Por Nestor Guadaño. Traducciones recopiladas, redactadas, y nuevas realizadas por Nestor Guadaño y Marina Svetlova.
De entre toda la extensa producción de Mijaíl Shólojov (recordemos que sus obras completas en ruso, no traducidas completamente en occidente, constan de 8 volúmenes), vamos a reseñar algunas obras que a nuestro parecer más reflejan la intensa calidad de este admirable escritor soviético, muy poco traducidas y menos aún leídas por los trabajadores de este reino.
El destino de un hombre
La primera primavera después de la guerra fue en el Alto Don excepcional: llegó impetuosa, y el deshielo se produjo rápido, a un tiempo. A fines de marzo, soplaron de las costas del mar Azov templados vientos y, dos días más tarde, ya estaban completamente desnudas las arenas de la margen izquierda del Don; se alzó, abombándose, la nieve que llenaba barranquillos y cañadas, mientras los riachuelos de la estepa, rompiendo el hielo, corrían retozones, primaverales, y los caminos se ponían casi intransitables.
En esa mala época de caminos anegados me cupo en suerte ir a la stanitsa de Bukanovskaia. Y aunque la distancia no era grande -cerca de sesenta kilómetros- no resultó tan fácil recorrerla. En compañía de unos camaradas, partí antes de salir el sol. Un par de caballos bien cebados, tensos como cuerda de guitarra los tirantes de los arneses, apenas podían arrastrar el pesado carricoche. Las ruedas se hundían hasta las pezoneras en la arena, húmeda, mezclada con nieve y hielo, y al cabo de una hora, en los ijares de los caballos y en sus ancas, bajo las finas correas de las retranquillas, aparecía ya una espuma abundante, blanca como de jabón, mientras el aire puro de la mañana se llenaba de un olor acre y embriagador a sudor de caballo y al recalentado alquitrán con que fueran pródigamente embadurnados los arreos.
En los lugares más penosos para los caballos, saltábamos del carricoche y seguíamos a pie. Bajo nuestras botas altas chapoteaba la nieve acuosa, costaba trabajo andar, pero a ambos lados del camino se conservaba todavía el hielo -refulgente al sol como el cristal- y por allí era aún más difícil avanzar. Al cabo de unas seis horas sólo habíamos recorrido treinta kilómetros y llegábamos al lugar por donde debíamos cruzar el riachuelo Elanka.
El pequeño río, que se seca parcialmente en verano, se había desbordado frente al caserío de Mojovski, en una extensión de un kilómetro entero, por un terreno pantanoso y cubierto de alisos. Había que pasarlo en una frágil barquilla, de fondo plano, que únicamente podría llevar a tres personas como máximo. Desenganchamos los caballos. Al otro lado, en un cobertizo del koljoz, nos esperaba un “Willis” viejecillo, que había visto ya mucho mundo, dejado allá el invierno anterior. El chofer y yo embarcamos, no sin temor, en la vetusta lancha. Un camarada quedó en la orilla con el equipaje. Apenas desatracamos, empezaron a brotar, por diferentes sitios del podrido fondo, pequeños surtidores. Con medios manuales, calafateamos la insegura embarcación y estuvimos achicando el agua hasta que llegamos. Una hora más tarde, nos encontrábamos en la otra orilla del Elanka. El chofer trajo del caserío el auto, se acercó a la barca y dijo, agarrando un remo:
-Si este maldito barreño no se deshace en el agua, volveremos dentro de un par de horas; no nos espere usted antes.
El caserío se extendía a un lado, a lo lejos, y junto al embarcadero había ese silencio que únicamente reina, en pleno otoño o a principios de primavera, en los lugares deshabitados. Del agua venía un hálito de humedad, en unión del acerbo aliento de los alisos putrefactos, y de las lejanas estepas de Prijoperskie, hundidas en el humo liliáceo de la niebla, el suave vientecillo traía el aroma, eternamente joven, de la tierra recién liberada de la nieve.
Cerca de allí, sobre la arena de la orilla, yacía un seto derribado. Me senté en él y quise fumar, pero, al meter la mano en el bolsillo derecho de la enguatada chaqueta, comprobé con gran pena que la cajetilla de “Bielomor” estaba toda empapada. Durante la travesía, una ola había barrido la cubierta de la baja barquilla, hundiéndome en agua turbia hasta la cintura. En aquellos instantes yo no estaba para pensar en los cigarrillos, pues hubo que soltar el remo y sacar el agua con la mayor rapidez posible, para que la lancha no zozobrara, y ahora, lamentando amargamente mi imprevisión, extraje del bolsillo con cuidado la cajetilla reblandecida, me puse en cuclillas y empecé a colocar sobre el seto, uno tras otro, los mojados y pardos cigarrillos.
Era mediodía. El sol picaba como en mayo. Yo confiaba que los cigarrillos se secarían pronto. Los rayos solares calentaban tanto, que me arrepentí de haberme puesto para el viaje los acolchados pantalones y la enguatada chaqueta de soldado. Era aquel el primer día verdaderamente tibio después del invierno. Constituía un placer estar sentado en el seto, sumido por entero en la soledad y el silencio, quitarse el gorro de orejeras, también de soldado, secar al vientecillo los cabellos, empapados después del penoso bogar, y, sin pensar en nada, seguir el movimiento de las nubes que se deslizaban blancas, henchidas, por el azul pálido del cielo.
Pronto vi que, surgiendo tras las últimas viviendas del caserío, salía al camino un hombre. Traía de la mano a un niño pequeño, que, a juzgar por su estatura, no debía de tener más de cinco o seis años. Cansinos, arrastrando los pies, iban en dirección al embarcadero, pero al llegar adonde estaba parado el automóvil, torcieron hacia mí. El hombre, de elevada estatura y un poco cargado de espaldas, se me acercó y dijo con atronadora voz de bajo:
-¡Salud, hermano!
-Buenos días -repuse, y estreché la mano, áspera y grande, que me tendía.
El hombre se inclinó hacia el niño y le indicó:
-Saluda al tío, hijito. Ya ves, es también chofer como tu papá. Sólo que tú y yo íbamos en un camión y él conduce ese pequeño coche.
Mirándome de frente con sus ojos claros como el cielo y sonriendo un poquito, el chiquillo me dio con decisión su manecita, sonrosada y fría. Yo se la estreché suavemente y le pregunté:
-¿Cómo es eso, viejo? ¿Por qué tienes la mano tan fría? Hace calor, y tú estás helado.
Con enternecedora confianza infantil, el pequeño se apretó contra mis rodillas y enarcó asombrado las claras cejas rubias.
-¡Yo que voy a ser un viejo! Yo soy completamente un niño. Y no estoy helado, ¡qué va! Si tengo las manos frías es porque he estado haciendo bolas de nieve.
Luego de quitarse de la espalda la mochila escuálida y de tomar asiento a mi lado, el padre dijo:
-¡Estoy aviado con este pasajero! Me trae frito. Cuando caminas a paso largo, él va al trote y, claro, tiene uno que acomodarse a la marcha de este infante. Donde debía dar un solo paso, tengo que dar tres, y así vamos los dos, desacordes, como un caballo y una tortuga. Apenas me descuido, ya se está metiendo en los charcos o arrancando un trozo de hielo para chuparlo como un caramelo. No, no es para hombres viajar con pasajeros de esta clase, y menos a patita.
Hizo una pausa y preguntó:
-¿Y tú qué, hermano, esperas a tus jefes?
Me fue violento sacarlo de su error, diciéndole que yo no era chofer, y respondí:
-Hay que esperar.
-¿Vendrán de la otra orilla?
-Sí.
-¿Sabes si llegará pronto la barca?
-Dentro de un par de horas.
-Bastante tiempo es ése. Bueno, descansaremos entre tanto. Yo no tengo ninguna prisa. Pasaba ya de largo, cuando, de pronto, veo que un hermano chofer está tomando el sol. Me acercaré, me dije, y echaremos juntos un cigarro. Fumar solo es tan triste como morir solo. Vives a lo grande, fumas emboquillados. Se te han mojado, ¿eh? El tabaco mojado, hermano, es como el caballo curado; no sirve para nada. Mejor será que fumemos del mío, que es fuerte.
Sacó del bolsillo del pantalón caqui, de verano, una enrollada bolsita de raída seda color de frambuesa, la desenrolló y yo alcancé a leer una dedicatoria bordada en una de las esquinas: “Al querido combatiente, de una alumna de la escuela secundaria de Lebediansk.”
Fumamos de aquel tabaco campesino, muy fuerte, y estuvimos callados largo rato. Iba ya a preguntarle adónde se dirigía con el niño y qué asunto lo obligaba a viajar con aquel deshielo, pero él se me adelantó:
-¿Te has pasado toda la guerra al volante?
-Casi toda.
-¿En el frente?
-Sí.
-Pues a mí, hermano, también me tocó estar allí y pasar malos tragos a más no poder.
Puso sobre las rodillas sus oscuras manazas y se encorvó. Lo miré de reojo y sentí un malestar impreciso… ¿Han visto ustedes alguna vez unos ojos como cubiertos de ceniza, llenos de una angustia tan mortal e insoportable, que cuesta trabajo mirarlos? Pues unos ojos así tenía mi casual interlocutor.
Luego de arrancar del seto una varilla seca y combada, permaneció en silencio unos instantes trazando con ella enrevesadas figuras en la arena; después, empezó a hablar:
-A veces, se pasa uno la noche en vela, escudriñando en la oscuridad con ojos ciegos y piensa: “Vida, ¿por qué me trataste tan despiadadamente? ¿Por qué me has castigado de este modo?” Y no tengo respuesta, ni en la oscuridad ni a la luz del sol… No la tengo, ¡ni la espero! -y de pronto, al caer en la cuenta, empujó cariñosamente al hijito y le dijo-: Anda, querido, vete a jugar un poco junto al agua; junto a las aguas desbordadas, los chiquillos encuentran siempre algo. ¡Pero ten cuidado, no te mojes los pies!
Cuando fumábamos en silencio, yo observando a hurtadillas al padre y al hijo, había advertido ya una circunstancia que me pareció extraña. El chiquillo iba vestido con sencillez, pero su ropilla era buena; la hechura de su larga chaquetita, forrada de fina y desgastada piel de cabra, las diminutas botas altas, lo suficientemente holgadas para ponérselas con calcetines de lana, y un zurcido hecho con mucha maestría para tapar un desgarrón en la manga, todo ello denotaba cuidados de mujer, la cariñosa solicitud de unas hábiles manos maternales. En cambio, el aspecto del padre era distinto: la enguatada chaqueta, quemada en algunos lugares, había sido recosida con descuido, burdamente; el remiendo de los pantalones caqui, de uniforme, no lo había echado como era menester, y más bien parecía sujeto a la ligera con grandes puntadas de hombre; llevaba unas botas nuevas de soldado, pero los compactos calcetines de lana estaban comidos por la polilla sin que hubieran sido arreglados por ninguna mano femenina… y entonces, pensé: “Tú eres viudo o te llevas mal con tu mujer”.
