo y un ejemplo de lo que no se debe pensar ni hacer. ¿“Gran parte” es la mayor parte o hay una parte positiva todavía mayor?

También nos “revela” que Trotski compartía “(de manera diferente, pero en grado superior) numerosas concepciones erróneas de Stalin”; una “revelación” que repetirían diez años después los teóricos de la perestroika.

Estos prejuicios se pliegan al fantasma del “estalinismo” que los ideólogos del capitalismo agitan contra quien ose cuestionar los fundamentos de este régimen. Son, por tanto, un mal comienzo para un propósito que se presenta prometedor: “dilucidar hasta qué punto existió una ruptura entre el período de Stalin –tanto dentro de la URSS como en el movimiento comunista internacional- y el período siguiente y hasta qué punto hubo continuidad. Para los trotskistas sólo hay continuidad: tanto Jruschov como el PCF [Partido Comunista Francés] actual son ‘estalinistas’. Los revisionistas, a su manera, son más dialécticos: han llevado a cabo una ruptura con lo que era correcto en la época de Stalin y siguen manteniendo lo erróneo”.

Desde el momento en que Fabrègues reclama “profundizar en una reflexión crítica sobre la cuestión de Stalin”, entiende que preexiste una reflexión crítica que es insuficiente y debe profundizarse. Y, cuando añade que la misma se haga “desde el punto de vista de la revolución proletaria” y con referencias a China, entendemos nosotros que no se refiere a la crítica burguesa, trotskista o jruschovista de Stalin, sino a la crítica de Mao Zedong. En su opinión, pues, dicha crítica de Stalin no debe considerarse el límite “máximo que se podría aceptar”: “hay que llegar más lejos y poner en práctica una de las grandes lecciones de la propia revolución china: pensar con ideas propias” (aunque lo decisivo no es tanto que sean ideas propias, sino verdaderas). Por consiguiente, da por supuesto que la crítica maoísta es correcta aunque insuficiente, cuando debería empezar por analizar qué hay de correcto en ella antes de proponerse “profundizarla”.

El mismo que fustiga el dogmatismo de los defensores incondicionales de Stalin, se comporta de idéntica manera hacia “la crítica del revisionismo, la construcción del socialismo en Albania y, sobre todo, en China, la gran importancia de la revolución cultural china”. Según él, “Esta aportación a la práctica y a la teoría revolucionarias es el punto de partida para una reflexión crítica sobre la experiencia anterior de construcción del socialismo, en particular en la URSS. De alguna manera, según la expresión de Marx, ‘la anatomía del hombre es una clave para la anatomía del mono’. La aportación positiva a que nos hemos referido ha permitido comprender las cuestiones fundamentales del socialismo y de continuación de la revolución, que por lo general son aquellas sobre las que se cometieron mayores errores en la URSS”. A la luz de los resultados posteriores, parece más bien que la experiencia de China y Albania no fue tan diferente y superior a la de la URSS (como sí lo es un hombre respecto de un mono). Así que más vale dejarse de analogías abstractas y, en su lugar, estudiar los hechos concretos desde un ángulo rigurosamente materialista dialéctico.

No podemos estar más de acuerdo con él en la necesidad de “explicar cómo, por qué y mediante qué proceso los revisionistas han podido tomar las riendas del poder en la URSS, por qué han llegado a ser tan poderosos, y por qué frente a ellos los elementos revolucionarios del partido, y sobre todo, la clase obrera y el pueblo soviético se encontraron totalmente desarmados. ¿Quiénes eran estos revisionistas? ¿Cómo es que estos representantes de la burguesía soviética eran tan poderosos en el propio seno del partido y en el Estado? ¿Cómo es que la burguesía y los elementos burgueses eran tan poderosos en la sociedad? ¿Por qué y cómo ‘cayeron’ este pueblo y este país socialista a quienes todas las burguesías unidas no habían podido vencer en 1918-1921 y contra los cuales los agresores nazis habían terminado estrellándose? Debemos reflexionar sobre esta historia y extraer lecciones de ella. (…) es preciso reconocer los errores como tales, es decir, identificarlos (para evitar su repetición) y esforzarse por analizar el alcance que han tenido respecto a la lucha de clases, a saber: en qué medida y por qué mediaciones constituyeron el origen o el comienzo de la degeneración revisionista”.

También compartimos su reflexión de que “incluso aunque nos atuviéramos a la cuestión del socialismo, no se puede considerar que ésta sólo se planteará verdaderamente después de la revolución proletaria. Basta con observar la historia para constatar la profunda relación existente entre la concepción que se tiene del socialismo y la forma en que se lleva la lucha contra el capitalismo”.

Examinemos ahora los cargos concretos que Fabrègues imputa a Stalin.

 

I. STALIN Y EL MATERIALISMO HISTÓRICO

La concepción de las fuerzas productivas: “la técnica lo decide todo”

Siguiendo a su maestro Bettelheim, Fabrègues acusa a Stalin de “economicismo” y de “abandono de la dialéctica revolucionaria”, a pesar de lo mucho que avanzó la revolución proletaria en vida de este dirigente bolchevique y de lo mucho que ha retrocedido después, a manos de tantos seudocríticos de derecha y de “izquierda”.

Reprocha a Stalin el “concebir los medios de producción como el elemento principal y determinante de las fuerzas productivas”, cuando aquel afirma que las transformaciones y el desarrollo de la producción “comienzan siempre por la transformación y el desarrollo de las fuerzas productivas y, ante todo, de los instrumentos de producción”. Y le opone la consideración por Marx y Lenin, tomada por él fuera de todo contexto, del trabajador como “primera fuerza productiva”[4].

¿Qué decir entonces de lo que sostienen Marx y Engels en el Manifiesto del Partido Comunista?: “La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social”.

En su prólogo a la Contribución a crítica de la economía política, Marx explica que las relaciones sociales dependen de la fase determinada de desarrollo en que se encuentran “sus fuerzas productivas materiales”. (la negrita es nuestra)

Esta contraposición que hace Fabrègues es absurda desde el punto de vista marxista, según el cual los seres humanos somos producto de las circunstancias –incluidos los medios de producción-, al tiempo que las transformamos.

Para evitar el evolucionismo vulgar de los reformistas, conocido como “teoría de las fuerzas productivas”, lo importante no es determinar si lo primero es el trabajador o los medios de trabajo, sino revolucionar las relaciones de producción cuando éstas impiden el ulterior desarrollo de las fuerzas productivas. Y esto precisamente es lo que hicieron Stalin y los bolcheviques cuando la pequeña explotación campesina se convirtió en una traba al progreso económico y fue necesario pasar a la colectivización y a la mecanización agraria.

El vínculo general que Stalin establece entre fuerzas productivas y relaciones de producción no es otro que el explicado por Marx. Tacharlo de “unilateral y mecanicista” sin haber alegado todavía ninguna prueba de que Stalin lo haya aplicado metafísicamente es tanto como cuestionar el marxismo: en efecto, supone independizar idealmente las relaciones de producción con respecto a las fuerzas productivas, dando pie a considerar que cualquier nivel de desarrollo de éstas es compatible con el socialismo. En definitiva, es coquetear con el eclecticismo y el subjetivismo en detrimento de la dialéctica materialista. Hecha esta advertencia, vamos a examinar cuáles son los cargos concretos de Fabrègues contra Stalin.

En vez de inducir, a partir de hechos, el veredicto condenatorio que ha pronunciado, presenta “de pasada” acusaciones particulares que deduce del mismo, como ejemplos que lo ilustran. Por tanto, va buscando confirmaciones a su prejuicio en vez de someterlo a contradicción con los hechos. Así critica “la teoría de la prioridad absoluta de la producción de bienes de producción con relación a la producción de medios de consumo… que si bien permitió en un primer momento un desarrollo formidable de la industrialización en la URSS (e hizo posible la resistencia a la agresión nazi), desarrolló rápidamente contradicciones al nivel del conjunto del desarrollo económico y especialmente en lo que se refiere al nivel de vida de las masas populares”.

Es evidente para cualquiera, menos para él, que difícilmente van a poder producirse bienes de consumo si no se han producido previamente medios que permitan producirlos. Y la reproducción ampliada de medios de producción es condición indispensable para la reproducción ampliada de artículos de consumo. Como dice Marx, la “continua superproducción relativa [del capital fijo y demás medios de producción] equivale al control de la sociedad sobre los medios objetivos de su propia reproducción. Pero dentro de la sociedad capitalista sería un elemento de anarquía”[5].

Precisamente así fue como las condiciones de vida de la población soviética fueron mejorando año tras año, tanto antes como después de la Gran Guerra Patria. Además, los Estados socialistas, hasta ahora rodeados de un cerco imperialista manifiestamente hostil, necesitan producir medios de producción para la fabricación de armamento. Por estas razones, era suicida no priorizar la producción de medios de producción sobre la producción de medios de vida, máxime cuando el imperialismo tardó apenas dos años desde la Segunda Guerra Mundial en imponer a la Unión Soviética una costosísima “guerra fría” bajo una constante amenaza nuclear.

Como parte de su acusación de “economicismo” contra Stalin, le reprocha a éste que adolece de un “fetichismo de la técnica” y de los cuadros, frente a la exigencia dialéctica de Mao de que éstos sean “expertos y rojos”. En su tónica habitual, condena en abstracto las consignas –“en el período de reconstrucción, la técnica lo decide todo” y “los cuadros lo deciden todo”- aprobadas por los bolcheviques, sin tener en cuenta su pertinencia en el momento en que las lanzaron: ¡después de agudas luchas de clases y de profundas transformaciones en las relaciones de producción y sociales en general! Y, una vez éstas realizadas o en proceso de realización, Stalin no renunciaba a la lucha de clases y a la política, como demuestran los acontecimientos inmediatamente anteriores a la Gran Guerra Patria[6].

Para Fabrègues, este presunto fetichismo de Stalin “desembocó en un reforzamiento acelerado de la base social de la burguesía burocrática de Estado”, aunque no nos explique cómo puede existir una “burguesía burocrática” que no sea un apéndice de la burguesía capitalista basada en la propiedad privada. 

Para comprender el proceso de restauración del capitalismo en la URSS, hace falta un análisis de clase un poco más riguroso desde el punto de vista del materialismo histórico y de la dialéctica.

No obstante, en su crítica al supuesto fetichismo de la técnica, este autor francés toca una cuestión general que reviste interés para la completa emancipación del proletariado: “la cuestión del tipo de desarrollo de la técnica, de la influencia dialéctica que existe entre este último y las relaciones de clases, las relaciones de producción”, criticando a Stalin por sostener que los medios de producción y las máquinas son “indiferentes a las clases”[7]. Ahora bien, para ser justos, este reproche debería extenderse a Lenin, Engels y Marx que sólo explicaron detalladamente cómo la burguesía revolucionaba los instrumentos de producción (creando con ello las condiciones materiales para el comunismo), pero no cómo lo haría la dictadura del proletariado. 

Es verdad que Stalin experimentó tres decenios largos de dominación obrera, pero en condiciones de atraso, asedio y guerra que sólo permitieron algunos destellos de la creatividad técnica de nuestra clase: fueron mucho más relevantes de lo que la contrarrevolución burguesa reconoce, aunque menos de lo que demostrará el proletariado en el futuro. Para ello, éste necesitará deshacerse de los prejuicios antiestalinistas que le inculcan sus enemigos y falsos amigos, apoyarse en los aciertos del que fue probablemente el mayor revolucionario práctico que ha conocido la historia hasta hoy y superarlos con un desarrollo tanto cuantitativo como cualitativo de las fuerzas productivas legadas por el capitalismo.

Fabrègues denigra el esfuerzo de la URSS por elevar cuantitativamente su “productividad del trabajo”, su “rendimiento” y su riqueza. Pasa por alto que era una base material indispensable para poder socializar la producción y reducir la división social del trabajo; y que se consiguió en dura lucha contra el derrotismo trotskista y bujarinista.

También rechaza el “reforzamiento de los incentivos materiales y… la diferenciación de los salarios” porque “consolidó de hecho las divisiones en el seno de la clase obrera, las cuales constituyen una de las raíces del desarrollo de los elementos capitalistas en las relaciones de producción”. Es cierto que estas políticas tienen consecuencias negativas y retrógradas, pero, tratándose el socialismo de una etapa de transición entre el capitalismo y el comunismo, el derecho burgués en la distribución exclusivamente de los medios de vida (de cada cual según su capacidad, a cada cual según su trabajo) no se puede abolir antes de que las fuerzas productivas estén suficientemente desarrolladas y es precisamente una palanca indispensable para ello. No queda más remedio que aplicarla neutralizando sus consecuencias negativas mediante la lucha organizada de la clase proletaria.

Llegamos ahora a la cuestión que Fabrègues considera “absolutamente central” en su crítica a Stalin: “Las relaciones de producción quedan reducidas en lo esencial a las formas jurídicas de propiedad”. Ve en ello la clave de la teoría de las fuerzas productivas, sin distinguir lo que ya se ha dicho más arriba: si por “teoría de las fuerzas productivas” entendemos que éstas son determinantes a escala histórica, en última instancia, sobre las relaciones de producción, entonces se trata ni más ni menos que de la concepción marxista de la sociedad; pero si se exagera unilateralmente este determinismo hasta el punto de negar la revolución en las relaciones de producción para liberar el ulterior desarrollo de las fuerzas productivas, entonces se trata de la concepción oportunista de la socialdemocracia.