Mas él, después de seguir con la mirada al hijito, tosió broncamente y volvió hablar; yo, todo oídos, lo escuchaba:
-Al principio mi vida fue corriente. Nací en la provincia de Voronezh, el año mil novecientos. Durante la guerra civil serví en el Ejército Rojo, en la división de Kikvidze. El veintidós, el año del hambre, me marché al Kuban, a trabajar como un burro para los kulaks; por eso escapé con vida. Pero el padre y la madre, con una hermanita mía, murieron de hambre. Quedé solo. Sin nadie en el mundo, sin un pariente. Pues bien, al cabo de un año volví del Kuban, vendí la pequeña jata1 y me fui a vivir a Voronezh. Al principio trabajé en un artel de carpinteros; luego pasé a una fábrica y aprendí el oficio de mecánico ajustador. Poco más tarde, me casé. Mi mujer se había criado en una casa de niños. Era huérfana. ¡Buena muchacha me tocó en suerte! Sumisa, alegre, complaciente y lista, ¡bien diferente de mí! Desde niña sabía lo que eran las penas, y quizás eso se reflejara en su carácter. Mirándola desde afuera, desde un lado, no era muy vistosa que digamos, pero yo no la miraba desde un lado, sino de frente. Y no había para mí en el mundo mujer más guapa y deseada que ella, ¡ni la habrá!
»Volvía uno del trabajo, cansado, y a veces con un humor de mil diablos. Pero ella no contestaba nunca con rudeza a las rudas palabras mías. Cariñosa, apacible, no sabía qué hacer conmigo y se desvivía, incluso cuando yo traía poco dinero a casa, para prepararme siempre un plato sabroso. La miraba uno y se le ablandaba el corazón, y, al cabo de un ratillo, la abrazaba y le decía: “Perdona, querida Irina, he estado muy grosero contigo. Pero, compréndelo, hoy no me ha ido bien el trabajo.” Y de nuevo reinaba entre nosotros la paz, y la tranquilidad volvía a mi alma. ¿Y tú sabes, hermano, lo que eso significaba para el trabajo? Por la mañana me levantaba como nuevo, iba a la fábrica, ¡y cualquier faena cundía, marchaba de primera en mis manos! Ya ves lo que es tener una mujer y compañera inteligente.
»En ocasiones, los días de cobro ocurría que me iba a beber con los amigos. A veces, también volvía a casa haciendo tantas eses, que seguramente daría miedo verme. La calle era estrecha para uno, sin hablar ya de los callejones. Yo era entonces un muchacho sano y fuerte como un toro; por mucho que bebiera, llegaba siempre por mi pie a casa. Mas, alguna vez que otra, también recorría el último trecho metiendo la primera, es decir, a cuatro patas; pero llegaba. Y de nuevo, ni un reproche, ni gritos ni escándalos. Mi Irina se limitaba a reírse unas miajas de mí, y eso con tiento, no fuera a ofenderme… Me desnudaba y me decía bajito: “Acuéstate junto a la pared, Andriusha, no vayas a caerte, dormido, de la cama”. Bueno, y yo me derrumbaba como un fardo, y todo se balanceaba ante mis ojos. Solo, entre sueños, sentía que ella me pasaba suavemente la mano por los cabellos y susurraba algo con cariño; me acariciaba, por consiguiente…
»Por la mañana, me hacía levantarme dos horas antes de entrar al trabajo, para que me despabilase. Ella sabía que, después de la borrachera, yo no comería nada; por eso me traía un pepino en salmuera o alguna otra cosilla ligera y me llenaba de vodka un vaso de cristal tallado. “Toma, Andriusha, para que se te quite la resaca, pero no debes beber más, querido.” ¿Acaso se podía no hacer honor a semejante confianza? Bebía, le daba las gracias sin palabras, con los ojos únicamente, la besaba y me iba al trabajo como un corderito. En cambio, si me hubiera dicho alguna palabra de más, si hubiera empezado a dar voces o a regañar, estando yo bajo los efectos del alcohol, ¡como hay Dios que me habría emborrachado también al segundo día! Así pasa en otras familias en que la mujer es tonta; yo he visto a imbéciles de ésas, y lo sé bien.
»Pronto, empezaron a llegar los hijitos. Primero nació un niño; luego, dos niñas más… Y entonces me aparté de los compañeros. Llevaba a casa la paga íntegra, pues la familia era ya numerosa, y no era cosa de beber. Los domingos tomaba un bock de cerveza, y punto final.
»El año veintinueve empecé a cobrarle afición a los automóviles. Aprendí a conducir, y empuñé el volante de un camión. Luego, le tomé el gusto a aquello y no quise volver a la fábrica. Manejar el volante me parecía más distraído. Viví de esta manera diez años, sin darme cuenta de cómo pasaron. Se fueron como un sueño. ¿Qué son diez años? Pregúntale a cualquier hombre de edad si se ha enterado de cómo fue su vida, y te dirá que no se ha dado cuenta de nada. El pasado es igual que esa estepa lejana, envuelta en niebla. Por la mañana, iba yo por ella, y todo estaba claro en derredor; pero, después de andar veinte kilómetros, se cubre de niebla y ahora no se distingue desde aquí el bosque de la maleza, ni las tierras aradas de los campos segados.
»Trabajé durante esos diez años día y noche. Ganaba bastante, y no vivíamos peor que las demás gentes. Los chicos nos daban alegrías: los tres estudiaban con notas de sobresaliente, y el mayorcito, Anatoli, resultó tan capaz para las matemáticas que hasta llegaron a hablar de él en un periódico de Moscú. Yo mismo, hermano, no sé de quién le vendría tanto talento para esas ciencias. Pero aquello me halagaba mucho y estaba orgulloso de él, ¡muy orgulloso!
»En los diez años ahorramos algún dinerillo y, en vísperas de la guerra, nos hicimos una casita con dos habitaciones pequeñas, despensa y pasillo. Irina compró dos cabras. ¿Qué más necesitábamos? Los chicos comían gachas con leche, teníamos un hogar, estábamos vestidos y calzados; por consiguiente, todo marchaba bien. Sólo que tuve poco acierto para construir la casa. Me dieron una parcela, de seiscientos metros cuadrados, no lejos de una fábrica de aviación. De haber hecho mi nido en otro sitio, tal vez hubiera sido otra mi suerte.
»Y de pronto, la guerra. Al segundo día recibí una citación para que me presentase en el centro de reclutamiento, y al tercer día, al tren militar. Fueron a despedirme a la estación los cuatro míos. Irina, Anatoli y mis hijas Nastienka y Oliushka. Todos los chicos se portaron como unos valientes. Claro que a mis hijas, no sin motivo, se le saltaron unas lagrimillas. A Anatoli solamente se le estremecían los hombros, como si tuviera frío, por aquel entonces ya había cumplido los dieciséis años, y a mi Irina… En los diecisiete años de matrimonio, nunca la había visto así. Toda la noche anterior estuvo mi camisa humedecida por sus lágrimas en el hombro y el pecho, y por la mañana, la misma historia… Llegaron a la estación, y yo, de la lástima que me daba mi mujer, no podía mirarla: tenía los labios hinchados de llanto, los cabellos asomaban revueltos bajo el pañuelo, y los ojos, turbios, como de loca. Los jefes dieron la orden de subir al tren, y ella se derrumbó sobre mi pecho mientras sus manos se aferraban a mi cuello; temblaba toda, como un árbol hendido por un hachazo… los chicos y yo tratábamos de consolarla, pero ¡de nada servía! Otras mujeres hablaban con sus maridos o con sus hijos, pero la mía estaba pegada a mí, como la hoja a la rama, y no hacía más que temblar toda ella sin poder articular palabra. Yo le dije: “¡Hay que ser fuertes, querida Irina! Dime aunque sólo sea unas palabras de despedida.” Ella balbuceó, sollozando a cada palabra: “Querido mío… Andriusha… no volveremos a vernos… más… en este… mundo…”
»A mí mismo se me desgarraba el corazón de la lástima que me daba de ella, y, por si no tenía bastante, me salía con aquellas palabras. Debía comprender que a mí tampoco me era fácil separarme de ellos, pues no iba a ninguna fiesta. ¡Y me llené de coraje! A la fuerza, retiré sus manos y le di un leve empujón en el hombro. Creí que la había empujado ligeramente, pero yo tenía entonces una fuerza tremenda; ella vaciló, retrocedió unos tres pasos y vino de nuevo hacia mí con pasitos cortos, tendiéndome las manos; yo le grité: “¿Es ése modo de despedirse de uno? ¿Por qué me entierras en vida antes de tiempo?” Pero la abracé otra vez, porque veía que estaba trastornada…»
Cortó bruscamente el relato, sin acabar la frase, y en el silencio que se hizo oí como un gorgoteo sordo en su garganta. Y me contagié de su emoción. Dirigí una oblicua mirada al narrador, pero no vi ni una lágrima en sus ojos secos, como de muerto. Estaba sentado, muy gacha la cabeza, inmóvil; únicamente sus grandes manos, que colgaban fláccidas, se estremecían con leve temblor; le temblaba la barbilla, los finos labios…
-¡Cálmate, amigo, no recuerdes más! -le aconsejé quedo, pero él no debió de oír mis palabras; haciendo un supremo esfuerzo de voluntad, dominó su emoción y dijo de pronto con voz ronca que se quebraba de un modo extraño:
-Hasta el fin de mis días, hasta que me muera, ¡no me perdonaré nunca el haberla empujado aquel día!
Volvió a callar largo rato. Intentó liar un cigarro, pero se le rompió el papel de periódico, y el tabaco se esparció por sus rodillas. Al fin hizo como pudo un cucurucho, a guisa de pipa, dio con ansia varias chupadas y, luego de toser, continuó:
-Me desgajé de Irina, le cogí la cara con las manos, la besé, y sus labios estaban como el hielo. Me despedí de los chicos, corrí al vagón y salté al estribo, ya en marcha. El tren arrancaba despacio, despacio; tuve que pasar frente a los míos. Vi que mis hijitos, desvalidos, agrupados en apretado haz, agitaban las manecitas dándome su adiós, querían sonreír, pero no les salía la sonrisa. Irina se apretaba las manos contra el pecho; tenía los labios más blancos que el papel, murmuraba algo, me miraba sin pestañear y tendía todo el cuerpo adelante como si quisiera avanzar contra un viento recio… Así ha quedado en mi memoria, para toda la vida: las manos apretadas contra el pecho, los labios blancos, los ojos muy abiertos, anegados en lágrimas… La mayoría de las veces, siempre la veo así en sueños… ¿Por qué la empujaría entonces? Y hasta ahora, cuando lo recuerdo, es como si me partieran el corazón con un cuchillo romo…
»Organizaron nuestra unidad cerca de Bielaia Tserkov, en Ucrania. A mí me dieron un camión ZIS-5. Y en él marché al frente. Bueno, de la guerra no voy a contarle nada, porque tú mismo la viste y sabes cómo fue al principio. De los míos recibía carta con frecuencia; yo les mandaba unas líneas de tarde en tarde. A veces, escribía uno diciendo: “Todo marcha bien, peleamos un poquillo y, aunque ahora retrocedemos, pronto reuniremos fuerzas y les daremos a los fritz para el pelo”. ¿Qué otra cosa se podía decir? Malos tiempos eran, no estábamos para escribir. Además, debo reconocer que yo mismo no era aficionado a tocar las cuerdas sensibles con quejas y no podía soportar a esos llorones que cada día, viniera o no a cuento, les escribían a sus mujeres y a sus adorados tormentos llenando el papel de mocos. “Esto es duro -decían-, penoso; en cualquier momento te pueden matar.” Y esos maricas con pantalones se quejaban, buscaban compasión, babeaban, sin querer comprender que las pobres mujeres y niños de la retaguardia no lo pasaban mejor que nosotros. ¡Todo el estado se apoyaba en ellos! ¡Qué espaldas tenían que tener nuestras mujeres y nuestros hijos para no doblegarse bajo un peso tan grande! Y sin embargo, ¡no se doblegaron, resistieron! Y esos bribones, esos gallinas, escribían cartas lloronas que para las mujeres que trabajaban eran como un palo en los calcañales. Las desdichadas, después de recibir semejantes cartas, dejaban caer los brazos con desaliento y ya no podían con el trabajo. ¡No! Para eso eres hombre y soldado, para soportarlo todo, para aguantarlo todo si es preciso. Y si tienes más madera de mujer que de hombre, ponte un miriñaque para abultar tu flaco trasero, a fin de que, al menos por detrás, te parezcas a ellas, y vete a escardar remolacha o a ordeñar vacas, pues en el frente no se necesitan hombres como tú, ¡ya hay bastante pestilencia!
»Pero no tuve que combatir ni siquiera un año… En ese tiempo me hirieron dos veces, las dos levemente; una, en un brazo, sin tocarme el hueso; otra, en una pierna; la primera, de bala, desde un avión; la segunda, de un casco de metralla. Los alemanes me agujerearon el coche por arriba y por los lados, pero yo, hermano, en los primeros tiempos tuve suerte. Siguió la suerte hasta que vino la negra… Me hicieron prisionero cerca de Losovienki, en mayo del cuarenta y dos, en desgraciadas circunstancias: los alemanes atacaban entonces de firme, y una de nuestras baterías de obuses, de ciento veintidós milímetros, se quedó casi sin munición; abarrotaron mi camión de proyectiles, a más no poder, y yo mismo trabajé tanto en la carga, que tenía la guerrera pegada a la espalda de lo mucho que sudé. Había que darse gran prisa, porque el enemigo se acercaba: a la izquierda se oía el estruendo de sus tanques; a la derecha, fuerte tiroteo; delante, tiros también, y ya empezaba a oler a chamusquina…
»El jefe de nuestra compañía de transporte me preguntó: “¿Podrías pasar, Solokov?” Holgaba la pregunta. Allí mis camaradas quizás estuvieran cayendo, ¿cómo iba yo a andarme con remilgos? “¡Ni que decir tiene! -le contesté-. Debo pasar, ¡y asunto concluido!” “Bueno -me dijo-, ¡embala! ¡Lánzate a todo gas!”
»Y me lancé a todo gas. ¡Nunca había corrido tanto como aquella vez! Sabía que no llevaba patatas y que con una carga semejante era preciso ir con precaución, pero ¿qué precaución cabía cuando los muchachos estaban peleando con las manos vacías y todo el camino, de punta a punta, estaba batido por el fuego de los cañones? Recorrí unos seis kilómetros; pronto debía tirar hacia un sendero para llegar al barranco donde estaba emplazada la batería, cuando miro y… ¡ay, madre santa! Por la derecha y por la izquierda venía, esparciéndose por el campo, nuestra infantería; las minas estallaban ya entre sus filas. ¿Qué hacer? ¿Dar la vuelta? ¡Pisé el acelerador a fondo! Hasta la batería no quedaba más que una insignificancia, cosa de un kilómetro; había ya virado hacia el sendero, pero no logré llegar hasta los nuestros, hermano… Por lo visto, un disparo de artillería pesada, de largo alcance, me lanzó fuera del camión. No oí siquiera el estampido, nada; sólo sentí como si me estallase algo dentro de la cabeza; no recuerdo más. No sé cómo escapé con vida entonces ni cuánto tiempo estuve tirado en tierra, a unos ocho metros de la cuneta. Recobré el conocimiento, pero no podía levantarme: la cabeza me temblaba, y todo yo tiritaba como si tuviese mucha fiebre, se me nublaba la vista, en el hombro izquierdo algo crujía y chirriaba, y sentía un dolor tan grande por todo el cuerpo, que cualquiera diría que me habían estado dando palos dos días seguidos. Largo rato me arrastré por tierra; al fin, me levanté como pude. Pero de nuevo no comprendía nada: ni dónde estaba ni qué me había ocurrido. Había perdido la memoria por completo. Me daba miedo volverme a tumbar. Temía que, si me tumbaba, no volvería a levantarme más, moriría. Estaba en pie, tambaleándome como un álamo agitado por el vendaval.
»Cuando volví en mí y recobré el discernimiento, miré detenidamente alrededor, y sentí como si me retorciera el corazón con unas tenazas: por todas partes estaban tirados los proyectiles que yo traía: no lejos, hecho pedazos, se encontraba mi camión, volcado con las ruedas para arriba. ¿Qué era aquello?
»No hay por qué ocultarlo, las piernas se me doblaron solas y caí como derribado por un hachazo, pues me di cuenta de que estaba cercado, mejor dicho, de que era ya prisionero de los alemanes. Ya ves las cosas que ocurren en la guerra…
»¡Ay hermano, qué doloroso es darse cuenta de que, en contra de tu voluntad, te encuentras prisionero! A quien no haya pasado por ese trance no es posible llegarle al alma, hacerle comprender como es debido lo que eso significa.
»Pues bien, yacía en tierra, cuando oigo estruendo de tanques. Cuatro tanques alemanes, medianos, corrían a toda marcha frente a mí, en dirección al lugar de donde yo había salido con las municiones… ¿Cómo soportar aquel dolor? Luego, pasaron unos tractores arrastrando unos cañones, una cocina de campaña, y después, la infantería, poco, no más de una compañía diezmada. Los estuve mirando de refilón y apreté de nuevo la cara contra la tierra y cerré los ojos: dolía verlos, y el corazón dolía también…
»Creí que habían pasado todos, alcé un poco la cabeza y vi a seis soldados, con fusil ametrallador, que caminaban a unos cien metros. De pronto, dejaron el camino y se dirigieron derechos hacia mí. Venían en silencio. “Bueno -pensé- me ha llegado la hora.” Me senté, pues no quería morir echado; luego, me puse en pie. Uno de los soldados se detuvo a unos pasos, meneó bruscamente el hombro y se descolgó el fusil ametrallador. ¡Qué curioso es el carácter del hombre…! En aquel momento no sentía el menor pánico ni se me encogió el corazón. No hacía más que mirarlos y pensar: “Ahora me soltará una ráfaga corta, pero, ¿dónde me disparará: en la cabeza o cruzándome el pecho? ¡Como si a mí no me diera lo mismo que me acribillase una parte u otra!
»Era un mozo negrete, de buena presencia, con los labios finos como hilos y los ojos entornados. “Este me mata y se quedará tan fresco”, deduje. Y en efecto: me apuntó con el fusil ametrallador; yo lo miré de frente, a la cara, sin decir palabra, pero otro -un cabo o algo así, de más edad, puede decirse que ya entrado en años- gritó algo, lo apartó de un empujón, se acercó a mí, farfulló no sé qué en su lengua y me dobló el brazo derecho, para palparme el músculo, por consiguiente. Hecha la comprobación exclamó: “¡O-oh!” y señaló hacia el camino, en dirección a donde se ponía el sol. “Arre, bestia de carga, trabaja para nuestro Reich.” ¡Resultó que era un amo, el hijo de perra!
»Pero el negrete había echado el ojo a mis botas altas, que tenían buena vista, y me dijo señalando con el dedo: “¡Quítatelas!” Yo me senté en el suelo, me las quité y se las ofrecí. Él me las arrebató de las manos. Me desenrollé los peales y se los tendí también, mirándolo de abajo arriba. Pero él empezó a dar voces, a soltar tacos en su lengua, y empuñó de nuevo el fusil ametrallador. Los demás reían a carcajadas, como si relinchasen. Y así se fueron, por las buenas. Sólo el negrete, antes de llegar al camino, volvió dos o tres veces la cabeza mirándome con ojos centelleantes, de lobezno; estaba furioso, pero ¿por qué? Cualquiera diría que le había quitado yo las botas, en lugar de él a mí.
»¿Y qué iba a hacer yo, hermano? No había más remedio. Salí al camino, jurando como un carretero, con escogidos ajos de la región de Voronezh, y eché a andar hacia el oeste, ¡hacia el cautiverio…! Pero mi andadura era entonces flojilla, un kilómetro por hora, no más… Quería uno ir adelante, y daba bandazos de un lado para otro, haciendo eses como un borracho. Anduve un trecho y me dio alcance una columna de prisioneros; gente nuestra, de la división mía. Los conducían diez soldados alemanes con fusil ametrallador. El que iba al frente de la columna, al llegar a mi altura, sin decir una mala palabra, me golpeó en la cabeza, de un revés, con la culata del fusil. Si hubiera caído me habría cosido a la tierra con una ráfaga, pero los nuestros me cogieron antes de que cayera, me empujaron al centro y me llevaron, sujetándome de los brazos, durante media hora. Y cuando recobré el sentido, oí que uno de ellos me susurraba: “¡Líbrete Dios de caer! Camina aunque sea con tus últimas fuerzas; si no, te matarán.” Y yo, con mis últimas fuerzas, caminé.
»En cuanto el sol se hubo ocultado, los alemanes reforzaron la escolta; en un camión, trajeron unos veinte soldados más con fusil ametrallador; nos arrearon a paso ligero. Los heridos graves no podían seguir a los demás, y los mataban a tiros en la misma carretera. Dos intentaron huir, sin tener en cuenta que en una noche de luna, en campo raso, se le ve a uno divinamente, y claro, los mataron también. A medianoche llegamos a un pueblo medio quemado. Nos encerraron en una iglesia con la cúpula destrozada, para pernoctar allí. En el suelo de losas no había ni un puñado de paja, y todos íbamos sin capote, a cuerpo gentil, de modo que no teníamos nada con que hacer un lecho. Algunos ni siquiera llevaban guerrera, sólo la camisa de lienzo. En su mayoría eran oficiales de poca graduación. Se habían quitado las guerreras y chaquetas de uniforme para que no se les distinguiera de los soldados rasos. Los habían hecho prisioneros cuando estaban casi desnudos, en su faena, y así continuaban.