Aquí, Fabrègues tiene razón, al apoyarse en la definición leninista de clase y en la Crítica del programa de Gotha de Marx, para advertir que “las relaciones objetivas de los hombres en la producción” influyen “sobre las formas de propiedad hasta el punto poder modificar el contenido” de éstas; para destacar “la importancia primordial de la transformación de las relaciones de producción, una vez resuelta la cuestión de la forma de la propiedad”; y para propugnar “la desaparición de la oposición entre trabajo manual/trabajo intelectual y de la subordinación a la división del trabajo”. Sostiene correctamente que “el desarrollo de las fuerzas productivas está dialécticamente unido a la transformación de las relaciones de producción en el seno de la sociedad socialista y no se reduce mecánicamente al desarrollo cuantitativo de los instrumentos de producción y de la productividad del trabajo”.

Todo esto está bien, a condición de que la diferencia entre transformaciones cualitativas y desarrollo cuantitativo no impida comprender también lo que los une:  

sin desarrollo cuantitativo de la producción, no habrá condiciones para continuar la transformación de las relaciones sociales. 

Y esto es lo que no contempla Fabrègues quien, acusando en permanencia a Stalin de “unilateralidad”, comete sistemáticamente la unilateralidad opuesta. En la URSS de los años 1930 (e incluso de los años 1940, puesto que la guerra había interrumpido la edificación socialista), hubo una gran transformación socialista de las relaciones de producción que se expresó jurídicamente en la liquidación de la propiedad privada sobre los medios de producción de carácter social y su sustitución por la propiedad estatal y colectiva. Por supuesto que esto no era suficiente para alcanzar el comunismo, pero significaba la conquista de una base superior de relaciones de producción y propiedad, desde la que acometer un desarrollo cuantitativo y cualitativo de las fuerzas productivas que permitiera mayores transformaciones en las relaciones sociales.

Era justo defender las nuevas formas de propiedad, lo que no excluía el crecimiento de su contenido socialista. A Fabrègues, esta defensa le parece. No le parece bien que se promulgara una ley que protegía los bienes estatales condenando a quien los perjudicara a penas de “trabajos correctivos con privación de libertad”, penas que él considera “muy severas”. No le parece bien que se llamara “enemigos del pueblo” a los conculcadores de esta ley porque, según él, esta categoría acabaría sustituyendo a la de “lucha de clases” (entendemos que se refiere a la categoría de “enemigo de clase”). No se sabe de dónde se saca esta peregrina sustitución si no es de su propia manga, porque estos tres conceptos se seguirán empleando, hasta tal punto que Jruschov centrará su ataque a Stalin en que veía lucha de clases donde ya no la había. Tampoco es de recibo contraponer la clase obrera al pueblo, cuando la primera está dirigiendo al segundo del que forma parte en la lucha contra unos enemigos que no pueden ser otros que los burgueses.

Fabrègues condena, más concretamente, “La tendencia a considerar la represión ejercida por los aparatos estatales como un elemento esencial de la construcción del socialismo”. Aquí, nuestro crítico se resbala del todo hasta la charca del anarquismo. Podría haber matizado esta necesidad preguntándose si la acción de aquellos aparatos estatales se apoyaba en la movilización directa de las masas obreras; o podría apuntar a los riesgos de una tajante división del trabajo entre estas dos partes de la misma clase proletaria. Pero cuestionar la necesidad de la represión estatal en el socialismo es cuestionar la necesidad del Estado cuando todavía subsisten las clases; es poner la realidad del revés, como hace el anarquismo; es pedir a Stalin que no fuera comunista y que la URSS capitulara ante el capitalismo. Eso no es corregir las supuestas desviaciones jruschovistas de Stalin, sino reivindicar a Jruschov contra Stalin.

Ha encontrado en el dirigente bolchevique un error que califica de “desviación ‘juricista’”, error surgido sobre la base de una realidad social nueva, revolucionada, cuyas consecuencias negativas se hicieron evidentes posteriormente, pero no lo eran ni mucho menos en un momento en que los problemas principales eran otros.

Especula, puesto que no aporta pruebas, con que para Stalin “en el fondo la transformación de las relaciones de producción queda reducida a la adopción de medidas jurídicas por parte del Estado”. La movilización de contingentes obreros al campo, el movimiento koljosiano, el stajanovismo, etc., desmienten esta supuesta “reducción”. Pero, por lo demás, las únicas alternativas a la adopción de medidas jurídicas por parte de la dictadura del proletariado son la aventurera supresión anarquista del Estado o la arbitrariedad del aparato estatal proletario en relación con el conjunto de su clase.

Se queja, sin diferenciar, de que los dirigentes soviéticos “dejan reproducirse numerosos elementos de la organización capitalista del trabajo”. El propio Lenin reclamó el aprendizaje de las formas más avanzadas de organización del trabajo social puestas en marcha por el capital monopolista. Las formas de organización dependen de las relaciones de producción pero dentro de un rango condicionado por el carácter de las fuerzas productivas de una determinada época, que son comunes al capitalismo y al socialismo. En este planteamiento de Fabrègues, hay algo válido pero se convierte en una estafa idealista desde el momento en que desprecia el carácter general del proceso de trabajo, el carácter social de las fuerzas productivas común a ambos sistemas sociales.

Sin aportar prueba alguna, pinta un tétrico cuadro de la edificación del socialismo en la URSS, donde “las estructuras autoritarias del poder en las empresas (director único, reglamentos que constriñen la organización del trabajo, legislación represiva sobre el absentismo laboral, cartilla de trabajo, etc.)” se oponen a la “participación de los obreros en masa en la gestión de las empresas” y a la “participación real de los cuadros en el trabajo productivo”. Se imagina la participación de las masas como una supresión de su organización, de la división del trabajo en su seno, de la necesidad de ingenieros, contables, economistas, etc., en el trabajo productivo. Sí, la vieja división social del trabajo que condena a los individuos a la misma función a lo largo de su vida debe ser superada para que lo sea la división de la sociedad en clases, pero eso no significa que todos hagan lo mismo, sino que se turnen para que cada uno pueda desempeñar un amplio abanico de funciones a lo largo de su vida. Y esto estaba todavía lejos de poder llevarse a cabo en la URSS. Toda la cuestión consistía, no en saltar por encima de las posibilidades materiales, sino en organizar la lucha para continuar las transformaciones revolucionarias a la vez que se reprimía a los elementos burgueses que brotaban de las viejas condiciones todavía no susceptibles de ser suprimidas.

Fabrègues pone en evidencia la comprensión incompleta de Stalin sobre la división social entre trabajadores manuales y trabajadores intelectuales, pero nuevamente la convierte en negatividad aboluta: así, pasa por alto la veracidad de la afirmación de Stalin sobre el hecho de que “con la abolición del capitalismo y del sistema de explotación” desaparece “la oposición de intereses entre el trabajo manual y el trabajo intelectual” y la interpreta como que el dirigente bolchevique “consideraba resuelta” esta contradicción, lo cual es falso a todas luces como puede constatarse leyendo Los problemas económicos del socialismo en la URSS[8]. Para colmo, el odio visceral de este intelectual francés hacia Stalin lo lleva a perder todo sentido de la medida y de la vergüenza para considerarlo “semejante” a Kautsky en esta problemática.

Por supuesto que a nuestro crítico no le falta razón cuando reprocha a la dirección estaliniana haber pecado de exceso de seguridad en la irreversibilidad interna de las transformaciones conseguidas. Pero a él debemos reprocharle que nunca reconozca el valor de éstas ni las dificultades de ser pioneros en la titánica obra nueva de edificar el socialismo. De hecho, a él que tuvo el mérito de estar entre los pocos que advirtieron el proceso de restauración del capitalismo en la URSS, debemos hoy reprocharle que absolutizara el fragmento de este proceso que conoció, hasta el punto de negar que “la restauración del capitalismo significaría necesariamente la restauración de la forma jurídica de la propiedad privada”, negación que equivale a echar por la borda el marxismo. En su lugar, resucita la vieja tesis zinovievista de que la industria socialista es “capitalismo de Estado”[9]. Sin embargo, lo que se confirmó diez años más tarde en la URSS y en Europa Oriental es que no se completa la restauración del capitalismo hasta que no se restablece la forma jurídica de la propiedad privada como expresión necesaria de las relaciones sociales que presiden esta forma de producción social.

Una concepción antidialéctica entre fuerzas productivas y relaciones de producción

Esto es lo que Fabrègues deduce de la siguiente afirmación hecha por Stalin en 1938 en El materialismo dialéctico e histórico: “La economía socialista en la URSS, donde la propiedad social de los medios de producción está perfectamente ajustada al carácter social del proceso de producción y donde, por consiguiente, no hay crisis económicas ni destrucción de las fuerzas productivas, es un ejemplo del perfecto ajuste existente entre las relaciones de producción y el carácter de las fuerzas productivas”. Al parecer, esto lleva a pensar que existe un modo de producción socialista, cuando realmente el socialismo es sólo “un período histórico de transición entre el modo de producción capitalista y el modo de producción comunista

El hecho de que sea un período de transición no impide que tenga un modo de producción. Es absurdo pensar que, durante este período, se produzca sin que exista un modo de hacerlo, una relación concreta entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Como él mismo reconoce, el socialismo es también la “fase inferior del comunismo” y, por tanto, su modo de producción es esencialmente comunista, es decir basado en la correspondencia entre el carácter social de las fuerzas productivas y las relaciones de producción socialistas. Pero se le pueden distinguir unas características particulares por el hecho de que no todas las fuerzas productivas tienen todavía un carácter social y, por consiguiente, se mantienen parcelas menores de propiedad privada, relaciones monetario-mercantiles limitadas, etc. Son sin duda factores adversos, pero subordinados, de manera que el socialismo sí es lo que Fabrègues llama “un modo de producción ‘establecido’”, con “sus propias capacidades ‘automáticas’, de reproducción”. 

El capitalismo también ha dominado durante un largo período, a la vez que coexistía con forma de producción anteriores, además de que nunca ha existido sin una permanente lucha entre las clases y fracciones de clase poseedoras. Por su parte, el socialismo suprime las crisis económicas precisamente porque se corresponde con la naturaleza social de las fuerzas productivas, por mucho que sea “una fase histórica de lucha entre el capitalismo vencido, pero no eliminado, y el comunismo naciente, época en la que continúa la lucha de clases bajo nuevas formas y en la que la cuestión de saber ‘quién vencerá’ no está definitivamente zanjada”.

Así pues, no es Stalin quien peca de antidialéctico, sino Fabrègues, el cual sustituye la dialéctica por la metafísica y convierte el socialismo en algo ecléctico.

Frente al utopismo, el marxismo se basa en que la libertad es el conocimiento de la necesidad, en que el conocimiento de las leyes objetivas es el que permite a la humanidad ponerlas a su servicio. 

La “ley económica de necesaria correspondencia entre las relaciones de producción y el carácter de las fuerzas productivas” que Stalin formula como base para el crecimiento continuo y sin crisis de la producción en la URSS coincide del todo con lo dicho por Marx en su Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política. Pues bien, Fabrègues no ve aquí más que “fetichismo de las leyes” e “ilusión jurídica”. Sin embargo, la ley en cuestión es cierta y nada ilusoria ni fetichista. Como todas las leyes objetivas, el éxito viene de aplicarlas y el fracaso, de no hacerlo. Cuando Stalin explica esto frente a los economistas que entendían esta ley a la manera de quien se lanza desde un precipicio confiando en volar con sólo saberse las leyes de la física, nuestro crítico presenta las cosas como una retractación por parte del dirigente soviético: “al tomar conciencia de las consecuencias de sus afirmaciones”; “se esforzó por matizar su posición”; “se ve obligado a precisar la rectificación de sus palabras anteriores y a volver a introducir la noción de contradicción, que él mismo había contribuido a desterrar, en lo que se refiere a la comprensión de la sociedad socialista”. Esto es evidentemente falso, como lo acreditan todas las luchas políticas en las que Stalin fue parte, no sólo antes, sino después de la aprobación de la Constitución de 1936. Los críticos de “izquierda” lo culpan de haber negado las contradicciones bajo el socialismo y los críticos de derecha, de haberlas visto donde no las había, y ambos, de haberlas antagonizado. ¿A quién creer? Será mejor juzgarlo con sus propias palabras, así citadas por Fabrègues:

“’El camarada Iaroshenko se equivoca cuando sostiene que en el socialismo no existe ninguna contradicción entre tas relaciones de producción y las fuerzas productivas de la sociedad. Efectivamente, nuestras relaciones de producción actualmente atraviesan un período en el que se corresponden plenamente con el crecimiento de las fuerzas productivas y las hacen progresar a paso de gigante. Pero sería un error tranquilizarse y creer que ya no existe ninguna contradicción entre nuestras fuerzas productivas y nuestras relaciones de producción. Sin lugar a duda, existen y existirán contradicciones, puesto que el desarrollo de las relaciones de producción va y seguirá yendo con retraso respecto al de las fuerzas productivas.’ Añade que s¡ los ‘organismos dirigentes’ aplican una política correcta, estas contradicciones no pueden llegar a ser antagónicas, ni desembocar en un conflicto entre fuerzas productivas y relaciones de producción; en caso contrario, ‘será inevitable un conflicto y nuestras relaciones de producción pueden llegar a constituir un obstáculo muy serio al desarrollo de las fuerzas productivas’.”

Pero, Fabrègues sigue insatisfecho con este “paso adelante en el plano teórico” que considera al mismo tiempo “dos pasos hacia atrás, o más…” (¡!) por tener “estrechas limitaciones”. Tiene por costumbre especular con lo que pensaba Stalin más allá de sus propias palabras. Así ve la solución propuesta por éste como un máximo absoluto: “Los organismos dirigentes también tiene la obligación de descubrir en el plazo necesario las contradicciones que está madurando y de tomar medidas a tiempo para vencerlas adaptando las relaciones de producción al crecimiento de las fuerzas productivas”[10]. Nuestro detractor no ve en el fondo la diferencia esencial entre el revolucionario que era Stalin y los burócratas que le sucedieron enfangándolo. Lo acusa de antidialéctico pero es él quien se muestra incapaz de percibir el movimiento, el desarrollo, el proceso por el que la correspondencia de las relaciones de producción con las fuerzas productivas se trocó en conflicto, debido a que aquéllas tomaron una dirección restauracionista, privatizadora, antisocialista, etc. Mientras vivió Stalin, este fenómeno era excepcional y se podía resolver en la esfera estrecha de la dirección política. Después, ya no pudo ser y el remedio propuesto por Stalin se volvió ineficaz: se había hecho necesario una movilización de masas contra aquellos restauracionistas o revisionistas.

Las relaciones base/superestructura: un análisis a la vez mecanicista y voluntarista

En su empeño por exagerar en vez de explicar los errores de Stalin (para así denigrarlo), Fabrègues le achaca la comisión simultánea de ambas desviaciones, a pesar de ser opuestas.

Su presunto mecanicismo o economicismo se debería a que sustituye “el análisis en términos de contradicciones” por “el análisis en términos de leyes objetivas establecidas”, como si fueran excluyentes, pasando por alto que Marx analizó las contradicciones de la mercancía y del capital para “establecer” la ley del valor, la ley general de la acumulación capitalista, la ley tendencial a la disminución de la cuota general de ganancia, etc. La única cuestión a dirimir aquí es si una ley (que se pretende tal) expresa o no el movimiento general que imprime a una cosa la unidad y lucha de sus aspectos contradictorios. Y las leyes a las que Stalin se refiere sí que lo hacen o, por lo menos, Fabrègues no intenta siquiera refutarlas.

En cuanto al “voluntarismo” del líder bolchevique, nuestro crítico ultramaoísta lo encuentra en “dejar de tener en cuenta las condiciones objetivas”, como en el momento de “lanzamiento del primer plan y la ruptura profunda de la alianza obreros-campesinos después de la colectivización”. 

Éste es uno de los mitos más generalizados contra la edificación socialista en la URSS. Lo crearon Bujarin y la oposición de derecha en el Partido bolchevique, lo explotaron el trotskismo, la burguesía internacional y el nazi-fascismo en particular, lo resucitaron los jruschovitas y lo mantuvo con vida Mao Zedong en el ala antirrevisionista del movimiento comunista. En la vida real, fue refutado por el desarrollo y el desenlace de la Gran Guerra Patria, el cual no habría podido ser favorable si las masas del campo, con su producción de alimentos y materias primas industriales, hubieran roto con el gobierno soviético. 

Todo este mito descansa sobre el hecho cierto de que se desarrollaron “las contradicciones de clase en el campo”. Fabrègues tiene que reconocerlo para evitar ser acusado de derechismo y bujarinismo. Pero lo hace con la boca pequeña, sin asumir que fue el desarrollo de las contradicciones de clase en el campo soviético –y también a escala internacional- el que motivó la política de colectivización por parte de la alianza entre el proletariado gobernante y la mayoría del campesinado de la URSS.

A nuestro crítico también le chirrían las consignas revolucionarias de aquel período, con el mismo espíritu con que Plejánov dijo “no debimos empuñar las armas”, después de la derrota de la Revolución de 1905. Sólo que la ofensiva del socialismo en los años 30 no se saldó con la derrota, sino con la victoria. La derrota vino más tarde, precisamente por renegar de esa ofensiva. Como ejemplo del voluntarismo y del subjetivismo de Stalin, aduce la siguiente idea expresada por éste en su Informe al XVII Congreso del Partido: “Hay que comprender que la fuerza y autoridad de todas nuestras organizaciones: del partido, de los soviets, económicas, etc., ha crecido en una proporción hasta ahora nunca vista. Precisamente por esta razón ahora todo, o casi todo, depende de su trabajo. Ya no se podrían invocar pretendidas condiciones objetivas.” 

¿Quiere decir el líder bolchevique que las condiciones objetivas ya no cuentan? En absoluto. Dichas condiciones son las que han determinado la acción del Partido y del gobierno soviético; de ahí el éxito, por tanto el crecimiento de “la fuerza y la autoridad de todas nuestras organizaciones”. Tal es la base material objetiva que justifica y fija precisos límites de validez para las consignas bolcheviques. El pusilánime Fabrègues no alcanza a comprenderlo (o no quiere comprenderlo), para así tachar a Stalin de errático y contradictorio. Lo curioso es que, con la misma lógica, no denuncie el “voluntarismo” y el “subjetivismo” de la Revolución Cultural maoísta.

El carácter secundario, “exterior”, de la lucha de clases

En este apartado de su artículo, Fabrègues afirma que, en la exposición del materialismo histórico de Stalin (1938), es “curioso constatar la ausencia… ¡de la lucha de clases!”. ¿Es esto cierto? No, puesto que, en la misma, se menciona 7 veces la expresión “lucha de clases”.

Inmediatamente después de esta “curiosa” acusación, se desdice de ella para reconocer que Stalin sí menciona la lucha de clases, pero sólo la hace intervenir “cuando se hace necesario ‘readaptar’ las relaciones de producción a las fuerzas productivas. (…) De este modo, la lucha de clases adquiere un carácter casi ‘exterior’ con relación a las contradicciones fundamentales de la sociedad (sobre todo la contradicción fuerzas productivas/relaciones de producción)”.

A despecho de nuestro crítico, esta “readaptación” es el papel más importante y esencial que desempeña la lucha de clases. Y no tiene nada de “exterior” a la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, puesto que éstas son el fundamento material de la división de la sociedad en clases y de la lucha entre ellas.

Adonde quiere llegar Fabrègues con este embrollo es a criticar a Stalin por “su concepción según la cual, aproximadamente desde 1936, ya no había contradicciones de clase en la URSS.” Esta acusación es falsa puesto que, en 1937, Stalin sostuvo con firmeza e insistencia: “Hay que demoler y tirar por la borda la teoría podrida según la cual la lucha de clases se extinguiría a medida de nuestros pasos hacia adelante…”. Si, a pesar de todo ello, nuestro crítico afirma que el dirigente bolchevique niega la lucha de clases, ¿qué no pensará de Marx, el cual no menciona ni una sola vez la palabra “clase” al sintetizar su concepción materialista de la historia en el famoso Prólogo a la Crítica de la Economía política de 1859?

Los errores de Stalin no son tan burdos como los exagera Fabrègues, y lo hace así porque busca en él al culpable en vez de comprender el proceso por el que aquellos errores de pionero, cometidos en una situación sin precedentes históricos, contribuyeron al desarrollo de toda una concepción revisionista y objetivamente restauradora del capitalismo.

De esta “cuasi-ausencia de la lucha de clases”, nos dice, se deriva la frecuente “personificación” que hace Stalin de “elementos tan poco dotados de conciencia o de voluntad como la superestructura, las ideas, las teorías, la lengua, etcétera”. Eso sí, a consecuencia de esta nueva crítica, se ve obligado a reconocer que el líder bolchevique sí “analiza las relaciones entre base y superestructura”.

Y así, sucesivamente, busca expresiones sacadas de contexto para apuntalar su acusación de que Stalin prescinde de la lucha de clases, igualándolo con Kautsky. Puesto que éste fue el renegado jefe de la socialdemocracia y Fabrègues pretende llevarnos a la conclusión de que Stalin no se diferenciaba esencialmente de él, cita un fragmento del libro de aquél titulado La concepción materialista de la historia (1927) donde expresa una idea que parece común a ambos: “Es necesario concebir la posibilidad de una teoría del desarrollo humano sin relación con la lucha de clases, en la que ésta sólo aparezca como un breve episodio, esperamos, rápidamente superado.”

Lejos de darlo por bueno, hay que desmontar este truco de trilero. La diferencia entre Kautsky y el marxismo radica en que, para éste, no se trata de concebir una teoría del desarrollo humano sin relación con la lucha de clases, sino de alcanzar en la práctica un estadio del desarrollo humano en el que no haya clases ni lucha entre ellas. La pretensión de Kautsky es contrarrevolucionaria o absurda: contrarrevolucionaria, porque es la línea general de la socialdemocracia desde hace un siglo, engañando a los trabajadores sobre la posibilidad de que progresen sin lucha de clases; absurda, porque no se puede elaborar una teoría sobre cómo será la sociedad cuando hayan desaparecido las clases mientras éstas existan, ni tiene ninguna utilidad intentarlo. 

Pero la URSS de finales de los años 30 había experimentado una radical transformación revolucionaria y las relaciones sociales eran cualitativamente comunistas, y no ya capitalistas, aunque la transformación no fuera completa. Aquellas condiciones se acercaban a las del momento en que la humanidad proseguirá su desarrollo sin que éste venga impulsado por los antagonismos de clase. Es verdad que, no obstante, el progreso de la URSS todavía dependía de la lucha de clases, pero no menos verdad era que Stalin estaba dirigiendo esta ofensiva del socialismo, mientras que Kautsky dirigía el empeño dirigido a la sumisión de la clase obrera a la burguesía capitalista.

 

II. STALIN Y LA LUCHA DE CLASES

Una concepción errónea de las clases y de la lucha de clases

Fabrègues considera correcta la línea de Stalin hasta la victoria de ésta sobre la de Bujarin y el inicio de la colectivización: “decía acertadamente en 1928 que en la URSS existían ‘condiciones que hacían posible la restauración del capitalismo’ (Sobre el peligro derechista en el PC(b) de la URSS). Pero las únicas condiciones a las que hacía referencia eran que ‘todavía no hemos arrancado las raíces del capitalismo, ¿dónde residen entonces? Residen en la producción comercial, en la pequeña producción de la ciudad y sobre todo del campo’.” Pero no le queda más remedio que reconocer la paternidad de esta idea en Lenin. Lo que ya no se atreve a reconocer es que esta idea equivale a la identificación de las relaciones de producción y las formas jurídicas de propiedad que sólo achaca a Stalin. Ni tampoco quiere asumir que esta idea es fundamentalmente correcta por cuanto las formas de propiedad son la expresión plenamente desarrollada de las relaciones de producción, de las relaciones de clase. Por tanto, no se trata de dos cosas esencialmente distintas, sino de la esencia y la apariencia de una misma cosa, del desarrollo de esta esencia en distintos momentos.

Parece que Stalin no capta este proceso, pero es falsa la afirmación de nuestro profesor según la cual aquél “va a retomar la teoría de Bujarin sobre la extinción de la lucha de clases”, una vez realizada la colectivización. Mediante ésta, Stalin había promovido una disminución de las diferencias de clase, mientras que Bujarin, al oponerse a ella, aspiraba sólo a embotar la lucha de la clase obrera y del campesinado trabajador contra una burguesía rural crecientemente diferenciada y enfrentada a estas clases.

La tesis fundamental de Stalin: la negación de las contradicciones de clase

Lo mismo hemos de decir de la afirmación de que “los revisionistas jruschovianos retoman esta tesis en su totalidad y su interpretación de la historia reproduce exactamente la de Stalin sobre esta cuestión.” No se puede hablar de totalidad ni de exactitud cuando uno de los reproches más esgrimidos por aquéllos contra Stalin es que éste se empeñara en mantener la lucha de clases en la sociedad soviética cuando, según ellos, ya no tenía objeto.

En este subcapítulo, Fabrègues reproduce múltiples declaraciones de Stalin en las que éste destaca el cambio cualitativo experimentado en la URSS con la supresión de la propiedad privada capitalista, que es el colofón del desarrollo histórico de la propiedad privada. Por consiguiente, lo que prevalece en ellas es la afirmación de lo nuevo, su importancia histórica, la solidez creciente de la obra socialista de la clase obrera y, sobre esta base, el optimismo como estado de ánimo. Los hechos aducidos son ciertos y la confianza en el futuro es justificada. Claro que, después de la involución revisionista posterior, es lógico y necesario preguntarse si la descripción y la valoración de aquellos progresos pecaron de unilaterales. Pero no es de recibo su negación absoluta por nuestro crítico, a no ser que pretenda otras tareas, otros caminos, otros resultados que, además, no explicita (salvo referencias elogiosas a la Revolución Cultural china, la cual habría sido inconcebible e irrealizable sin la revolución que triunfó en 1949, ni ésta a su vez, sin la Revolución de Octubre y el socialismo soviético). De ahí que su crítica no resulte revolucionaria, sino contrarrevolucionaria.

Veamos algunos ejemplos concretos. Es cierto que habían sido liquidadas las clases explotadoras y, con ello, había desaparecido la explotación del hombre por el hombre. De las condiciones todavía no enteramente comunistas, podían brotar y continuamente brotaban (como denunciaba la prensa) casos particulares de explotación, pero carecían de una amplitud realmente social, de clase, y eran combatidos para que no llegaran a tenerla. Al reducirse los antagonismos, se estrechaba la unidad moral y política de la sociedad soviética. El proletariado había dejado de ser una clase desposeída por cuanto se había hecho dueño de los principales medios de producción: Stalin decía que se había convertido en una clase absolutamente nueva; ¿nueva?, sin duda; ¿absolutamente?, aquí sí que cometió una exageración, una unilateralidad que resultaría perjudicial para la causa del comunismo.

Fabrègues intenta contraponer Stalin a Lenin por cuanto aquél dedujo que “ya no existen clases antagónicas”, mientras que éste sostenía que la lucha entre la clase obrera y la burguesía seguía “existiendo bajo nuevas formas” bajo la dictadura del proletariado. En realidad, Lenin no llegó a conocer ni a referirse a una situación en que hubiera sido expropiada por completo la burguesía y que no fuera el comunismo completo. Tampoco Stalin negó absolutamente las contradicciones entre las clases, la lucha de clases y la dictadura del proletariado en la etapa en que toda la propiedad de los medios de producción es socialista. Aquí no está su lado flojo, sino en la comprensión de cómo se regenera la burguesía bajo estas nuevas condiciones.