»Por la noche cayó una lluvia tan torrencial, que todos nos calamos hasta los huesos. La cúpula se la había llevado algún proyectil pesado o alguna bomba de avión y toda la techumbre estaba hecha una criba a causa de la metralla; no había un sitio seco ni siquiera en el altar. Así pasamos la noche entera, como ovejas en un redil oscuro. Mediada la noche, noto que alguien me toca el brazo y me pregunta: “Camarada, ¿no estás herido?” “¿Y a ti qué te importa, hermano?”, le contesto. Y él me dice: “Soy médico militar, tal vez pueda prestarte alguna ayuda”. Yo me quejé de que el hombro izquierdo me crujía, se me había hinchado y me dolía terriblemente. Él dijo con firmeza: “Quítate la guerrera y la camisa”. Me quité todo aquello y él empezó a palparme el hombro aferrándose a él con sus dedos finos, de un modo que me hizo ver las estrellas. Rechinaron mis dientes y le dije: “Tú debes ser veterinario; y no médico de personas. ¿Por qué me aprietas así en el sitio dolorido?, ¿es que no tienes entrañas?” Pero él seguía palpando y me contestaba maligno: “¡Tu obligación es callar! Vaya un charlatán que me has salido. Aguanta, que ahora te dolerá aún más”. Y cuando me tiró el brazo vi unas chispas rojas que saltaban de mis ojos.
»Me repuse un poco y le pregunté: “¿Qué estás haciendo, fascista desgraciado? Tengo el brazo hecho cisco, y tú me das esos tirones”. Oigo que se ríe por lo bajo y me dice: “Creí que me ibas a golpear con la derecha, pero resulta que eres un muchacho pacífico. No tienes el brazo roto, sino dislocado, ya te he puesto el hueso en su sitio. Bueno, ¿qué tal ahora, sientes alivio?” Y en realidad notaba que el dolor iba desapareciendo. Le di las gracias, de corazón, y él siguió adelante en la oscuridad, preguntado bajito: “¿Hay algún herido?” ¡Ya ves lo que es un verdadero doctor! Hasta en el cautiverio y en las tinieblas cumple su gran misión.
»Intranquila fue la noche aquella. No se permitía salir a hacer aguas; así nos lo había advertido el jefe de la escolta cuando nos metían por parejas en la iglesia. Y, como por castigo, a uno de los nuestros, un beato, le entraron muchas ganas de hacer una necesidad. Estuvo aguantando y aguantando hasta que empezó a lloriquear: “¡No puedo -decía- profanar un lugar sagrado! ¡Yo soy creyente, yo soy cristiano! ¿Qué hago, hermanos míos?” Y los nuestros, ¡ya sabes tú como son! Unos se reían, otros soltaban ternos, los de más allá le daban toda clase de graciosos consejos. Nos alegró a todos el beato, pero aquel barullo acabó de muy mala manera: el del apretón empezó a aporrear la puerta y a pedir que lo dejasen salir. Bueno, y contestaron a su petición: un fascista disparó una larga ráfaga a través de la puerta, a todo lo ancho, y mató al beato aquel y a tres hombres más; otro fue gravemente herido y murió al amanecer.
»Pusimos a los muertos en un sitio aparte, nos sentamos todos y quedamos en silencio, pensativos: el principio no era muy alegre… Poco después, empezamos a hablar a media voz, a cuchichear: de dónde era cada uno, de qué distrito, cómo lo habían hecho prisionero; en la oscuridad, los camaradas de una misma sección o los conocidos de una misma compañía se perdían, y empezaban a llamarse unos a otros, en voz baja. Junto a mí, oí esta queda conversación. Uno decía: “Si mañana, antes de llevarnos más lejos, nos forman y preguntan por los comisarios, los comunistas y los hebreos, tú, jefe de la sección, no te escondas… No conseguirás nada con ello. ¿Te figuras que, porque te has quitado la guerrera, vas a pasar por un soldado raso? ¡No, eso no cuela! Yo no estoy dispuesto a responder por ti. ¡Seré el primero en señalarte! Yo sé que eres comunista y que me hiciste propaganda para que ingresase en el partido, ¡pues responde ahora de tus actos!” Esto lo decía uno que estaba sentado, cerca, junto a mí, y al otro lado de él una voz joven le contestó: “Siempre sospechaba que tú, Krizhnev, eras una mala persona. Sobre todo cuando te negaste a ingresar en el partido, alegando tu poca instrucción. Pero nunca creí que pudieses llegar a ser un traidor. Pues tú has terminado la escuela secundaria, ¿verdad?” El interpelado respondió con desgana a su jefe de sección: “Bueno, la terminé, ¿y eso qué tiene que ver?” Estuvieron callados largo rato; luego, el jefe de la sección -lo reconocí por la voz-, dijo bajito: “No me delates, camarada Krizhnev.” Y éste repuso soltando una maligna risita: “Los camaradas se han quedado al otro lado del frente, yo no soy camarada tuyo; no me vengas con ruegos, porque de todos modos te señalaré. Cada uno cuida de su pellejo”.
»Callaron los dos; y yo sentí un escalofrío ante aquella ruindad. “¡No -pensé-, no te permitiré, hijo de perra, que delates a tu jefe! No saldrás vivo de esta iglesia, te sacarán de los pies, ¡como una res muerta!” Empezaba a clarear un poco y vi que, junto a mí, estaba tumbando boca arriba un mocetón de cara grande, con las manos cruzadas bajo la nuca, y cerca de él, sentado, abarcándose las rodillas con los brazos, había un muchachito en mangas de camisa, delgaducho, chatillo y muy pálido. “Desde luego -pensé-, ese muchachito no podrá con un caballo castrado tan gordo. Tendré yo que despacharlo”.
»Toqué al jovencillo en el brazo y le pregunté en un susurro: “¿Tú eres jefe de sección?” Él se limitó a asentir la cabeza. “¿Ese te quiere delatar?”, le pregunté, señalando al mocetón que estaba tumbado. Volvió a inclinar la cabeza, confirmando. “Bueno -le dije-, ¡sujétalo por las patas para que no cocee! ¡Venga, vivo!”, y caí sobre el mocetón y le atenacé el gañote con los dedos. No tuvo tiempo ni de lanzar un grito. Lo sujeté debajo de mí un rato y me incorporé. Ya estaba liquidado el traidor, ¡y con la lengua fuera, colgando a un lado!
»Después de aquello, sentía una desazón muy grande y un deseo terrible de lavarme las manos, como si, en vez de a un hombre, hubiese estrangulado a un reptil repugnante… Era la primera vez que mataba en mi vida, y además a uno de los nuestros… Aunque, ¡qué iba a ser de los nuestros! Era peor que un extraño, un traidor. Me levanté y le dije al jefe de la sección: “Vámonos de aquí, camarada, la iglesia es grande”.
»Como había dicho el Krizhnev aquel, por la mañana nos formaron a todos, junto a la iglesia, nos cercaron con un cordón de soldados con fusil ametrallador, y tres oficiales de los S.S. empezaron a seleccionar a la gente más peligrosa para ellos. Preguntaron quiénes eran comunistas, jefes de unidad o comisarios, pero no apareció ninguno. Como no apareció tampoco ni un solo canalla que delatase, porque entre nosotros eran comunistas casi la mitad y había jefes de unidad y, ni qué decir tiene, también comisarios. Sólo sacaron cuatro, entre doscientos hombres y pico. Uno hebreo y tres rusos, soldados rasos. Los rusos cayeron en desgracia porque los tres era morenos y tenían el pelo rizoso. Se acercaban a uno de éstos y le preguntaban: “¿Judío?” Él decía que era ruso, pero no querían ni escucharlo. “Sal, y se acabó”.
»Fusilaron a aquellos pobretes y a nosotros nos llevaron más adelante. El jefe de sección que había estrangulado conmigo al traidor se mantuvo a mi lado hasta el mismo Poznan; el primer día me estrechaba la mano de cuando en cuando, sobre la marcha. En Poznan nos separaron por la razón que voy a contarte. Es el caso, hermano, que desde el primer día venía yo pensando en marcharme con los nuestros. Pero quería escaparme con seguridad de éxito. Hasta el mismo Poznan, donde nos metieron en un verdadero campo de prisioneros, no se me había presentado ni una sola vez una ocasión favorable. Y en el campo de Poznan pareció presentarse: a fines de mayo, nos mandaron a un bosquecillo cercano al campo a cavar una fosa para unos prisioneros, compañeros nuestros, que habían muerto; en aquel tiempo muchos de nuestros hermanos morían de disentería; estaba yo cavando la arcilla de Poznan, y mirando de cuando en cuando alrededor, y de pronto observé que dos de los guardianes se habían sentado a tomar un bocado y el tercero dormitaba al solecillo. Tiré la pala y, sin hacer ruido, me escondí detrás de un matorral… Luego eché a correr, todo derecho, en dirección adonde salía el sol…
»Por los visto, mis guardianes tardaron en darse cuanta. Pero, ¿de dónde sacaría yo, estando tan extenuado como estaba, fuerzas para recorrer casi cuarenta kilómetros en un día? Yo mismo no lo sé. Sin embargo, de mis ilusiones no resultó nada: al cuarto día, cuando ya estaba lejos del maldito campo, me atraparon. Unos perros policías me siguieron la pista y me encontraron en un campo de avena sin segar.
»Al amanecer, me había dado miedo de seguir caminando a campo raso, y como hasta el bosque quedaban no menos de tres kilómetros, me tumbé entre la avena para descansar durante el día. Estrujé unos granos con las palmas, comí un poco y me llené los bolsillos de reservas. De pronto oigo unos ladridos y el traqueteo de una moto… Se me desgarró el corazón, porque los perros ladraban cada vez más cerca. Me tendí, pegándome al terreno, y me tapé la cara con las manos para que al menos no me mordieran en ella. Bueno, llegaron corriendo y me arrancaron en un instante todos los harapos del cuerpo, dejándome como me parió mi madre. Estuvieron rodándome por la avena todo el tiempo que les dio la gana y, por último, un perro me puso las patas delanteras en el pecho y enfiló el hocico hacia mi garganta, pero por el momento no me tocó.
»Llegaron unos alemanes en dos motocicletas. Primero me golpearon cuanto se les antojó; luego, azuzaron contra mí los perros; la piel y la carne saltaban de mi cuerpo a pedazos. Desnudo, bañado en sangre, me llevaron al campo de prisioneros. Me pasé un mes metido en el calabozo, por el intento de fuga; pero, a pesar de todo, salí del trance con vida… ¡con vida!
»Doloroso es, hermano, recordar, y más aún referir lo que hubo que pasar en el cautiverio. Cuando recuerda uno los tormentos inhumanos que tuvimos que soportar allí, en Alemania, y a todos los amigos y camaradas que perecieron martirizados en aquellos campos de concentración, el corazón se sube a la garganta y cuesta trabajo respirar.
»¡Adónde no me llevarían en los dos años de cautiverio! Recorrí media Alemania en este tiempo; estuve en Sajonia, trabajando en una fábrica de silicatos; en la región del Ruhr, picando carbón en una mina; en Baviera, echando joroba en trabajos de excavación, y en Turingia también… ¡Por qué lugares de la tierra alemana no caminaría yo! Ni el diablo lo sabe. La naturaleza, hermano, es allí distinta en todas partes, pero en todas partes nos ametrallaban y pegaban igual. Y pegaban los miserables parásitos, malditos de Dios, como nunca se ha pegado en nuestra tierra ni a las bestias. Nos daban puñetazos, nos pateaban, nos golpeaban con porras de goma, con los hierros de toda clase que encontraban a mano, sin hablar ya de las culatadas de los fusiles y otros maderos.
»Te golpeaban porque eras ruso, porque aún vivías en el mundo, porque trabajabas para ellos, para los muy canallas. Te pegaban porque no mirabas, porque no andabas, porque no te volvías como a ellos les gustaba… Pegaban sencillamente para matarte alguna vez, para que te atragantases con tu última bocanada de sangre y reventaras de las palizas. Por lo visto, no había para nosotros en Alemania bastantes hornos crematorios…
»Y nos daban de comer lo mismo en todas partes: ciento cincuenta gramos de algo parecido a pan, mitad aserrín, y una sopa clara de nabos. Agua hervida daban en algunas partes; en otras, no. En fin, ¡qué te voy a decir! Imagínate: antes de la guerra pesaba yo ochenta y seis kilos, y para el otoño no me quedaban más que cincuenta. Estaba en los puros huesos, e incluso los huesos ya no tenía fuerza para arrastrarlos. Y venga trabajo, y no rechistes; además, un trabajo que un caballo de carga no habría podido con él.
»A primeros de septiembre, nos trasladaron a ciento cuarenta y dos prisioneros soviéticos desde un campo cerca de la ciudad de Küstrin al campo B-14, no lejos de Dresde. Por aquel tiempo había allí alrededor de dos mil de los nuestros. Todos trabajaban en una cantera; a mano, extraían, picaban y machacaban piedra alemana. La norma era de cuatro metros cúbicos diarios por alma, advirtiéndote que aquella gente apenas tenía ya sujeta el alma al cuerpo con un hilo muy fino. Y empezó la cosa: al cabo de dos meses, de ciento cuarenta y dos hombres que éramos en nuestra expedición, sólo quedábamos cincuenta y siete. ¿Qué te parece, hermano? Mal asunto, ¿verdad? No dábamos abasto a enterrar a los nuestros y además circulaban por el campo rumores de que los alemanes habían tomado Stalingrado y seguían avanzando hacia Siberia. Una pena tras otra, y te encorvaban de tal manera, que no alzabas los ojos de la tierra alemana, de aquella tierra extraña, como si le pidieras que a ti también te recogiese en su seno. Entretanto, los de la guardia del campo bebían todos los días, berreaban canciones, estaban muy contentos, locos de júbilo.
»Un anochecer volvimos al barracón después de trabajo. Había estado lloviendo todo el día. Teníamos los harapos chorreando; tiritábamos todos como perros, al viento frío, dando diente con diente. Y no había dónde secarse, ni dónde calentarse un poco; por añadidura, traíamos un hambre tremenda, más que tremenda, espantosa. Pero por las noches no nos correspondía comer.
»Me quité los empapados andrajos, me tumbé en el camastro de madera y dije: “Ellos necesitan que les demos cuatro metros cúbicos, por cabeza, pero a cada uno de nosotros le basta y le sobra con un metro cúbico, para su sepultura”. No dije más, pero no faltó entre los nuestros un canalla que fuese a contarle al comandante del campo mis amargas palabras.
»El comandante del campo -el lagerführer en su lengua- era un alemán llamado Müller, macizo, de mediana estatura, albino y todo él como blancuzco: los cabellos, las cejas, las pestañas, incluso los ojos, eran blanquecinos, saltones. Hablaba el ruso como tú y yo, y además recargando el acento en la “o”; alegaba que era oriundo de la región del Volga. Y en lo de soltar ajos, tacos y ternos era un verdadero maestro. ¿Dónde habría aprendido aquel maldito el oficio? A veces, nos formaba ante el block -como llamaban ellos al barrancón-, pasaba frente a la formación, acompañado de su jauría de los S.S. y con el brazo derecho extendido. Llevaba la mano enfundada en un guante de cuero, y en el guante una manopla de plomo, para no lastimarse los dedos. Al pasar daba un puñetazo en las narices a uno sí y otro no, haciendo echar sangre. A eso le llamaba él “profiláctica contra la gripe”. Y así todos los días. En el campo había cuatro blocks en total; tal como hoy, hacía la “profiláctica” del primero; mañana, del segundo, y así sucesivamente. Puntual era el miserable, trabajaba incluso los días festivos. Pero había una cosa que el imbécil no podía comprender: antes de ponerse a sacudir, el tipo, para enardecerse, estaba unos diez minutos blasfemando delante de la formación; insultaba en vano, porque a nosotros aquello nos producía alivio, pues tales palabras, de nuestra lengua materna, eran como una brisa acariciadora que viniese de la tierra natal… Si hubiera sabido que sus insultos sólo nos producían placer, no habría blasfemado en ruso, sino en su idioma. Sólo un amigo mío, un moscovita, se enfadaba terriblemente. “Cuando suelta esas palabrotas -decía-, cierro los ojos y me parece que estoy en Moscú, en Satsiep, sentado en una cervecería, y me entran unas ganas tan grandes de beber cerveza, que la cabeza se me va…”
»Pues bien, ese mismo comandante, al día siguiente de haber dicho yo lo del metro cúbico, me llamó a su despacho. Al anochecer vino el intérprete al barrancón, acompañado de dos guardianes. “¿Quién es Andrei Sokolov?” Dije que era yo. “Ven con nosotros, te llama el propio herr lagerführer en persona”. Estaba claro para qué me llamaba. Para liquidarme. Me despedí de los camaradas, todos sabían que iba a la muerte, di un suspiro y me fui. Caminaba ya por el patio del campo de concentración, miraba a las estrellas, me despedía de ellas y pensaba: “Bueno, se acabaron tus tormentos, Andrei Solokov, número trescientos treinta y uno en este campo”. Me dio pena de Irina, de los hijitos, pero luego aquella pena fue calmándose y empecé a armarme de valor para mirar impávido al cañón de la pistola, como corresponde a un soldado, para que los enemigos no vieran en mi último instante que, a pesar de todo, me costaba trabajo desprenderme de la vida…
»En la comandancia había tiestos de flores en los alféizares de las ventanas; estaba todo limpio, como en un buen club nuestro. Sentados a la mesa estaban todos los jefes del campo; eran cinco, bebían shnapps2; comían tocino como entremés. Sobre la mesa había un panzudo botellón de shnapps, pan, tocino, manzanas en adobo, botes abiertos de conservas de diferentes clases. Eché a todos aquellos manjares una rápida ojeada y, no lo querrás creer, pero me entró una desazón tan grande, que estuve a punto de vomitar. Tenía hambre de lobo, había perdido la costumbre de comer lo que comen las personas, y de pronto aparecía toda aquella bendición delante de mí… Como pude dominé las náuseas, pero hube de hacer un enorme esfuerzo para apartar los ojos de la mesa.
»Frente a mí estaba sentado Müller, medio borracho; jugueteaba con la pistola, tirándosela de una mano a otra, y me miraba sin pestañear, como una serpiente. Bueno, yo me puse firme, di un taconazo e informé en voz alta: “El prisionero Andrei Solokov se presenta por orden de usted, herr kommandant”. Él me preguntó: “¿De modo, russ Iván, que cuatro metros cúbicos de norma de trabajo es mucho?” “Exacto -le respondí-, herr kommandant, es mucho”. “¿Y con uno tienes bastante para tu sepultura?” “Exacto, herr kommandant, con uno me basta y hasta me sobra”.
»Se levantó y dijo: “Voy a hacerte un gran honor, ahora te mataré personalmente por esas palabras. Aquí no estaría bien, vamos al patio y allí te daré el pasaporte”. “Como usted quiera”, le repuse. Se levantó y quedó un momento pensativo; luego, tiró la pistola sobre la mesa, llenó de shnapps un vaso, tomó una rebanada de pan, le puso encina una loncha de tocino y me tendió todo aquello al tiempo que decía: “Bebe, russ Iván, antes de morir, por la victoria de las armas alemanas”.
»Yo cogí de sus manos el vaso y la tapa, pero en cuanto oí aquellas palabras, ¡me pareció que me quemaban como un hierro candente! Y pensé: “Yo, un soldado ruso, ¿voy a beber por la victoria de las armas alemanas? ¿Y no quieres alguna otra cosa más, herr kommandant? De todos modos, voy a morir, por lo tanto, ¡vete a hacer puñetas con tu vodka!”
»Dejé sobre la mesa el vaso, puse allí también el bocadillo y dije: “Les agradezco su invitación, pero yo no bebo”. Él sonrió: “¿No quieres beber por nuestra victoria? En este caso, bebe por tu muerte”. ¿Qué tenía yo que perder? “Por mi muerte y la liberación de mis sufrimientos, beberé”, repuse. Dicho esto, cogí el vaso y, de dos tragos me lo eché al coleto, pero no toqué el bocadillo; cortésmente, me limpié los labios con la palma de la mano y dije: “Le agradezco la fineza. Estoy a su disposición, herr kommandant, vamos, deme usted el pasaporte”.
»Pero él se me quedó mirando con atención y dijo: “Toma siquiera un bocado antes de la muerte”. Yo le contesté: “Después del primer vaso, nunca como”. Me sirvió el segundo y me lo dio. Me bebí también el segundo, pero, de nuevo, no toqué el bocadillo; empinaba el codo para tomar valor, pensando: “Al menos me emborracharé antes de salir al patio a despedirme de la vida”. El comandante, enarcando mucho las cejas blanquecidas, me preguntó: “¿Por qué no comes, russ Iván? ¡No te dé vergüenza!” Y yo le repliqué: “Perdóneme usted, herr kommandant, pero, después del segundo vaso, tampoco acostumbro comer”. Infló los carrillos, dio un resoplido, soltó la carcajada y, entre risas, dijo rápidamente algo en alemán; por lo visto, estaba traduciendo mis palabras a sus amigos. Éstos también se echaron a reír, corrieron las sillas y volvieron sus carotas hacia mí; entonces observé que me miraban ya de otra manera, como más suavemente.
»Me sirvió el comandante el tercer vaso, y su mano temblequeaba de la risa. Me lo bebí despacio, comí un pedacito de pan y dejé el resto sobre la mesa. Quería demostrarles a los malditos que, aunque no podía tenerme en pie, de hambre, no me disponía a atragantarme con su limosna, que tenía mi dignidad y mi orgullo rusos y que, por mucho que habían hecho, no habían conseguido convertirme en una bestia.