En su afán por restar méritos a Stalin y atribuirle la paternidad del revisionismo moderno, Fabrègues le lanza una falsa acusación en un párrafo –“afirmaba además ¡que no existían contradicciones en el seno del pueblo!”- para desmentirla en el párrafo siguiente, citando al jefe bolchevique: “Usted ha confundido dos cosas diferentes. Ha confundido las contradicciones entre el proletariado y la gran masa de los trabajadores con las contradicciones entre el proletariado y los kulaks” (Carta al camarada Ch., nov-dic. 1930). Entonces, para apoyar su acusación, cita el Informe sobre la Constitución de 1936 donde se dice que las diferencias entre las clases trabajadoras “caen”, “desaparecen” y “se borran”; la distancia entre ellas “disminuye cada vez más”. 

Fíjese el lector que dicho Informe no dice que estas diferencias hayan desaparecido y se hayan borrado. Lo mismo cabe comentar de que “la primera fase del comunismo, el socialismo, en lo esencial, ha sido ya realizada en nuestro país”. O lo dicho en el Informe para el XVII Congreso (1934): “Los hechos certifican que ya hemos construido los cimientos de la sociedad socialista en la URSS y que únicamente nos falta coronarlos de superestructuras, tarea indiscutiblemente más fácil que la de construir los cimientos de la sociedad socialista”. Stalin habla de lo esencial y no de la totalidad; de que lo restante es más fácil y no de que sea fácil; etc.

Tal es el lamentable proceder de nuestro hipercrítico.

Tiene no obstante algo de razón cuando habla de cómo la burguesía “se benefició de este oscurecimiento” sobre las reminiscencias de lo viejo, sobre lo que quedaba por cambiar como base de la reanimación burguesa. Pero añade: “a pesar de la represión ciega que continuó golpeándola parcial y juntamente con una fracción de las masas populares y numerosos revolucionarios proletarios”. Una cosa es que la falta de claridad produjera cierto “oscurecimiento” y otra que la represión fuera “ciega” hasta el punto de golpear a los tres sectores mencionados de manera conjunta. La total claridad a priori no es posible (a menudo, ni siquiera a posteriori): hay que asumirlo porque no existe otra alternativa que la contrarrevolución y las consecuencias de ésta son mucho peores. 

Los Juicios de Moscú (y las pruebas posteriores respaldando los veredictos) demostraron que las antiguas oposiciones trotskista, zinovievista y bujarinista, ante su incapacidad para imponerse pacíficamente dentro del Partido, se valieron de sus posiciones dentro del aparato para intentar derribar violentamente la dirigencia soviética en coalición con la burguesía internacional. Utilizaron estas posiciones en el aparato (Piatakov, Tujachevski, Yagoda, Yezhov, etc.) contra “masas populares y numerosos revolucionarios proletarios” para enfrentarlos con el gobierno bolchevique. De ahí la apariencia de “represión ciega” que revistieron los cruentos años 1937-38 en la URSS.

Tampoco le sale mejor a Fabrègues contraponer Stalin y Mao Zedong en cuanto a la relación entre la solidez del socialismo en un país y la revolución internacional. Cita la escueta respuesta de Stalin a Werth en 1946: “El "comunismo en un solo país" es perfectamente posible, particularmente en un país como la Unión Soviética”; y la Carta a Ivánov, donde sostiene: “podríamos decir que esta victoria (del socialismo) es definitiva si nuestro país se encontrara en una isla y no estuviera rodeado de otros países, de países capitalistas”. Llegar al comunismo pleno en los países socialistas requiere de un conjunto de condiciones que son muy difíciles de reunir mientras haya Estados capitalistas y, por tanto, hostiles a aquéllos. Pero ningún país tiene por qué interrumpir su avance hacia la meta, debido a estas dificultades; y, a priori, no sabemos cuáles ni en qué grado pueden llegar a constituir un impedimento absoluto. Tal es el espíritu con que Stalin rebatió al trotskismo y entusiasmó a las masas revolucionarias soviéticas para construir el socialismo. 

Hay que contextualizar la conversación de Stalin con Werth: estaba tratando del establecimiento de relaciones pacíficas entre naciones con diferentes regímenes sociales después de la extenuante Guerra Mundial y, por eso, debía dejar sentado que la meta comunista de la URSS no le exigía exportar la revolución a los países capitalistas. Por lo demás, ¿quién puede asegurar que la presión del cerco imperialista sobre la sociedad soviética no fue determinante para inclinar la balanza a favor de los sectores menos revolucionarios de ésta? ¿No constituye más bien una prueba de ello, de esta presión exterior, que el revisionismo moderno se manifestara en los partidos comunistas de Francia, de Italia y de Yugoslavia, antes que en el soviético?

En cuanto a Mao Zedong, Fabrègues dice: “Según el punto de vista leninista, la victoria final de un país socialista no solamente necesita los esfuerzos del proletariado y de las amplias masas populares de ese país, también depende de la victoria de la revolución mundial, de la abolición en el globo del sistema de explotación del hombre por el hombre, lo que supondrá la emancipación de toda la humanidad. Por consiguiente, hablar a la ligera de victoria final de nuestra revolución es un error, antileninista; además, no corresponde a la realidad” (La Grande Révolution culturelle prolétarienne, Pekín, 1970). Mao no se enfrentaba aquí Stalin, sino a Jruschov para quien la victoria del socialismo en la URSS estaba definitivamente asegurada aunque siguieran existiendo países capitalistas hostiles porque, según él, la correlación de fuerzas ya era favorable al socialismo a escala internacional.

La tesis secundaria, coyuntural, de Stalin: la agudización de la lucha de clases

Fabrègues ve una contradicción entre la descripción que Stalin hacía de los progresos de la revolución proletaria en la URSS y su afirmación hecha en 1937 -y que hemos mencionado más arriba-, según la cual la lucha de clases se agudiza a medida que el socialismo se desarrolla. En el primer caso habla de unidad y en el segundo habla de lucha; en el primer caso habla de identidad y en el segundo habla de antagonismo. ¿Cómo explicar esta contradicción? Aunque, por lo que hemos constatado hasta ahora, la explicación esencial de nuestro crítico es subjetivista por cuanto remite todo a la manipulación maquiavélica del tirano, tiene que maquillarla con algo de objetividad para ser aceptado por el público marxista-leninista sobre el que desea influir. En realidad, la explicación subjetivista nada explica, puesto que no parte de las premisas objetivas ni conduce a los resultados anunciados. Así fue la “explicación del estalinismo” por Trotski y de Jruschov que, desentendiéndose de las causas objetivas de la victoria de la revolución rusa, carecía de otro significado cierto que favorecer ideológicamente al imperialismo y a la restauración capitalista en los países socialistas.

El maquillaje objetivo de Fabrègues consiste en dividir metafísicamente a Stalin en dos: el Stalin principal y estructural, que niega la lucha de clases bajo el socialismo; y el Stalin secundario y coyuntural, que la afirma. Pero como esta disociación no aporta nada coherente a un público educado en la dialéctica y, además, no sirve a su objetivo de desechar completamente a Stalin, decide “restablecer” la unidad entre los dos Stalin. Pero no lo hace explicando la contradicción, sino afirmando que lo es “sólo en apariencia”, porque el segundo término de la misma es meramente secundario y coyuntural. Como si éste fuera incidental o contingente, ajeno a si hay o no hay lucha de clases en la URSS, Fabrègues dice: “es la época de los grandes procesos y de la represión masiva que no se atenuará (relativamente) hasta 1939”. Así, parece que Stalin se saca caprichosamente de la manga la carta de la lucha de clases para deshacerse de quien le molesta personalmente, en lugar de reconocer que aquellos procesos y aquella represión son consecuencia de la agudización de esa lucha, en la forma concreta en que se manifiesta.

Precisamente por esto último, a nuestro crítico le parece “significativo” que el título del informe en el que Stalin habla del recrudecimiento de la lucha de clases confronte al Partido con “los trotskistas y otros fariseos”. A cualquiera que confunda la dialéctica de Marx con la de Hegel le podrá parecer poca cosa reducir toda la enormidad de la lucha de clases en el socialismo a una pelea con los trotskistas y demás fariseos. 

Sin embargo, un verdadero revolucionario proletario sabe que un informe político correcto parte de la verdad que es siempre concreta: que debe elevarse de lo abstracto de la lucha de clases a la expresión concreta que ésta reviste al pasar a la acción. Luego, más tarde, es muy aleccionador redactar ensayos teóricos que engarcen este momento concreto en el curso general de la lucha de clases. Lamentablemente, la práctica revolucionaria suele dejar poco tiempo para este tipo de balances que abundan en períodos de derrota, demasiadas veces contaminados del correspondiente espíritu.

El citado informe de 1937 concreta así cuál es el enemigo de clase: “Los residuos de las clases derrotadas en la URSS no están solos. Se benefician del apoyo directo de nuestros enemigos, más allá de las fronteras de la URSS”.

A lo que nuestro crítico comenta: “Esta insistencia sobre los residuos se relaciona con la negación de una base económica (en el marco de la propiedad social), política e ideológica interna para la existencia y la reproducción de la burguesía en la URSS”. En este comentario, hay algo de cierto por cuanto -como hemos dicho- Stalin no comprende del todo la relación entre la división del trabajo heredada del capitalismo y la reproducción no sólo de la burguesía sino también del proletariado. Sin embargo, también hay mucha exageración. Por una parte, Stalin observa el movimiento que están experimentando las clases trabajadoras hacia la homogeneización de sus condiciones de existencia, pero no da este proceso por finalizado y, por tanto, reconoce implícitamente contradicciones que explicitará en su intervención sobre Los problemas económicos del socialismo en la URSS. Las advertencias en ella contra el tecnocratismo económico y contra la entrega en propiedad a los koljoses de los medios sociales de producción que éstos emplean desvirtúan la aventurada conclusión fabreguista de que “La propia idea de una ‘nueva burguesía’ surgida del seno de la sociedad socialista habría sido aberrante para Stalin: al no existir ‘propiedad privada’ no tendría ‘base’.”[11]  Por otra parte y sobre todo, Fabrègues no reconoce la importancia principal que tenían en aquel momento los residuos de las clases derrotadas que no se daban por vencidas y buscaban la revancha por otros medios. Hace falta ser muy ingenuo para creerse que van a conformarse con la pérdida de sus anteriores privilegios, cuando la vida de todo el pueblo está todavía repleta de privaciones, no ha pasado ni una sola generación desde que fueron expropiados y el ariete fascista del imperialismo está concentrando las fuerzas de toda Europa para invadir al País de los Soviets.

Contra esta evidencia objetiva, nuestro crítico arroja su arma más afilada: la filosofía cortada a medida de sus necesidades. Así, acusa a Stalin de una “nueva ‘inversión’ de la dialéctica (…), que conducía a considerar las contradicciones externas (entre la URSS y el imperialismo) como enteramente determinantes de las contradicciones internas (entre el pueblo soviético y los ‘residuos de las clases explotadoras’). Esto es lo que explica igualmente que los acusados de los procesos fueran condenados principalmente como ‘agentes de servicios de espionaje de los Estados extranjeros’; siendo sus confesiones, la mayoría de las veces, las únicas pruebas reales de su culpabilidad.”

Vayamos por partes. El materialismo dialéctico sostiene, a diferencia del mecanicismo idealista cartesiano, que el movimiento fundamental de las cosas tiene un origen interno que consiste en la lucha de los elementos contrarios que contienen. Por esto, no debemos buscar únicamente en la acción mecánica del exterior la causa del movimiento, del desarrollo, de la evolución de tales cosas. Pero esto no significa que la causa exterior no juegue ningún papel. Por ejemplo, si un asteroide choca con un planeta destruyéndolo o modificando su órbita, la causa de este resultado no se encontrará dentro del propio planeta sino fuera de él. Eso sí, la modificación será diferente según las características materiales del planeta (masa, estado de agregación de los materiales de que se compone, etc.). Incluso en este ejemplo, es válida la tesis filosófica marxista según la cual las contradicciones internas actúan a través de las contradicciones internas. Así, en el caso de la URSS de entonces, se comprobó que el resultado de la agresión hitleriana no dependía sólo la potencia bélica empleada sino sobre todo de la solidez de la sociedad soviética. Y dicho resultado demostró que Stalin tenía razón (aunque Fabrègues se empeñe en sostener lo contrario, al considerar a Stalin como origen de su antagonista Jruschov): prevalecía entonces la unidad entre las clases y capas que la formaban sobre sus diferencias de intereses.

Además, conviene tener presente que las contradicciones externas entre la burguesía y el proletariado respecto de un país, incluso socialista, sólo lo son relativamente porque el capitalismo produce una socialización internacional de las fuerzas productivas y, con él, una subordinación de las naciones al mercado mundial, como las partes a un todo. De ahí que la revolución proletaria sea esencialmente internacional. En este sentido, las contradicciones entre el imperialismo y los Estados socialistas no son exteriores a la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado.