»Después de aquello, el comandante puso una cara seria, se enderezó sobre el pecho las dos cruces de hierro, se levantó de la mesa, sin armas, y dijo: “Mira, Solokov, tú eres un verdadero soldado ruso. Un soldado valiente. Yo también soy un soldado y respecto la dignidad de los enemigos. No te mataré. Además, hoy nuestras gloriosas tropas han llegado al Volga y conquistado por completo a la ciudad de Stalingrado. Esto es para nosotros una gran alegría; por ello, te concedo magnánimamente la vida. Vete a tu block, y toma esto, por tu valentía”, y cogiendo de la mesa un pan no muy grande y un trozo de tocino, me lo dio.
»Yo apreté el pan contra el pecho, con todas mis fuerzas, tenía el tocino en la mano izquierda y era tan grande mi desconcierto ante aquel cambio inesperado, que ni siquiera di las gracias; giré sobre los talones, hacia la izquierda, y me dirigí hacia la salida, pensando: “Ahora me meterá una bala entre las dos paletillas y yo no podré llevarles a los muchachos estos víveres.” Pero no, escapé felizmente. También esta vez pasó la muerte de largo, junto a mí, y sólo sentí su frío aliento…
»Salí de la comandancia con paso firme, pero en el patio empecé a dar bandazos. Irrumpí en la barranca y me derrumbé sobre el piso de cemento. Me despertaron los nuestros antes del amanecer: “¡Cuéntanos!” Bueno, y yo recordé todo lo que había pasado en la comandancia; se lo referí. “¿Cómo vamos a repartir los víveres?”, me preguntó mi compañero de camastro, y la voz le temblaba. “A todos por igual”, contesté yo. Esperamos a que amaneciera. Cortamos el pan y el tocino, midiéndolo rigurosamente con una cuerda, en porciones idénticas. A cada uno le correspondió un pedazo de pan del tamaño de una caja de cerillas, calculando hasta las migajas, y en cuanto al tocino, bueno, ya te puedes figurar, lo suficiente para untarse los labios. Sin embargo, lo repartimos todo sin que nadie se ofendiera.
»Pronto nos mandaron, a unos trescientos hombres de los más fuertes, a desecar un pantano; luego, a la región de Ruhr, a las minas. Allí me pasé hasta el año cuarenta y cuatro. Por aquel tiempo los nuestros ya le habían desencajado las mandíbulas a Alemania, y los fascistas dejaron de hacerles ascos a los prisioneros. Una vez nos formaron, a todo el relevo del día, y un oberleuntnant recién llegado dijo, a través del intérprete: “El que haya servido de chofer en el ejército, o haya trabajado en esta profesión antes de la guerra, que dé un paso al frente”. Avanzamos siete hombres, antiguos choferes. Nos entregaron ropa de trabajo usada y nos llevaron custodiados a la ciudad de Potsdam. Llegamos allí, y a cada uno lo enviaron a un sitio diferente. A mí me pusieron a trabajar en la “Todte”; había en Alemania una compañía que se dedicaba a la construcción de carreteras y a obras de defensa.
»Yo conducía el Oppel-Admiral de un ingeniero alemán que tenía el grado de comandante del ejercito. ¡Qué gordiflón era el fascista aquel! Pequeño, barrigudo, tan ancho como largo y un culón como una mujer de buenas carnes. Por delante, sobre el cuello de la guerrera, le asomaban tres papadas colgantes, y detrás, en el cogote, le sobresalían tres grandes pliegues. Yo calculaba que tendría no menos de tres puds de grasa pura. Al andar, resoplaba como una locomotora, y cuando se sentaba a la mesa, ¡tragaba que era un espanto! A veces se pasaba el día entero dándoles trabajo a las muelas y tientos a la cantimplora de coñac. Alguna vez que otra a mí también me tocaba algo: nos parábamos en la carretera, él cortaba unas rodajas de salchichón y de queso, tomaba un bocado y echaba un trago; cuando estaba de buenas, me tiraba una tajada, como a un perro. Nunca me daba nada en la mano, pues lo consideraba una humillación para él. Pero, aun con todo, no era el campo de concentración; el caso es que, poco a poco, yo iba pareciéndome a un hombre, y, aunque despacito, empecé a reponerme.
»Durante un par de semanas estuve llevando a mi comandante de Potsdam a Berlín y viceversa; luego, lo mandaron a una zona cercana al frente a construir unas líneas de defensa contra nosotros. Y allí perdí el sueño por completo: me pasaba las noches en vela pensando en cómo fugarme y volver con los míos, a la patria.
»Llegamos a la ciudad de Polotsk. Al amanecer oí, por primera vez en dos años, el estrueno de nuestra artillería, ¿y sabes, hermano, cómo empezó a latirme el corazón? ¡Ni de mozo, cuando iba a ver a Irina, me latía con tanta fuerza! Los combates se desarrollaban al este de Polotsk, a unos dieciocho kilómetros. En la ciudad, los alemanes empezaron a enfurecerse, a ponerse nerviosos; mi gordiflón se emborrachaba cada vez con más frecuencia. Por el día íbamos al campo, y él disponía cómo tenían que hacerse las fortificaciones; por la noche la agarraba a solas. Estaba todo hinchado, unas bolsas colgaban fláccidas, bajo sus ojos…
»”Bueno -me dije-, no hay por qué esperar más, ¡ha llegado la hora! Y no debo fugarme yo solo, tengo que llevarme conmigo a mi gordiflón, ¡le servirá a los nuestros!”
»Encontré entre unas ruinas una pesa de dos kilos, la envolví en un trapo para que, si había que golpear, no brotara sangre, cogí en la carretera un trozo de hilo telefónico, todo cuanto necesitaba, lo preparé cuidadosamente y lo guardé bajo el asiento delantero. Dos días antes de despedirme de los alemanes, iba por la noche a repostar, cuando veo que por el barro camina un suboficial borracho, agarrándose a las paredes. Paré el coche, llevé al suboficial a unas ruinas, le quité el uniforme y el gorro. Todos aquellos bienes los metí también bajo el asiento, y ¡adivina quién te dio!
»El veintinueve de junio por la mañana me ordenó mi comandante que lo llevase fuera de la ciudad, hacia Trosnitsa, donde él dirigía unas obras de fortificación. Partimos. El comandante, acomodado en el asiento de atrás, dormitaba plácidamente, y el corazón parecía querer saltárseme del pecho. Iba de prisa, pero ya en el campo aminoré la marcha; luego, detuve el coche, bajé, volví la cabeza: allá lejos venían dos camiones. Saqué la pesa, abrí bien la portezuela. El gordiflón, recostado en el respaldo del asiento, roncaba como si estuviera junto al costado de su mujer. Bueno, y yo le di un golpe con la pesa en la sien izquierda. Él dejó caer la cabeza. A decir verdad, lo golpeé otra vez, pero no quise matarlo. Necesitaba llevarlo vivo, pues debía contarles muchas cosas a los nuestros. Le saqué de la funda la pistola, me la metí en el bolsillo, hinqué una palanca tras el respaldo del asiento de atrás, enrollé al cuello del comandante el hilo telefónico y lo até con un nudo corredizo a la palanca. Aquello lo hice para que el gordiflón no se derrumbase de medio lado cuando el coche fuera a mucha velocidad. De prisa me embutí en el uniforme alemán y me puse el gorro; bueno, y embalé el coche para ir derecho hacia donde la tierra retemblaba y se desarrollaban los combates.
»Crucé la línea avanzada alemana entre dos fortines. De un blindado saltaron dos soldados con fusiles automáticos, y yo, adrede, aminoré la marcha para que vieran que iba un comandante en el auto. Pero ellos empezaron a dar voces y agitar las manos indicando que hacia allí no se podía ir; yo hice como que no comprendía, pisé el acelerador y escapé a ochenta por hora. Cuando quisieron recobrarse de la sorpresa y comenzaron a disparar con las ametralladoras, yo me encontraba ya en terreno de nadie y zigzagueada entre los embudos abiertos por las bombas, no peor que una liebre.
»Desde atrás los alemanes zumbaban, y desde delante los míos disparaban como locos recibiéndome con el tableteo de sus fusiles ametralladores. Agujerearon el parabrisas por cuatro sitios, el radiador lo acribillaron a balazos… Pero ya estaba en un bosquecillo, más arriba de un lago; los nuestros corrían hacia el auto, y yo me metí a toda marcha en el bosquecillo, abrí la portezuela, caí sobre la tierra, la besé, y no podía respirar…
»Un mozuelo, con unas hombreras en la guerrera que yo no había visto en la vida, fue el primero en llegar hasta mí y me dijo riendo burlón: “¡Ah, fritz del diablo! Conque te has perdido, ¿eh?” Me arranqué el uniforme alemán, tire a mis pies el gorro y le repuse: “¡Ay tonto, alma mía! ¡Hijito querido! ¡Yo qué voy a ser un fritz, cuando he nacido en el mismo Voronezh! Estaba prisionero, ¿te enteras? Y ahora descarguen a ese marrano que traigo en el coche, cójanle la cartera y llévenme adonde está el jefe de ustedes”. Les di la pistola, fui pasando de mano en mano y, al anochecer, me encontraba ya ante un coronel, jefe de la división. Para entonces ya me habían dado de comer, llevado al baño, interrogado y hecho entrega de un equipo completo, de modo que me presenté en el fortín del coronel limpio de cuerpo y alma y vestido con todas las prendas del uniforme. El coronel se levantó de la mesa y vino a mi encuentro. Delante de todos los oficiales me abrazó y me dijo: “Gracias, soldado, por el regalo que nos has traído de los alemanes. Tu comandante y su cartera son más valiosos para nosotros que veinte lenguas3. Gestionaré ante el mando que se te conceda una condecoración”. Sus palabras, su cariñoso afecto me emocionaron profundamente; me temblaban los labios, no me obedecían y sólo pude articular: “Le ruego, camarada coronel, que me envíe a una unidad de infantería”.
»Pero el coronel se echó a reír y contestó, dándome unas palmadas en el hombro: “¿Qué guerrero vamos a hacer de ti, si apenas puedes tenerte en pie? Hoy mismo te mandaré al hospital. Allí te curarán y te alimentarán bien; después, irás a casa, con permiso, a pasar un mes con la familia, y cuando vuelvas a nuestra división, ya veremos dónde te destinamos”.
»El coronel y todos los oficiales que estaban con él en el fortín se despidieron de mí cariñosamente, dándome la mano, y yo salí de allí emocionado por completo, porque en dos años había perdido la costumbre de que se me tratara como a un ser humano. Y fíjate, hermano, durante mucho tiempo después, en cuanto tenía que hablar con los jefes, continuaba encogiendo involuntariamente la cabeza entre los hombros, como si temiera que fuesen a pegarme. Ya ves qué formación nos daban en los campos fascistas…
»Desde el hospital escribí inmediatamente a Irina. En la carta le contaba todo con brevedad: cómo había estado en el cautiverio, cómo había huido de allí llevándome al comandante alemán. Pero, imagínate, no pude contenerme las ganas y le dije que el coronel me había propuesto para una condecoración… ¿De dónde me vendría a mí aquella petulancia infantil?
»Dos semanas estuve comiendo y durmiendo. Me daban el alimento poco a poco y con frecuencia, pues si me hubieran dado de golpe todo lo que yo quería, habría hincado el pico; así me lo dijo el doctor. Acumulé fuerzas de sobra. Pero al cabo de las dos semanas, ya no podía tragar ni un bocado. No llegaba respuesta de casa y, lo reconozco, me entró la morriña. Ni siquiera pensaba en la comida, perdí el sueño por completo, toda clase de malos pensamientos me pasaban por la cabeza… A la tercera semana recibí carta de Voronezh. Pero no me escribía Irina, sino un vecino mío, el carpintero Iván Timofeievich. ¡No quiera dios que nadie reciba una carta semejante! Me decía que, en junio del cuarenta y dos, los alemanes habían bombardeado la fábrica de aviación y una bomba grande había caído en mi pequeña jata. Irina y las hijas estaban en aquel momento en casa… Y me comunicaba que no se habían encontrado ni los restos de ellas; en el sitio donde estuviera la jata, quedó una profunda fosa… Aquella vez no pude terminar de leer la carta. Se me nubló la vista, el corazón se me había encogido y continuaba hecho un ovillo sin querer dilatarse. Me eché en la cama, estuve acostado un buen rato y acabé de leerla. Mi vecino me decía que durante el bombardeo Anatoli se encontraba en la ciudad. Al atardecer, volvió a la barriada, estuvo contemplando la fosa y regresó de nuevo a la ciudad. Antes de marcharse, le dijo a mi vecino que iba a pedir que lo mandasen como voluntario al frente. Y nada más.
»Cuando el corazón se dilató un poco y empecé a sentir en los oídos el latir de la sangre, recordé con cuánto dolor se había despedido de mí Irina en la estación. Por consiguiente, su corazón de mujer le decía ya que no volveríamos a vernos más en este mundo. Y aquella vez la aparté de un empujón… Tenía yo una familia, mi casa; todo aquello se había ido formando en el transcurso de años, y de pronto, en un instante, desapareció todo y me quedé solo. Pensaba: “¿No habrá sido un sueño mi vida infortunada?” Pues en el cautiverio, casi todas las noches -mentalmente, claro está- hablaba con Irina, con mis hijitos, les daba ánimos; les decía: “No pasen pena por mí, queridos míos; volveré, soy fuerte, saldré de esto con vida y de nuevo estaremos todos juntos…” Por lo tanto, ¡había estado hablando con los muertos!»
El narrador calló un instante; luego, ya con otra voz, entrecortada, queda, me dijo:
-Echemos un cigarro, hermano, porque me ahogo…
Fumamos. En el bosque, inundado por las aguas del río, se oía el sonoro golpeteo del picamaderos. El tibio vientecillo seguía meciendo perezoso las secas candelillas de los alisos; en la altura, por el azul del cielo, continuaban flotando las nubes, como barcos de tensas velas blancas, pero en aquellos momentos de doloroso silencio, me parecía ya otro aquel mundo infinito que se preparaba para las grandes transformaciones de la primavera, para la eterna confirmación de lo vivo en la vida.
Era penoso callar, y le pregunté:
-¿Y qué ocurrió después?
-¿Después? -repuso de mala gana el narrador-. Después el coronel me dio un mes de permiso, y una semana más tarde ya estaba yo en Voronezh. Llegué a pie hasta el lugar donde viviera en tiempos con mi familia. Un profundo embudo, lleno de agua herrumbrosa, y en derredor, maleza hasta la cintura… Mala hierba espesa y un silencio de cementerio. ¡Ay, cuánto dolor sentí, hermano! Estuve en pie unos minutos, con el alma llena de pesar, y volví a la estación. No pude permanecer allí ni siquiera una hora; aquel mismo día emprendí el regreso a la división.
»Pero unos tres meses más tarde surgió radiante, sonriéndome, una gran alegría, como asoma el sol entre las nubes: apareció Anatoli. Me mandó al frente una carta, por lo visto desde otro frente. Había sabido mis señas por nuestro vecino Iván Timofeievich. Resultaba que primeramente había ido a parar a una escuela de artillería; allí le sirvió su capacidad para las matemáticas. Al cabo de un año terminó los estudios con notas de sobresaliente y marchó a la línea de fuego, y ahora escribía diciendo que tenía ya el grado de capitán, mandaba una batería del “cuarenta y cinco” y estaba condecorando con seis órdenes y medallas. En resumidas cuentas, que había dejado atrás al padre en todos los terrenos. Y de nuevo, ¡me enorgullecí de él, terriblemente! Puedes decir lo que quieras, pero se trataba de mi propio hijo, hecho ya todo un capitán, un jefe de batería, ¡aquello no era cosa de broma! Y además, con semejantes órdenes. No importaba que el padre transportase en un Studebaker municiones y otros efectos militares, sus afanes eran agua pasada, mientras que el capitán lo tenía todo por delante.
»Y, por las noches, empezaron los ensueños de viejo: terminaría la guerra, casaría al hijo y me iría a vivir con el joven matrimonio, a trabajar, a cuidar de los nietecitos. En fin, toda clase de ilusiones de vejete. Pero también en este caso falló todo. Durante el invierno atacábamos sin descanso, y no teníamos tiempo para escribirnos con mucha frecuencia; al final de la guerra, muy cerca ya de Berlín, le envié una mañana a Anatoli una cartita, y al día siguiente recibí respuesta. Y entonces me di cuenta de que el hijo y yo estamos cerca el uno del otro. Esperaba impaciente, con verdadera ansia el momento en que nos veríamos. Bueno, y nos vimos… Exactamente el nueve de mayo, en la mañana del día de la victoria, un francotirador alemán mató a mi Anatoli…
»Por la tarde, me llamó el jefe mi compañía. Vi que con él estaba sentado un teniente coronel de artillería, desconocido para mí. Al entrar yo en la habitación, se levantó, como ante un superior. El jefe de mi compañía me dijo: “Viene a verte a ti, Solokov”, y se volvió hacia la ventana. Yo noté una sacudida por todo mi cuerpo, como una descarga eléctrica: había presentido algo malo. El teniente coronel se acercó a mí y me dijo en voz baja: “¡Ten valor, padre! Hoy, en la batería, han matado a tu hijo, el capitán Solokov. ¡Ven conmigo!”
»Me tambaleé, pero me mantuve en pie. Ahora, igual que en sueños, recuerdo cómo íbamos el teniente coronel y yo, en un automóvil grande, avanzando con dificultad por las calles llenas de escombros; recuerdo confusamente una formación de soldados y un féretro envuelto en terciopelo rojo. Y a Anatoli lo veo como ahora a ti, hermano. Me acerqué al féretro. Mi hijo yacía en él, pero no parecía mi hijo. El mío era un muchachito sonriente, estrecho de pecho, con una saliente nuez en el cuello delgado, mientras que allí yacía un hombre joven, guapo, de pecho ancho y ojos entornados, como si estuviera mirando algo muy lejano, más allá de mí, que yo no conocía. Sólo en las comisuras de sus labios había quedado grabada eternamente la sonrisa del hijito de antes. Del pequeño Anatoli de otros tiempos. Lo besé y me aparté a un lado. El teniente coronel pronunció un discurso. Los camaradas y amigos de mi hijo se enjugaron las lágrimas, y las mías, que no llegaron a ser vertidas, debieron de secarse en el corazón. Tal vez por eso me duela tanto.
»Di sepultura en tierra alemana, en tierra extraña, a mi última alegría y esperanza; la batería le disparó una salva de honor, despidiendo a mi hijo en su último, largo viaje, y me pareció que algo se desgarraba en mis entrañas… Llegué a mi unidad anonadado, roto. Pero allí me desmovilizaron poco después. ¿Adónde ir? ¿Quizás a Voronezh? ¡Por nada del mundo! Recordé que en Uriupinsk vivía un amigo mío, licenciado en el invierno a causa de una herida; en una ocasión me había invitado a ir a su casa, lo recordé y partí para Uriupinsk.
»Mi amigo y su mujer no tenían hijos, vivían en una casita propia de las afueras de la ciudad. Aunque era inválido de guerra, trabajaba de chofer en una compañía de transportes; yo me coloqué también allí. Me quedé a vivir en casa de mi amigo, me acogieron en ella. Llevábamos diversas cargas a diferentes comarcas; en otoño, nos incorporamos al transporte del trigo. En aquel tiempo fue cuando conocí a mi nuevo hijito, ése que esta jugando en la arena.
»Cuando volvía a la ciudad, de algún viaje, lo primero que hacía, claro está, era detenerme en un ventorrillo a comprar algo y beberme, como es natural, medio vaso de vodka para matar el cansancio. He de reconocer que por aquel tiempo me había aficionado bastante a esta mala cosa… Pues bien, una vez, junto al ventorrillo, vi a ese chicuelo; al día siguiente lo volví a ver allí. Pequeñito, harapiento, con la carita toda manchada de jugo de sandía, lleno de polvo y mugre, despeinado ¡y con unos ojillos como dos luceritos en la noche, después de la lluvia! Y quedé tan prendado de él, que -cosa rara- hasta empecé a echarlo de menos; cuando volvía de un viaje, aceleraba para verlo cuanto antes. Comía a la puerta del ventorrillo lo que le daban.
»Al cuarto día, viniendo directamente del sovjos, cargado de trigo viré hacia el ventorrillo. Mi chicuelo estaba sentado al borde de la terracilla de entrada, balanceando las piernecitas y, según todos los síntomas, hambriento. Asomé la cabeza por la ventanilla y le grité: “¡Eh, Vania! Monta a escape en el coche, te llevaré al elevador y, desde allí, volveremos aquí, a comer”. Al oír mis voces, se estremeció, saltó de la terracilla, se encaramó al estribo y me preguntó bajito: “¿Y cómo sabes tú, tío, que yo me llamo Vania?” Y con los ojillos muy abiertos esperó mi respuesta. Bueno, yo le dije que, como hombre de experiencia, lo sabía todo.
»Rodeó el camión para subir por la banda derecha; yo abrí la portezuela, lo senté a mi lado y partimos. Aquel chiquillo tan vivaracho se apaciguó de pronto y quedó pensativo, quietecito; de improviso, posó en mí sus ojos de largas pestañas, combadas hacia arriba, y suspiró. Un gorrioncillo como aquel, y ya había aprendido a suspirar. ¿Acaso le correspondía a él eso? Le pregunté: “¿Dónde está tu padre, Vania?” Contestó en un susurro: “Murió en el frente”. “¿Y tu mamá?” “La mató una bomba en el tren, cuando íbamos de viaje”. “¿Y de dónde venían?” “No sé, no me acuerdo…” “¿Y no tienes aquí ningún pariente?” “Ninguno”. “¿Dónde pasas las noches?” “Donde puedo”.
»Sentí la quemazón de una lágrima ardiente, que no acababa de brotar, y decidí en el acto: “¡Pasaremos juntos las penas! Lo prohijaré”. Y al instante se me alivió el alma, como si entrase en ella un rayito de luz. Me incliné hacia él; y le pregunté quedo: “Vania, ¿y tú no sabes quién soy yo?” El pequeño inquirió con un hilillo de voz: “¿Quién?” Y yo le respondí, muy bajito también: “Soy tu padre”.