En cuanto a los procesos de Moscú y a los hallazgos posteriores, se ha demostrado que hubo una lógica e inevitable inteligencia entre los conspiradores internos y los agresores externos, pues ambos se necesitaban mutuamente y, como dijo el entonces embajador estadounidense en la URSS, la considerable neutralización de los primeros en el período previo frustró el éxito de los segundos[12]. En cuanto a que las confesiones y delaciones eran casi el único material probatorio, también hubo documentos y testimonios, pero no cabía esperar que dejaran rastros materiales de sus andanzas esos expertos conspiradores que eran los viejos agentes zaristas y los cuadros revolucionarios renegados. Además, la temperatura política de Europa se elevaba al punto de una masacre de decenas de millones de personas y no había condiciones para muchas garantías procesales. Finalmente, la lectura de las actas de los principales juicios da fe de la verosimilitud de las declaraciones de los acusados en los interrogatorios públicos del ministerio fiscal y en los careos.

Esta lucha golpeó duramente los residuos de las clases explotadoras, aunque seguramente no hasta el punto de significar su “liquidación definitiva”, como sostendría Stalin en 1939. Pero, para Fabrègues, la tesis de Stalin sobre la agudización de la lucha de clases bajo el socialismo en aquel preciso momento sólo fue “utilizada para extender indiscriminadamente la represión”. ¿Por qué? ¿Para qué? Podría parecer que la respuesta de nuestro crítico va a encontrarse, como en otros críticos, en los rasgos personales de Stalin (maldad, misantropía, paranoia, etc.). Pero eso sería subestimarlo porque, como cuasi-marxista, es consciente de que ningún individuo puede imponer su ambición a una sociedad si no coincide en gran medida con los intereses de una clase relevante en la misma. Su respuesta la encontraremos pues más adelante.

Las consecuencias sobre la manera de dirigir la lucha de clases

En este apartado, el autor intenta cuadrar sus anteriores descubrimientos con el conocimiento que tiene de la sociedad soviética de los años 30. Empieza calificando como “ideología burguesa” la negación de la lucha de clases en la URSS de Stalin. No le falta algo de razón, aunque hemos explicado ya los límites de esta negación: no hubo tal negación, sino un reconocimiento de la reducción de las diferencias de clase debida a la supresión de la propiedad privada capitalista. No obstante, es cierto que la insuficiencia en el análisis de clase del socialismo resultante dejaba al proletariado y a las masas populares “cada vez más cegadas y desamparadas frente a la lucha de clases encarnizada que se llevaba a cabo y se desarrollaba en las entrañas de la sociedad, en el partido, en el Estado.” Este problema fue creciendo sobre todo después de la Gran Guerra Patria, es decir, a medida que la importancia de las contradicciones externas fue cediendo a la de las contradicciones internas (aunque el inmediato inicio de la guerra fría dificultó la comprensión de esta transición).

A partir de aquí, Fabrègues desvaría por completo. Insiste en que “Stalin negaba totalmente la existencia de contradicciones políticas en el pueblo soviético”, cuando en realidad sólo destacaba la mayor unidad entre sus clases. De esta falsa premisa, deduce que achacaba las contradicciones reales al enemigo: “de ahí la utilización extensiva del concepto de ‘enemigo del pueblo’”, el cual sólo podría consistir en los residuos provisionales de las clases expropiadas en unión con la burguesía internacional. Nos pinta un cuadro como si el gobierno soviético no hubiera tenido que lidiar a diario con todo tipo de contradicciones sin por ello tratar como enemigos a sus artífices. Si fuera cierta su teoría de que Stalin trataba las contradicciones en el seno del pueblo como contradicciones con el enemigo, la mayoría de la población de la URSS habría sido encarcelada o ejecutada -como vienen a afirmar Robert Conquest y Solzhenitsyn- y, entonces, ¿cómo se explica que el Ejército Rojo venciera a la mayor potencia militar de la historia y liberara a media Europa? ¿Quién lo componía? ¿Fantasmas, espíritus? Esto es de todo punto absurdo.

Nuestro crítico lleva aún más lejos su absurdo afirmando que se desarrolló una “concepción policiaca de la historia, del espionaje desarrollado en la URSS al final de los años 1930”. De ninguna manera se redujo aquella situación a su dimensión policíaca, conspirativa o de espionaje, aunque estas manifestaciones particulares de la lucha de clases pasaron a primer plano en vísperas de la agresión hitleriana. Ya Lenin tuvo con vérselas con los llamados “economistas” que despreciaban esta faceta de la lucha en nombre del protagonismo de la masa[13]. Fabrègues sólo concede que, “teniendo en cuenta la amenaza real, de agresión imperialista, podría parecer que esta concepción correspondía a la realidad. Pero -añade- no se puede decir que haya educado a las masas del pueblo soviético para comprender (y transformar) la realidad que vivían”. Esto último es parcialmente verdad por cuanto toda manifestación particular de una ley general produce una comprensión limitada de ésta, pero ¿cómo comprender lo general si no es a través de lo particular? Y la experiencia particular de las masas soviéticas no se limitó ni mucho menos al complejo y convulso período que va de 1936 a 1939.

Partiendo de su convicción de que las autoridades bolcheviques trataron las contradicciones en el seno del pueblo como contradicciones antagónicas (tomada del primer intento de Mao Zedong por comprender qué estaba ocurriendo en la Europa socialista en 1956), el autor continúa tergiversando la historia de la URSS: “Este proceso, que rompió la unidad fundamental de intereses del pueblo, que afectó mortalmente a la alianza de obreros-campesinos, que desarrolló profundas divisiones en el seno de la clase obrera; en última instancia evidentemente benefició a la burguesía burocrática del Estado, a la nueva burguesía generada en las condiciones de la sociedad soviética”. ¿Qué es esa “burguesía burocrática del Estado”? ¿Cómo se forma, a base de qué condiciones? No lo explica. Si antes había criticado a Stalin al interpretar la unidad fundamental de intereses del pueblo como negación de las contradicciones en el seno del pueblo, ahora es él quien la afirma. Claro que lo hace para acusarlo de romperla, de matar la alianza de los obreros y los campesinos y de dividir a la clase obrera. No aporta ninguna prueba empírica histórica de estas acusaciones, a no ser que le concedamos como tal la mera conjetura de que, cuando los representantes políticos de la burguesía burocrática “se apoderan abiertamente del poder político, una de sus bazas esenciales será esta profunda desunión del pueblo soviético y esta división de la clase obrera, resultados ambos de la línea política seguida hasta entonces”. Tampoco hay evidencia de que hubiera una desunión de la clase obrera y del pueblo soviético que les impidiera luchar contra la burguesía burocrática usurpadora, como sí la hay de que se lo impidiera la falta de conciencia y de organización frente a este fenómeno.

De acuerdo con los ideólogos burgueses, bujarinistas, trotskistas, etc., Fabrègues sitúa el origen del mal en la colectivización, “a partir del lanzamiento por Stalin de la ‘liquidación de los kulaks como clase’”. Veamos cómo le da la vuelta a lo que está claramente expresado: “En realidad esta política, tal y como estaba concebida entonces, se basaba en la identificación de las clases con una colección de individuos. Para ‘liquidar’ las relaciones capitalistas en el campo, bastaba con liquidar materialmente la existencia de los individuos la que componían clase de los kulaks”. Puesto que él identifica como clase burguesa ya constituida a una simple colección de individuos, acusa a Stalin de querer acabar con la clase capitalista en el campo soviético eliminando a sus miembros uno por uno. Si hubiera querido hacer eso, se habría ahorrado el añadido de que se trataba de liquidar a los kulaks “como clase”.

A continuación, relata las penurias por las que pasaron los pobres kulaks: pobres, porque se calificaba como tal incluso a “gran número de campesinos medios e incluso pobres”. Como fuente de conocimiento e inspiración, nuestro crítico cita únicamente a Moshe Lewin, al cual incluso la Wikipedia atribuye un “pensamiento antiestalinista”. Nosotros no nos detendremos en los hechos de la colectivización ni en general en la historia soviética, puesto que nuestro propósito es desenmascarar el revisionismo que encubre el supuesto celo marxista-leninista y maoísta de Fabrègues.

 

III. STALIN Y EL ESTADO

La revolución por arriba

Fabrègues toma esta expresión de una explicación que Stalin da a la colectivización de los años 30: “Lo que tenía esta revolución de original era que se había llevado a cabo desde arriba, bajo la iniciativa del poder de Estado, sostenido directamente desde abajo por millones de campesinos en lucha contra la empresa kulak por la vida libre koljosiana”.

Esta expresión de Stalin que es elemental para todas las transformaciones que el proletariado ha de acometer cuando toma el poder político (¿para qué, sino, ha de tomar el poder político?), la interpreta como fuente de “la ruptura … entre el Estado de dictadura del proletariado por una parte y la clase obrera y las masas populares por otra”; como fuente de “el ocaso y posteriormente la desaparición de la democracia soviética”; como fuente de la inevitable “transformación … del centralismo democrático en el partido -y en las relaciones entre el Estado y las masas populares- en centralismo burocrático”; como fuente de los “notables privilegios consentidos a los cuadros del partido y del Estado (salarios, primas, alojamiento, abastecimiento, etc.), … del desarrollo tan sumamente importante del burocratismo en los años 1930, fenómeno reforzado en gran parte por el tipo de desarrollo industrial, centralizado al máximo, establecido por los planes quinquenales. Además este burocratismo, producto de las condiciones de la sociedad soviética de entonces y reforzado en la práctica por aspectos esenciales de la política del partido, encontraba un terreno favorable en las tradiciones heredadas del aparato de Estado zarista, y que distaba de haber desaparecido por completo”.

Fabrègues pinta un cuadro tétrico de la sociedad soviética de entonces, que les pasó totalmente desapercibido a los intelectuales más sensibles y progresistas que visitaban la URSS de entonces. Algo había de todos estos elementos regresivos, pero estaba lejos de ser la nota dominante y, además, la dirección política trataba de erradicarlo y no de fomentarlo, como pretende este crítico.

No le queda más remedio que reconocer que ésta “llevó adelante una ‘lucha contra el burocratismo’.” Pero, inmediatamente, siguiendo la línea anterior, añade: “aquí también es muy significativo que incluso esta lucha se llevara de forma burocrática y, fundamentalmente, apoyándose en los aparatos de Estado que eran los más burocratizados”. Según él, sólo se habría podido evitar esto con una movilización de las masas, pero el problema habría continuado debido a la línea política consistente en que el socialismo había triunfado interiormente y lo principal era protegerlo y preservarlo, en vez de continuar la revolución y la transformación de las relaciones sociales. En abstracto, esta crítica es correcta pero la situación concreta era otra: se acababa de completar una etapa de profundos cambios con una gran tensión de fuerzas para los sectores revolucionarios y había que proteger lo conseguido con la mayor unidad popular posible para hacer frente a la agresión fascista en ciernes; no era el momento oportuno para seguir revolucionarizando las relaciones sociales.

El Estado (y no las masas populares) construye el socialismo

Aquí Fabrègues denuncia un supuesto “fetichismo de Estado”, alegando expresiones de dirigentes bolcheviques de segunda fila. “El Estado –nos asegura- pasaba de ser un instrumento en manos de una clase para asegurar y reforzar su dominación en la lucha de clases, a ser sujeto de la historia, y se convertía en la ‘fuerza principal’ creadora de la nueva sociedad en lugar de las masas populares. A partir de ese momento quedaba lejos la concepción leninista del papel del Estado en la dictadura del proletariado (Lenin había analizado el papel esencial del Estado en la transición socialista, pero distaba mucho de asignarle un papel, una función, que sólo pueden ser resultado de la práctica social de las masas populares: la construcción de las relaciones sociales comunistas. Para él, el Estado era un instrumento del que se servía el proletariado en la lucha por la revolucionarización de esta práctica social y nada más, pero esto ya es mucho)”.

La relación entre el aparato estatal, las clases, sus partidos políticos, sus masas, etc., es un poco más compleja de lo expresado en el párrafo anterior, pero no cabe tratarla aquí. 

Sólo destacaremos el hecho de que, en una revolución en que la clase desposeída pasa a dominar y a transformar las relaciones sociales, es difícil que pueda conseguirlo sin valerse de la fuerza del Estado contra la fuerza de las clases poseedoras (poseedoras de medios de producción, de dinero, de recursos culturales, etc.). Eso sí, no debe apoyarse sólo en ella si quiere evitar que el aparato de funcionarios desvirtúe su misión histórica. Necesita “equilibrar” y completar esta fuerza con la de su partido de vanguardia, con órganos de poder formados por obreros y elegidos por éstos, con la de los sindicatos, etc. Esto resulta evidente a la luz de lo que ha ocurrido en los países socialistas, pero no lo era tanto antes de que ocurriera y menos ante la inminente invasión extranjera. Si queda alguna duda de ello, recordemos cómo planteaban Marx y Engels lo esencial de la cuestión en el Manifiesto del Partido Comunista: El proletariado se valdrá del Poder para ir despojando paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y procurando fomentar por todos los medios y con la mayor rapidez posible las fuerzas productivas”. Aquí quedan respondidas ésta y anteriores críticas desorbitadas de Fabrègues hacia la línea de edificación socialista seguida por Stalin.

Atribuir a la dirección bolchevique una “concepción hegeliana del Estado”, una idealización del mismo, -como hace nuestro crítico- resulta una analogía forzada y una especulación ebria digna del peor Hegel.

La negación de la existencia de contradicciones entre el Estado y la clase obrera, entre el Estado y el pueblo

Fabrègues admite que “Stalin hacía una síntesis correcta y una exposición pedagógica de las enseñanzas del leninismo sobre ‘El partido y la clase obrera en el sistema de la dictadura del proletariado’”… hasta 1936, “en que fue proclamada la desaparición de las clases antagónicas”. A partir de entonces, según la extraña lógica de nuestro crítico, como ya no hay burguesía en la URSS, el Partido y el Estado debían convertirse en “una fortaleza inexpugnable donde no pueda entrar ningún fariseo”. Se volvía necesario “‘extirpar’ del partido (y del Estado) a los más diversos oponentes, que se convertían en una banda de ‘saboteadores, de agentes de diversión, de espías, de asesinos a sueldo de los servicios de espionaje extranjeros’.”

¿Qué lógica es ésta? Las cosas deberían haber ocurrido al revés de como Fabrègues nos las cuenta: si ya no había enemigo burgués, ¿para qué tanto celo en construir esa fortaleza inexpugnable? ¿Contra quién?

Dicho sea de paso, no es que Stalin convirtiera en criminal a cualquiera que discrepara de él, sino que fueron algunos de los principales oponentes de los años 20 quienes pasaron de la discrepancia a la acción violenta y criminal en los años 30. Fabrègues vuelve a poner las cosas del revés, porque su empeño en no reconocer los hechos y en creerse toda la propaganda antiestalinista de los burgueses y revisionistas le lleva a buscar una explicación a cosas que no ocurrieron y que son pura falsificación de la historia.

De ahí que, a continuación, busque una analogía inexistente del punto de vista de Stalin con la propuesta de Trotski de militarizar el trabajo y estatalizar los sindicatos. No sólo Stalin no planteó nada semejante, sino que dirigió su esfuerzo contra la deformación burocrática de la que advertía Lenin (véase Stalin y la reforma democrática, de Grover Furr[14]) y contra la base económica de la misma que estaba principalmente en la propiedad privada, especialmente en la más pequeña y diseminada. Pasando por alto todas estas luchas y las transformaciones que de ellas resultaron, Fabrègues sigue poniendo en primer plano “la herencia del aparato de Estado zarista y su peso burocrático”, como si la realidad posterior a 1936 siguiera siendo la misma que la de la Rusia soviética de 1922-23, recién terminada la Guerra Civil. Si se puede reprochar a Stalin que exagerara al afirmar en el XVIII Congreso del Partido de 1939 que “Ahora tenemos un Estado absolutamente nuevo”, ¿qué decir entonces de las exageraciones de este pseudomaoísta incapaz de reconocer nada nuevo en la edificación socialista soviética?

Para concluir este apartado, su autor asegura que, en la URSS de los años 30, se negaba “la persistencia del derecho burgués” en el socialismo y que “habría sido juzgado como herético” recordar cómo Lenin calificaba por esto al Estado socialista como “Estado burgués sin burguesía”. Por cierto y dicho sea de paso, con esta expresión, Lenin parece coincidir con Stalin en lo que Fabrègues censuraba como herejía: negar la existencia de burguesía como tal clase una vez liquidada la propiedad privada. Pero vayamos al fondo de su enésima tergiversación de los hechos y de las palabras de los gobernantes soviéticos.

Esta reflexión de Lenin estaba muy presente por cuanto las obras de éste estaban al alcance de todos y se estudiaban. Hasta tal punto es así que nuestro hipercrítico cita un pasaje del libro de Vyshinski El Derecho del Estado soviético de 1938 que dice: “Bajo el socialismo, sin embargo, los medios de producción pasaron a ser propiedad colectiva y, en esta medida, declinó el derecho ‘burgués’.” A lo que este autor responde: “Esta afirmación es teóricamente falsa: Marx no relacionaba la existencia del derecho burgués en el socialismo con la cuestión de la propiedad, sino con la aplicación de una misma norma (‘a cada uno según su trabajo’) a individuos que de hecho son desiguales.”

¿De verdad que Marx no relacionaba la existencia del derecho burgués en el socialismo con la cuestión de la propiedad? Citemos lo que éste dice en su Crítica del programa de Gotha: “Aquí reina, evidentemente, el mismo principio que regula el intercambio de mercancías, por cuanto éste es intercambio de equivalentes. Han variado la forma y el contenido, porque bajo las nuevas condiciones nadie puede dar sino su trabajo, y porque, por otra parte, ahora nada puede pasar a ser propiedad del individuo, fuera de los medios individuales de consumo. Pero, en lo que se refiere a la distribución de estos entre los distintos productores, rige el mismo principio que en el intercambio de mercancías equivalentes: se cambia una cantidad de trabajo, bajo una forma, por otra cantidad igual de trabajo, bajo otra forma distinta.” Luego, el paso del capitalismo a la propiedad social sobre los medios de producción ha hecho que declinara el derecho burgués, reduciéndose su esfera de aplicación a los medios de consumo. Quien tergiversa a Marx no es Vyshinski, sino Fabrègues.

Además, éste repudia la “lucha contra el igualitarismo pequeño-burgués” promovida por Stalin porque habría ampliado el abanico de salarios, incentivos materiales, etc., con lo cual “la norma distaba de ser ‘igual’”. Aclaremos las cosas para no asfixiarnos en el enredo de nuestro crítico. En el socialismo, donde los medios de consumo individual sólo pueden proceder del trabajo y no ya del capital o de la posesión de la tierra, tales bienes pueden distribuirse por igual entre los trabajadores (eso es el igualitarismo pequeñoburgués, el cual desincentiva el trabajo) o en función del trabajo aportado por cada uno (es una de las palancas del desarrollo de la sociedad hacia el comunismo).

Marx continúa explicando que “este derecho igual sigue llevando implícita una limitación burguesa. El derecho de los productores es proporcional al trabajo que han rendido; la igualdad, aquí, consiste en que se mide por el mismo rasero: por el trabajo.”[15] Esto implica un abanico de salarios y de incentivos materiales, medidos por este mismo rasero que es la cantidad y calidad del trabajo aportado por cada individuo. Así, el hecho de que los salarios e incentivos no fueran iguales era precisamente el resultado de aplicar un derecho o una norma igual. Fabrègues no lo entiende y se erige en abogado del igualitarismo pequeñoburgués contra el marxismo. Tal igualitarismo no sirve ni para el socialismo, ni para el comunismo a partir del cual el reparto de bienes de consumo se realizará con arreglo a las necesidades de cada cual, sin relación alguna con su aporte individual de trabajo.

Si realmente hubiera querido contribuir al progreso de la revolución proletaria, podría haber investigado hasta qué punto en la URSS hubo desviaciones en la aplicación de ese derecho burgués y hasta qué punto se luchó contra la tendencia burguesa a escamotear el carácter burgués de tal derecho (como parecen expresar las comillas que le pone Vyshinski), puesto que será imposible pasar al comunismo si no se comprende la necesidad de superar tal derecho. Pero, de ahí a cuestionar la lucha contra las tendencias igualitaristas inevitables al inicio de cualquier revolución (como expresión de la lucha del proletariado contra la pequeña burguesía por la dirección política), va un abismo.

El “máximo fortalecimiento del Estado” como vía para su extinción

Este apartado del folleto de Fabrègues trata de la contradicción aparente entre Stalin y la teoría general del marxismo-leninismo en cuanto a las perspectivas del Estado soviético. Todo ello teniendo en mente la revolución cultural china como alternativa, un tanto idealizada: en efecto, esta experiencia ya no se encontraba en su etapa de efervescencia juvenil, la “burocracia” estatal y partidaria estaba recuperando el control y se coludía con el imperialismo yanqui contra la URSS. La contribución de los revolucionarios chinos al rearme ideológico y político del proletariado internacional era considerable, pero también iba cargada de desviaciones, aunque no tan pronunciadas como las de nuestro crítico.

Empieza poniendo en duda el carácter dialéctico de la pretensión de extinguir el Estado por medio de su máximo fortalecimiento. Se enreda con cuestiones abstractas en vez de abordar concretamente la cuestión: la victoria de la revolución proletaria en una parte menor del mundo, mientras el resto se constituye en un cerco capitalista hostil contra ella. ¿Qué debe hacer entonces la parte del proletariado que ha vencido? ¿Dejarse aplastar, esperar a que vengan otras revoluciones en su ayuda, exportar la revolución a países donde la revolución aún no ha madurado? Esto es lo que propugna el trotskismo y también, por lo visto, Fabrègues, puesto que reivindica la extinción del Estado soviético en lugar de su fortalecimiento. 

Frente a este montón de doctrinarios ajenos a la realidad de la nueva etapa imperialista del capitalismo (y útiles a éste), Stalin explica:

“La supresión de las clases puede realizarse, no mediante la extinción de la lucha de clases, sino mediante su agudización. La extinción del Estado no se producirá mediante el debilitamiento del poder de Estado, sino mediante su máximo fortalecimiento, lo cual es indispensable para acabar con los residuos de las clases agonizantes y organizar la defensa contra el cerco capitalista que dista todavía de haber sido destruido y no lo será de forma inmediata.”[16]

“… el país de la revolución triunfante, si no quiere ser aplastado por el cerco capitalista, no debe debilitar, sino consolidar por todos los medios su Estado, los organismos de Estado, los servicios de información, el ejército”.[17]

En definitiva, no es un “aplazamiento hasta el día del juicio final” -como lamenta Fabrègues-, pero, mientras la clase obrera no haya conquistado el poder a escala internacional, mientras queden Estados capitalistas poderosos que puedan atacar a los países socialistas, no podrá estar en el orden del día la extinción del Estado. Mientras las cosas estén así, el único aspecto de la futura extinción del Estado que deberá abordarse es el control y dominio del aparato de éste por parte de las masas organizadas -o lo que Fabrègues llama “disminución de la separación entre el aparato de Estado y las masas populares”-, como aspecto particular de la lucha de las masas obreras contra la división entre el trabajo intelectual y el trabajo manual como fuente de desarrollo de elementos burgueses (en unión con otras condiciones todavía vigentes como el dinero, la mercancía, la propiedad cooperativa, las diferencias campo-ciudad, la familia burguesa, el cerco exterior, etc.). Mientras el proletariado gobernante en un país se vea agredido desde fuera, no podrá liberarse de la división del trabajo que convierte a cada uno en un virtuoso en una sola función y niega su desarrollo completo, multilateral; no podrá realizar la pretensión de nuestro crítico de que “determinadas funciones del Estado [sean] absorbidas progresivamente por la sociedad, es decir, ejercidas directamente por las masas populares -en lugar de un aparato separado de la sociedad”. ¡Imaginemos un servicio secreto de masas, que sería tanto como un secreto a voces!

El mismo Fabrègues tiene que reconocer que Lenin luchó en 1920 frente a Bujarin contra la concepción unilateral “izquierdista” que él defiende como alternativa a la experiencia soviética, a la que reprocha “inclinar la balanza hacia el lado contrario… unilateral en el otro sentido”. Ciertamente, había que evitar incurrir en unilateralidades, pero se eligió la posición justa en las circunstancias concretas mencionadas: reforzar el Estado de la dictadura del proletariado como principal medio para suprimir las clases en todo el planeta y así hacer posible que el Estado decaiga, se extinga.

El desarrollo de una incoherencia teórica sobre la cuestión del Estado

Fabrègues parte de la concepción marxista según la cual la existencia del Estado se hace necesaria desde el momento en que la sociedad está dividida en clases; y, por consiguiente, la desaparición de las mismas lleva aparejada la extinción del Estado. Aplicando esta lógica general a la situación de la URSS a partir de 1936, aprecia una contradicción en la política soviética que interpreta de manera absolutamente negativa: si las clases antagónicas habían desaparecido y la sociedad estaba transitando del socialismo al comunismo, entonces el mantenimiento y fortalecimiento del Estado soviético era un propósito contrario al marxismo y al leninismo “para preparar en realidad el terreno al revisionismo”.

Acto seguido, se lanza a rebuscar en los documentos teórico-políticos soviéticos de aquellos años alguna prueba de distanciamiento respecto de la teoría general de Marx, Engels y Lenin acerca del Estado, particularmente de la obra de éste El Estado y la revolución. Éste fue un trabajo indispensable para demostrar la necesidad de una revolución que destruyera el viejo aparato estatal de las clases poseedoras, frente a los reformistas y conciliadores que todavía eran mayoritarios en los soviets. Además, recopilaba las más importantes deducciones marxistas sobre las tareas generales de la revolución proletaria una vez conquistado el poder político. Pero, ¿acaso no tenía razón Stalin al caracterizarlo como una obra inacabada o al afirmar que “determinadas tesis generales de la doctrina del marxismo sobre el Estado no han sido elaboradas hasta el final, son insuficientes”?

Ya lo hemos explicado más arriba. Por supuesto que existe una distancia, una incoherencia, una contradicción teórica, pero es absolutamente necesaria como reflejo de un cambio material: la revolución proletaria no había triunfado de manera más o menos simultánea en todo el mundo, como veía necesario el socialismo científico, sino que la nueva realidad imperialista del capitalismo sólo permitía que venciera en un país y, más tarde, en un grupo de países que abarcaban mucho menos de la mitad de la humanidad y de su riqueza material. Esto es lo que comprendió y explicó Lenin en su último decenio de vida y lo que distingue el leninismo de la socialdemocracia y su variante “izquierdista” que es el trotskismo. Pero nuestro crítico idealista y dogmático opta por injuriar como “apologética” toda modificación de la teoría y de la actividad práctica como consecuencia de cambios en la realidad.

El propio Fabrègues cita literalmente una decisión del Comité Central de 14 de noviembre de 1938 donde son criticadas ciertas “interpretaciones ultrasimplificadas y vulgarizadas” de cuestiones teóricas del marxismo-leninismo, entre las cuales “la circulación de opiniones erróneas respecto al Estado soviético, en una subestimación del papel y de la significación del Estado socialista como el arma principal de los obreros y de los campesinos en el combate por la victoria del socialismo y por la protección de las conquistas socialistas de los trabajadores contra los intrusismos del mundo capitalista circundante”.

También reproduce esta declaración de Stalin de 1939: “Ahora la tarea fundamental de nuestro Estado, en el interior del país, consiste en realizar un trabajo pacífico de organización económica, de cultura y de educación. En lo que concierne a nuestro ejército, nuestros organismos punitivos y nuestros servicios de información, su acción no se dirige hacia el interior del país, sino hacia el exterior, contra los enemigos de fuera”.

Está claro para cualquiera, menos para nuestro hipercrítico que pasa a enredar sobre cuál es el significado de la dictadura del proletariado: ¿“dirección política” o “empleo de la violencia y la coerción contra los ‘enemigos del pueblo’”? Ambas cosas, señor profesor. Es dictadura y violencia de las clases trabajadoras contra quienes pretendan volver a sojuzgarlas; y, entre éstas, es dirección política por parte de su vanguardia, de la clase más revolucionaria: el proletariado. Es decir, esa distinción -según él no comprendida por Stalin- entre las contradicciones antagónicas y las contradicciones en el seno del pueblo.

Es él quien no comprende esta distinción o la comprende mal, a la manera metafísica, como si en el seno del pueblo no hubiera o no brotaran elementos burgueses procedentes de las viejas relaciones sociales internas y externas aún no superadas. Por eso, entiende como coerción contra el “conjunto de las masas populares” la descripción por Vyshinski del papel del Estado socialista: “El Estado soviético protege y ampara este crecimiento, purificando la sociedad de cualquier vestigio de capitalismo que subsista en la economía y en la conciencia del pueblo. Aquí el papel del Estado como órgano de coerción y de educación para la disciplina y la autodisciplina, para forjar una nueva conciencia humana, para fortalecimiento y el respeto de las reglas de la sociedad socialista, el respeto a los deberes sociales y cívicos, se manifiesta con particular agudeza”. 

También reproduce esta cita impecable del mismo autor: “El Derecho -al igual que el Estado- extinguirá en la fase más elevada comunismo, con la aniquilación del cerco capitalista; cuando todo el mundo aprende a vivir sin necesidad de reglas particulares que definan la conducta de la gente bajo la amenaza de castigo y con ayuda de la coerción; cuando la gente está tan acostumbrada a observar las reglas fundamentales de la vida comunitaria sin ningún tipo de coerción. Sin embargo, hasta que no llegue ese momento, existe la necesidad de un control general, de una firme disciplina en el trabajo y en la vida comunitaria y de una subordinación total de todo el trabajo de la nueva sociedad a un Estado verdaderamente democrático”.

Cuando dejó de haber clases propietarias y, por tanto, clases antagónicas en la URSS, ¿contra qué y quiénes debía dirigirse la dictadura de la clase obrera? En opinión de los dirigentes bolcheviques, contra los que sucumbieran a la presión del cerco exterior, contra los miembros de las antiguas clases explotadoras que obraran a favor de la restauración del capitalismo y también contra las actitudes o actuaciones que respondían al hecho de que la conciencia se retrasa a menudo respecto de los cambios sociales. Fabrègues no se opone del todo a esta última cuestión, pero critica que se concibieran estas supervivencias ideológicas sin una “base real”, sin reconocer la existencia de “relaciones de producción capitalistas o de elementos de relaciones de producción capitalista”.

Aquí, no le falta algo de razón, cuando el mismo Stalin reconocerá en 1952 que la propiedad koljosiana y en las relaciones monetario-mercantiles son elementos a superar en el progreso hacia el comunismo; y, sobre todo, cuando se comprende mejor que Stalin el hecho de que la división social del trabajo es la base de las clases y, por tanto, del surgimiento continuo de individuos burgueses que tienden a unirse como clase contra el proletariado revolucionario. Claro que Fabrègues exagera la cuestión desde el momento en que reduce el sector socialista de la economía soviética a mero capitalismo de Estado.

La teorización de 1939: una revisión abierta del marxismo sobre la cuestión del Estado

Todo el escrito de Fabrègues va dirigido a sembrar la desconfianza hacia Stalin entre los marxistas-leninistas enfrentados al revisionismo de Jruschov. Llegando al final del mismo, es el momento para acusar explícitamente de revisionista al líder bolchevique que continuó la obra de Lenin. Para ello, va a tomar como diana el apartado final del Informe del CC al XVIII Congreso del PC(b) de la URSS, titulado “Algunas cuestiones de teoría”.

Nadie niega que, a lo largo de su labor revolucionaria al frente del PC(b) de la URSS, Stalin llevó a cabo “una revisión abierta del marxismo sobre la cuestión del Estado”. Pero sólo estamos de acuerdo con esta expresión en un sentido meramente formal: como explica el diccionario de la lengua, revisión es el acto de revisar, es decir, de “ver con atención y cuidado”, de “someter algo a nuevo examen para corregirlo, enmendarlo o repararlo” y de “actualizar o poner al día”. La cuestión realmente importante es sí Stalin fue o se volvió revisionista en el sentido político que los marxistas damos a esta expresión. ¿Se apartó del marxismo-leninismo, de la esencia de esta teoría? Porque, claro, no se trata de la literalidad de tal o cual texto de Marx, Engels o Lenin, puesto que cualesquiera palabras pueden significar cosas muy diferentes e incluso opuestas según el contexto. Así, por ejemplo, en el Manifiesto del Partido Comunista, se identifica la democracia con el poder de la clase obrera; en cambio, en Las luchas de clases en Francia o en El dieciocho de Brumario de Luis Bonaparte, se identifica la democracia con la pequeña burguesía.

El marxismo-leninismo no es una doctrina fijada de una vez para siempre, sino que experimenta cambios en su expresión literal a medida que la propia realidad cambia y/o el conocimiento de la misma mejora. En el texto de Stalin que acabamos de mencionar, se citan las siguientes palabras de Lenin: “Nosotros no consideramos, en absoluto, la teoría de Marx como algo acabado e inmutable: estamos convencidos, por el contrario, de que esta teoría no ha hecho sino colocar las piedras angulares de la ciencia que los socialistas deben impulsar en todos los sentidos, siempre que no quieran quedar rezagados en la vida”.

Lo que el marxismo-leninismo condena no es este tipo de cambios, sino los que expresan ideas contrarias a su contenido genuino, con palabras y frases extraídas de su propia literatura. Más concretamente aún, la utilización de la fraseología marxista para encubrir el oportunismo, entendiendo por tal el sacrificio de los intereses vitales de las masas en aras de los intereses momentáneos de una minoría insignificante de obreros, o dicho en otros términos, la alianza entre una parte de los obreros y la burguesía contra la masa proletaria”.[18]

Vamos a examinar si la argumentación de Fabrègues prueba su acusación contra Stalin por revisionismo, por “abandonar el terreno del marxismo-leninismo”.

Empieza citando la argumentación del dirigente bolchevique en el citado texto, pero evita las expresiones más claras y contundentes, como la crítica de Stalin hacia quienes se preguntan por qué la URSS no pasa a la tarea de “extinguir” su Estado, a los cuales responde que “han estudiado concienzudamente ciertas tesis de la doctrina de Marx y Engels sobre el Estado”, pero “no han comprendido la esencia de esta doctrina, no se han percatado de las condiciones históricas en que se elaboraron ciertas tesis de esta doctrina y, sobre todo, no han comprendido la situación internacional actual, han pasado por alto el hecho del cerco capitalista y los peligros que de él se derivan para el país del socialismo”; desconocen “el papel y la importancia de los Estados burgueses y de sus órganos, que envían a nuestro país espías, asesinos y saboteadores y que aguardan la ocasión para atacarlo militarmente”, tratando de “aprovechar la flaqueza de los hombres, su vanidad, su falta de carácter, para enredarlos en sus redes de espionaje y cercar con ellos los órganos del Estado soviético”; asimismo, menosprecian “el papel y la importancia de nuestro Estado socialista y de sus órganos militares, de sanción y de contraespionaje, necesarios para defender el país del socialismo contra un ataque del exterior”. Por cierto, una de las contribuciones de Jruschov a la restauración del capitalismo en la URSS sería su insinuación de que el surgimiento del campo socialista atenuaba el efecto de ese cerco capitalista hostil[19].

Stalin reclama que los comunistas no se conformen con “algunas tesis generales de la doctrina del marxismo sobre el Estado”, después de la “experiencia práctica de veinte años de actuación estatal, experiencia que brinda un rico material para síntesis teóricas”. Aquellas tesis generales partían “del supuesto de que el socialismo ya había vencido, más o menos simultáneamente, en todos los países o en la mayoría de los países”, haciendo “abstracción de un factor como el de las condiciones internacionales, el de la situación internacional”. Y, entonces, pregunta: “si el socialismo no ha triunfado más que en un solo país, en vista de lo cual no es posible, en modo alguno, abstraerse de las condiciones internacionales, ¿cómo proceder en este caso?”. A lo que responde que ese país “debe disponer de un ejército bien instruido, de órganos de sanción bien organizados, de un fuerte servicio de contraespionaje; por tanto, debe mantener a su Estado suficientemente fuerte, para tener la posibilidad de defender las conquistas del socialismo contra los ataques del exterior”.

En estas condiciones, el Estado socialista no puede extinguirse, pero añade que sus formas “se modifican y se irán modificando, de acuerdo con el desarrollo de nuestro país y con el cambio de la situación exterior”. Es el caso de las dos etapas sucesivas que había experimentado la URSS en la edificación socialista, antes y después de la supresión de las clases sociales poseedoras y explotadoras. En ambas etapas, se mantenía la función de “defensa del país de los ataques del exterior”, pero en la segunda desaparecía “la función de aplastamiento militar dentro del país, porque la explotación ha sido suprimida, ya no existen explotadores y no hay a quien aplastar. En el lugar de la función de represión, surgió la función, para el Estado, de salvaguardar la propiedad socialista contra los ladrones y dilapidadores de los bienes del pueblo”.

A este respecto, Fabrègues tiene razón cuando se pregunta “si esta ‘protección’ se hacía sin recurrir para nada a la represión”. Es obvio que entrañaba represión, pero sin llegar a un grado de “aplastamiento militar dentro del país”. A Stalin le falta claridad o, al menos, explicación acerca de las condiciones internas que alimentan el surgimiento de esos ladrones y dilapidadores. Años más tarde, mencionará algunas de estas condiciones pendientes de transformar. A este respecto, no tiene razón nuestro crítico cuando pregunta sarcásticamente: “si las causas externas son determinantes, cómo explicar que las formas del Estado puedan variar según los ‘cambios’ que puedan sobrevenir en la situación interior y exterior?”. El hecho de que el cerco exterior determine la necesidad de fortalecer el Estado no impide que la forma de éste se modifique con la progresiva supresión de las diferencias de clase. Si hubiera continuado su camino hacia el comunismo, las formas del Estado soviético tendrían que haber cambiado con la superación progresiva de las herencias de la vieja sociedad (propiedad cooperativa, dinero, mercancía, división del trabajo, etc.) y con la influencia de las condiciones exteriores sobre dichos cambios.

Fabrègues escamotea este antagonismo exterior cuando pregunta: “si se admite la ausencia de clases antagónicas, ¿por qué estas funciones han de continuar ejerciéndose por aparatos separados de la sociedad?... por qué, por ejemplo, la ‘función de organización económica, de trabajo cultural y educativo’ necesita órganos distintos del cuerpo social, un aparato administrativo (y de coerción) separado de los productores directos, la reproducción de la división (social) entre funciones de dirección y funciones de ejecución”.

Identifica todo Estado con un aparato separado de los productores directos sin tener en cuenta que el Estado socialista se diferencia esencialmente de los Estados precedentes en que es un instrumento de la mayoría explotada contra la minoría explotadora. En este sentido, hasta qué punto se puede considerar un aparato “separado” de la sociedad o, más bien, como la forma inicial y preparatoria de la organización social comunista: “El gobierno sobre las personas -dice Engels en Anti-Dühring- es sustituido por la administración de las cosas y por la dirección de los procesos de producción. El Estado no será 'abolido'; se extingue”. Se trata por tanto de que el Estado socialista como administración de las cosas y dirección de los procesos de producción deje de ser Estado o, dicho de otro modo, gobierno sobre las personas.

Y eso presupone efectivamente que desaparezca la división del trabajo entre productores y funcionarios de por vida, como parte de la contradicción entre trabajadores manuales y trabajadores intelectuales. No es que hayan de desaparecer las funciones de dirección y de ejecución -como pretende nuestro crítico metido ahora a “antiautoritario”[20]-, sino que éstas dejen de dividir a la sociedad en individuos de dos clases separadas, para realizarse por turnos entre todos. El error principal de Stalin fue no comprender esto y no organizar a los obreros frente a los riesgos políticos que entraña tal división social del trabajo, mientras ésta no pueda superarse. Llevar la crítica más allá es caer en la utopía más absurda que sólo ayuda a la perpetuación del capitalismo.

Stalin plantea por supuesto la perspectiva práctica de la edificación socialista en la URSS: “Seguimos avanzando hacia el comunismo. ¿Se mantendrá en nuestro país el Estado también durante el período del comunismo?” A lo que responde: “Si, se mantendrá, si no se liquida el cerco capitalista, si no se suprime el peligro de un ataque armado del exterior. Claro está que, en este caso, las formas de nuestro Estado volverán a modificarse, con arreglo al cambio de la situación interior y exterior. No, no se mantendrá y se extinguirá, si el cerco capitalista se liquida, si lo sustituye un cerco socialista”.

Ciertamente, la división social del trabajo que conlleva la subsistencia del Estado supone que se mantiene la base de la división en clases. Y esto es incompatible con el comunismo plenamente realizado. En este sentido abstracto y absoluto, esta última tesis de Stalin es errónea, engañosa y, podemos decir, revisionista. Pero, como perspectiva práctica de un destacamento particular del proletariado que avanza hacia su emancipación, es una tesis positiva y necesaria porque reduce al mínimo lo que no puede hacer por sí solo y le muestra que puede ir mucho más lejos aunque los demás destacamentos del proletariado internacional se rezaguen; y que sus próximas realizaciones servirán de estímulo a éstos. Es el mismo espíritu de optimismo histórico activo que demostraron los bolcheviques frente al fatalismo dogmático de las oposiciones que condenaban la posibilidad del socialismo en un solo país. El socialismo y el comunismo son ciertamente dos etapas diferentes de la revolución proletaria, pero el límite entre ambas es tan difuso como cualquier límite real.

En lugar de tratar científicamente la cuestión, Fabrègues prefiere hacerlo de manera doctrinaria y especulativa: “esto supondría abandonar el terreno del marxismo-leninismo”; “las ‘explicaciones’ teóricas proporcionadas… tenían consecuencias políticas e ideológicas de extrema gravedad”. ¿Cuáles? La única que alega a continuación es la de mantener “un ejército profundamente separado de la sociedad”, contraponiéndole la observación hecha por Marx a partir de la experiencia de la Comuna de París de 1871: “Al pueblo le bastaba con organizar esta milicia a escala nacional para acabar con los ‘ejércitos permanentes’, ésta sería la garantía más firme contra la agresión extranjera”. No se le ocurre preguntarse si la época imperialista, el cerco hostil, la aviación y otras nuevas realidades del siglo XX no han cambiado un tanto las cosas. Tampoco se le ocurre preguntarse por qué la Rusia soviética no se conformó con una milicia, sino que creó su Ejército Rojo el 23 de febrero de 1918, sin el cual hubiera sucumbido en la Guerra Civil y en la Gran Guerra Patria. Contrapone este ejército soviético –según él, “profundamente separado de la sociedad”- al Ejército Popular de Liberación que estaba perdiendo esos “caracteres separados de la sociedad” en la China de la Revolución Cultural: no sólo no acredita con pruebas su acusación contra el Ejército Rojo, sino que enfoca la experiencia militar china como una antítesis de la soviética y no como lo que realmente era: una tentativa de superación que no hubiera sido posible sin la previa experiencia soviética. Una vez más, metafísica en vez de dialéctica.

Los fundamentos teóricos del Estado de todo el pueblo

Siguiendo con su proceder metafísico, Fabrègues desgrana una colección de similitudes entre el análisis de las clases del socialismo soviético que hizo Jruschov y el que hizo Stalin, para atribuir a éste la paternidad verdadera de la tesis revisionista de aquél sobre la transformación de la dictadura del proletariado en Estado de todo el pueblo. Eso sí, se ve obligado a reconocer el “detalle” de que Stalin nunca renunció a la dictadura del proletariado como esencia del Estado soviético. Nuestro crítico, que tanto reprocha a Stalin su falta de dialéctica, toma aquí el rábano por las hojas al no distinguir entre la esencia y algunos de los fenómenos en que ésta se manifiesta (entre la delimitación cualitativa de la cuestión y algunos de los elementos cuantitativos que la componen). Si antes se mostraba partidario en abstracto de la extinción del Estado, ahora, cuando precisamente Stalin y, tras él, Jruschov explican los cambios concretos que conducen a esta progresiva extinción, él los valora negativamente debido a su obstinación con situar el origen del revisionismo moderno en el máximo dirigente de la edificación del socialismo en la URSS. El Estado soviético iba extinguiéndose en todo lo que era posible: en todo lo que permitía el cerco hostil exterior y su impacto sobre el desarrollo de las contradicciones internas. En todo lo demás, para Stalin, había de regir la dictadura del proletariado, al contrario que para Jruschov, según quien: “El cerco capitalista de nuestro país ya no existe. (...) Actualmente no existen en el mundo fuerzas capaces de restaurar el capitalismo en nuestro país, de destruir el campo socialista. Está excluido el peligro de esa restauración. Esto significa que el socialismo ha triunfado no sólo totalmente sino también definitivamente”.

Lo mismo podemos decir de cómo Fabrègues examina la cuestión del “partido de todo el pueblo”: iguala la decisión de Jruschov de renunciar al carácter obrero del partido comunista con la que se tomó en tiempos de Stalin de renunciar al reclutamiento prioritario de los obreros para admitir a todos “los obreros, campesinos e intelectuales, conscientes y activos, fieles a la causa del comunismo”. A la luz de los acontecimientos posteriores, es legítimo preguntarse si esta decisión de 1939 fue prudente, pero honestamente no se puede dejar de reconocer la diferencia cualitativa entre un partido proletario y un partido de todo el pueblo trabajador.

Conclusión

En cuanto al auténtico maoísmo –tan mal digerido por Bettelheim-Fabrègues y buena parte del “maoísmo” occidental- es importante dejar claro lo siguiente:

- Primero que la Revolución China se da casi al mismo tiempo que el comienzo de la Guerra Fría, siendo esta principalmente una guerra entre EEUU y la URSS que, aunque no en forma de guerra directa, permite a la China de Mao, ya en el periodo del Gran Salto Adelante (1958), intentar una revolucionarización casi comunista del modo de producción con experimentos como las comunas populares. Es decir, las consignas de "rojos y expertos", el desarrollo simultáneo de "lo económico y lo comunista", etc., resulta que no dependió exclusivamente de un empuje interno chino, sino en gran medida de la "paz y la calma" que ofrecía un imperialismo ocupado en el pulso con la URSS, auténtico paraguas para China, antes y después de la ruptura sino-soviética. Sin la guerra fría, con una China sometida a un cerco imperialista y a una competencia económica y militar feroz, a Mao le hubieran sido imposibles tales "experimentos" de concurrencia desarrollista y revolución comunista, primero en el Gran Salto Adelante y luego en la Gran Revolución Cultural Proletaria (1966-1976).

- Segundo, "lo que es bueno para Oriente no necesariamente lo es para Occidente". La China de Mao tenía motivos para romper con Moscú, enfrentarse e incluso disputar la dirección del movimiento comunista internacional: los dirigentes ya revisionistas del PCUS habían retirado todos sus técnicos y ayuda en 1959, saboteando el desarrollo económico chino y siendo en parte responsables de los problemas derivados, como las hambrunas. Además, el PCCh contaba en su seno con sectores prosoviéticos que amenazaban el desarrollo original del socialismo y que pretendían, no solo emular erróneamente el soviético, sino someter China a la URSS.

Así, en la ruptura chino-soviética, no sólo hay una cuestión ideológica de defensa del marxismo-leninismo frente al revisionismo soviético (incluso en la pequeña parte de crítica que Mao hace a Stalin, no solo a Jruschov), sino que al menos hay aquel otro aspecto que es más político y que debe valorarse en clave nacional china.

Esos dos puntos son los que escamotean el “maoísmo” occidental y, en particular, Bettelheim-Fabrègues. Ellos hablan como si fueran chinos, pero el problema es que a diferencia de éstos, nosotros debemos combatir aún en el centro imperialista, debemos derrotar ideológicamente no solo a la oligarquía sino a gran parte de los “nuestros” (aristocracia obrera y clases medias) que hacen todavía más difícil la reconstitución comunista. Siendo en Occidente enemigos unos y en Oriente otros, toda importación mecánica sin más confunde los aspectos particulares chinos con los universales a incorporar.

Sin duda, la derrota y el retroceso general del socialismo proletario reclaman un examen crítico de su experiencia, a fin de que su próxima ofensiva sea definitiva. Pero debe realizarse de manera científica, sobre la base del materialismo dialéctico. En el haber de Fabrègues, no hay nada más que la repetición de los aciertos de Mao Zedong sobre el vínculo entre la división social del trabajo y la lucha de clases bajo el socialismo (y los corolarios de este nexo fundamental). Lamentablemente, en lugar de proceder con objetividad, se entrega a exageraciones prejuiciosas contra Stalin que dan por verdadero el arsenal de mentiras anticomunistas amontonado por los fascistas, los liberales, los socialdemócratas y la expresión “izquierdista” de éstos que son los trotskistas.

 
Notas.

[1] Tuvimos ocasión de referirnos a él en nuestro folleto La esencia del trotskismo y sus manifestaciones en el comunismo de hoy (http://aahs-100revolucion.com/index.php/2019/08/06/la-esencia-del-trotskismo-y-sus-manifestaciones-en-el-comunismo-de-hoy-y-10/). Se puede confirmar y ampliar un poco más lo que ahí dijimos sobre el curso de su pensamiento de principio a fin relatada en el obituario de una admiradora en: https://www.jornada.com.mx/2006/07/29/index.php?section=opinion&article=023a1eco.

[4] Unas pocas líneas más abajo, para arremeter contra el interés de Stalin por los “cuadros técnicos”, Fabrègues citará un fragmento de un discurso de aquél que incluye la frase: “Hay que comprender en definitiva que, de todos los capitales preciosos que existen en el mundo, el más precioso y decisivo

lo constituyen los hombres, los cuadros” (El hombre, el capital más precioso, Stalin).

[6] Por ejemplo, su informe de 1937 titulado “Sobre los defectos del trabajo del partido y sobre las medidas para liquidar a los elementos trotskistas y demás elementos de doble cara”, en las páginas 247 a 266 de: https://www.marxists.org/espanol/stalin/obras/oe1/Stalin%20-%20Obras%20escogidas.pdf

[7] Ibídem, pág. 293 (El marxismo y los problemas de la lingüística).

[8] “… la liquidación de la diferencia esencial entre el trabajo intelectual y el trabajo manual, mediante la elevación del nivel cultural y teórico de los obreros a la 18 altura del nivel del personal técnico no puede por menos de tener para nosotros una importancia primordial.” Los problemas económicos del socialismo en la URSS, Stalin (1952). https://www.marxists.org/espanol/stalin/obras/oe15/Stalin%20-%20Obras%2015-15.pdf, pág. 84.

[10] Y concreta: “Esto se refiere, ante todo, a fenómenos económicos como la propiedad de determinados grupos, de los koljoses, y la circulación mercantil. Claro que actualmente estos fenómenos son aprovechados con buen éxito para desarrollar la economía socialista, y reportan un beneficio indudable a nuestra sociedad. No cabe duda de que también en el próximo futuro reportarán su beneficio. Pero sería una ceguera imperdonable no ver que, al mismo tiempo, esos fenómenos comienzan ahora ya a frenar el poderoso desarrollo de nuestras fuerzas productivas, por cuanto son un obstáculo para que la planificación por parte del Estado abarque plenamente toda la economía nacional, en particular la agricultura. No cabe duda de que, con el tiempo, esos fenómenos frenarán más y más el desarrollo de las fuerzas productivas de nuestro país. Por consiguiente, la tarea consiste en liquidar esas contradicciones mediante la transformación gradual de la propiedad koljosiana en propiedad de todo el pueblo y la aplicación –también gradual– del intercambio de productos en lugar de la circulación mercantil.” Problemas económicos del socialismo en la URSS, Stalin (1952): https://www.marxists.org/espanol/stalin/obras/oe15/Stalin%20-%20Obras%2015-15.pdf, pág. 99.

[11] En Los problemas económicos del socialismo en la URSS, Stalin explica que “al proponer la venta de las estaciones de máquinas y tractores en propiedad a los koljoses, los camaradas Sánina y Vénzher dan un paso atrás, hacia el atraso, e intentan retrotraer la rueda de la historia. (…) El error fundamental de los camaradas Sánina y Vánzher consiste en que no comprenden el papel y el significado de la circulación mercantil en el socialismo, no comprenden que es incompatible con perspectiva del paso del socialismo al comunismo. (…) Es éste un profundo error, nacido de la incomprensión del marxismo. Al criticar la «comuna económica» de Dühring, que actúa en las condiciones de la circulación mercantil, Engels, en su «Anti-Dühring», demostró persuasivamente que la existencia de la circulación mercantil debe conducir ineluctablemente a la llamada «comuna económica» de Dühring al resurgimiento del capitalismo”. (Ibíd., págs. 108-109) De aquí se deduce que, para Stalin, la ampliación de la propiedad particular y de la consiguiente esfera de las relaciones mercantiles haría surgir una nueva burguesía, puesto que es inconcebible un resurgimiento del capitalismo sin un previo resurgimiento de la burguesía.

[13] ¿Qué hacer?, capítulo IV-3, Lenin: https://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1900s/quehacer/que_hacer.pdf (págs. 161-183)

[16] Pleno conjunto del CC y de la CCC del PC de la URSS, Stalin, 1933: https://www.marxists.org/espanol/stalin/obras/oe15/Stalin%20-%20Obras%2013-15.pdf, pág. 87

[17] En torno a algunas cuestiones de la lingüística, Stalin, 1950: https://www.marxists.org/espanol/stalin/obras/oe15/Stalin%20-%20Obras%2015-15.pdf, pág. 73.

[18] La bancarrota de la II Internacional, Lenin: https://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/oc/akal/lenin-oc-tomo-22.pdf, pág. 339

[19] “Hoy día -decía Jruschov en su Informe al XX Congreso del PCUS- ya no hay necesidad de que cada país socialista des­arrolle obligatoriamente todas las ramas de la industria pesada, como tuvo que hacerlo la Unión Soviética, que durante mucho tiempo fue el único país del so­cialismo y se encontraba en me­dio del cerco capitalista. Ahora que existe la potente comunidad de los países socialistas y su capacidad defensiva y su seguridad se apoyan en la po­tencia industrial de todo el cam­po socialista, cada país europeo de democracia popular pueda especializarse en el fomento de las ramas de la industria y en la producción de los artículos pa­ra los que posee condiciones na­turales y económicas más favo­rables”.

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