»¡La que se armó, santo Dios! Se abalanzó a mi cuello, me besó la cara, en los labios, en la frente y comenzó a chillar, con vocecilla aguda de pájaro flauta, atronando el pescante: “¡Papaíto querido! ¡Ya lo sabía yo! ¡Sabía que me encontrarías! ¡Que me encontrarías de todos modos! ¡He estado esperando tanto tiempo a que me encontraras!” Se apretó contra mí, y todo de él temblaba, como una hierbecilla agitada por el viento. Entonces, una neblina me veló los ojos y me entró también un temblor por todo el cuerpo, que se me estremecían hasta las manos… ¿Cómo no solté el volante? ¡De milagro! Sin embargo, me metí sin querer en la cuneta; paré el motor; en tanto seguía aquella neblina en los ojos, no quería reanudar la marcha, no fuera a atropellar a alguien. Estuve allí parado unos cinco minutos, y mi hijito continuaba apretándose contra mí, con todas sus fuercecitas, callado, tembloroso. Le pasé el brazo derecho por la espalda, y lo estreché suavemente contra mi pecho mientras con la izquierda viraba el camión y emprendía el regreso hacia casa. Había desistido de ir al elevador, ¡no estaba yo para elevadores en aquellos momentos!
»Dejé el coche a la puerta, tomé a mi nuevo hijito en brazos y lo llevé hacia casa. Él me echó las manecitas al cuello y no se soltó hasta que llegamos. Tenía pegada su carita a mi áspera mejilla sin afeitar, como soldada a ella. Y así lo llevé a la vivienda. Los dueños estaban en la casa. Entré, les guiñé y dije animoso: “¡He encontrado a mi Vania! ¡Dennos albergue, buena gente!” Los dos, que no tenían hijos, comprendieron al instante y empezaron a moverse diligentes. Pero yo no podía apartar al hijo de mí, de ninguna de las maneras. Como Dios me dio a entender, lo convencí de que me soltara. Le lavé las manos con jabón y lo senté a la mesa. La dueña de la casa le llenó el plato de sopa de coles; al ver con qué ansia comía, se le saltaron las lágrimas. Estaba en pie ante el horno de la cocina llorando y enjugándose los ojos con el delantal. Mi Vania se dio cuenta de que lloraba, corrió a ella y le preguntó, dándole tirones de la falda: “Tía, ¿por qué llora usted? El padre me ha encontrado a la puerta del ventorrillo. Todos debían estar contentos, ¡y usted llora!” Y ella, al oír aquello, ¡allá va!, arreció aún más en su llanto. ¡Se deshacía en lágrimas!
»Después de comer lo llevé a la barbería y le cortaron el pelo; en casa, lo bañé yo mismo en un barreño y lo envolví en una sábana limpia. Él me abrazó, y así se quedó dormido en mis brazos. Con cuidado, lo acosté en la cama y me fui con el coche al elevador; descargué el trigo, dejé el camión en la parada y empecé a recorrer las tiendas a toda prisa. Le compré unos pantaloncitos de paño, una camisita, unos zapatitos y una gorrita de paja, con visera. Y, naturalmente, resultó que nada de aquello le venía a la medida y, por su calidad, no valía un comino. Por los pantaloncitos me gané un regaño de la dueña de la casa: “¿Te has vuelto loco? -me dijo-.¿Cómo va a llevar el niño pantalones de paño con un calor semejante?” Al momento, puso sobre la mesa la máquina de coser, empezó a hurgar en el arcón y, al cabo de una hora, ya tenía mi Vania preparados unos pantaloncitos de satén y una camisita blanca de manga corta. Me acosté con él y, por primera vez en largo tiempo, dormí tranquilo. Sin embargo, durante la noche me levanté unas cuatro veces. Me despertaba y veía que, acurrucado bajo mi sobaco, como un gorrioncillo bajo un alero, respiraba suavemente, ¡y se me llenaba el alma de un gozo que es imposible describir con palabras! Tenía miedo a moverme, no fuera a despertarlo; pero no podía resistir el deseo y me levantaba con mucho tiento, encendía una cerilla y lo contemplaba embelesado…
»Antes del amanecer, me desperté: sentía un ahogo incomprensible. ¿Qué era aquello? Era que mi hijito se había desenvuelto de la sábana y yacía atravesado sobre mí, apretándome la garganta con un piececito; intranquilo era dormir con el chiquillo, pero me había acostumbrado y me aburría sin él. Por las noches, acariciaba al niño dormido, olía sus cabellos alborotados; el corazón sentía alivio, se ablandaba; de lo contrario se me habría petrificado de dolor…
»En los primeros tiempos el chiquillo iba conmigo en el camión, a los viajes; luego, me di cuenta de que aquello no podía ser. ¿Qué necesitaba yo solo? Con un canto de pan y una cebolla con sal, ya estaba harto el soldado para todo el día. Mientras que con él, la cosa variaba: unas veces había que conseguir leche; otras, cocer un huevito, y de nuevo no se podía pasar sin lumbre. No había que dar largas al asunto. Me armé de valor y un día lo dejé al cuidado de la dueña de la casa; allí se quedaba, sorbiéndose las lágrimas hasta el anochecer, y al anochecer corría al elevador para recibirme. Me estaba esperando allí hasta bien entrada la noche.
»Muchos apuros me hacía pasar al principio. Una vez nos acostamos antes del oscurecer. El día había sido de gran ajetreo y yo esta muerto de cansancio; él que siempre piaba como un gorrioncillo, permanecía callado. Le pregunté: “¿En que piensas, hijito?” Él inquirió, mirando al techo: “¿Dónde has dejado el abrigo de cuero, papá?” ¡En la vida había tenido un abrigo de cuero! Hubo que salir del trance: “Me lo dejé en Voronezh”, le dije. “¿Y por qué habías tardado tanto en encontrarme?” Yo le respondí: “Te estuve buscando, hijito, en Alemania y en Polonia, recorrí toda Bielorrusia, a pie y en coche, y resultó que tú estabas en Uruipinks”. “¿Y Uruipinsk está más cerca que Alemania? ¿Y Polonia está más lejos de nuestra casa?” Así charlábamos hasta que nos dormíamos.
»¿Y crees, hermano, que lo del abrigo de cuero lo preguntó porque sí? No, todo aquello tenía su motivo. Por consiguiente, su verdadero padre había llevado en un tiempo un abrigo así, y él lo recordó. Pues la memoria de los niños es como un relámpago de verano: se enciende de pronto, lo ilumina todo por unos instantes y se apaga. Eso le ocurre a su memoria; igual que el relámpago, brilla de cuando en cuando.
»Puede que hubiera vivido con él en Uruipinsk un añito más, pero en noviembre me ocurrió un percance. Iba por el barro, cuando, al pasar por un caserío, el coche dio un patinazo; una vaca se cruzó de pronto en mi camino y yo la derribé. Bueno, ya sabes, las mujeres pusieron el grito en el cielo, se arremolinó la gente, y un inspector de transporte se presentó como por encargo. Me quitó el permiso de conducir, por mucho que le pedí clemencia. La vaca se levantó, alzó el rabo y se fue a corretear por los callejones, y yo me quedé sin el permiso. Durante el invierno trabajé de carpintero; luego empecé a cartearme con un amigo, también compañero del servicio -que trabajaba de chofer en el distrito de ustedes, en la región de Kashar- y me invitó a ir a su casa. Me escribe diciendo que trabajaré medio año en cuestiones de carpintería, y que luego allí, en el distrito de ustedes, me darán un nuevo permiso de conducir.
»Pero, ¿cómo decirte?, aunque no me hubiera ocurrido ese incidente de la vaca, de todos modos me habría marchado de Uruipinks. La pena no me deja estar mucho tiempo en un mismo sitio. Cuando mi Vania crezca y haya que mandarlo a la escuela, puede que me apacigüe y me asiente en un sitio fijo. Y entretanto, caminamos los dos por la tierra rusa.»
-A él le es penoso caminar.
-Él no anda apenas, la mayor parte del tiempo va a cuestas. Lo siento en mis hombros y lo llevo así; cuando tiene ganas de estirar las piernas, se baja y corretea por el borde del camino, retozando como un cabrito. Todo esto, hermano, no importaría, ya viviríamos de alguna manera los dos, pero se me ha escacharrado el corazón, hay que cambiarle los émbolos… Alguna vez que otra se me oprime y me entra un dolor que veo todas las estrellas del cielo. Temo que cualquier noche me muera dormido y dé un susto a mi hijito. Y además, otra desgracia: casi todas las noches sueño con mis queridos muertos. Y la mayoría de las veces, yo estoy tras la alambrada y ellos al otro lado, en libertad… Hablo de todo con Irina y con mis chicos, pero cuando quiero apartar el alambre de espino se alejan de mí, desaparecen como si se esfumaran ante mis ojos… Y fíjate qué extraño: durante el día, siempre me mantengo bien, sin un ay ni un suspiro, pero cuando me despierto por la noche, está toda la almohada empapada de lágrimas…
En el bosque resonó la voz de mi camarada y el chapoteo de los remos en el agua.
Aquel hombre -un extraño, pero ya para mí un amigo entrañable-, me tendió la mano, grande, dura, como de madera:
-¡Adiós, hermano, que tengas suerte!
-Y tú, que llegues felizmente a Kashar.
-Gracias. ¡Eh, hijito, vamos a la barca!
El chiquillo corrió hacia el padre, se puso a su derecha y, agarrándose al faldón de la enguatada chaqueta, echó a andar, con pasitos rápidos y cortos, junto al hombre que caminaba a grandes zancadas.
Dos seres desvalidos, dos granitos de arena arrojados a tierra extraña por el huracán de la guerra, de una fuerza inaudita… ¿Qué los esperaba en adelante? Y hubiera querido pensar que aquel hombre ruso, hombre de voluntad inflexible, no se dejaría abatir, y que junto a él, al amparo del padre, crecería el otro que, cuando fuese mayor, sería ya capaz de soportarlo todo, de salvar cuantos obstáculos encontrase en su camino, si la patria lo llamaba a ello.
Con honda tristeza, los acompañé con la mirada… Tal vez nuestra despedida hubiera terminado bien, pero Vania, luego de alejarse unos pasos, correteando con sus piernecitas cortas, volvió hacia mí la carita y agitó sin detenerse la manita sonrosada. Y de pronto sentí como si una zarpa, blanda, pero de afiladas uñas, me oprimiese el corazón, y me volví de espaldas, apresuradamente. No, no sólo lloran en sueños los hombres maduros, encanecidos en los años de guerra. Lloran también despiertos. En estos casos, lo importante es saber volverse a tiempo. Lo principal es no herir el corazón del niño, que no vea cómo por tu mejilla corre, parca y ardiente, una lágrima de hombre…
FIN
De sangre ajena
Para San Filipp, después de la vigilia, cayo la primera nieve. Por la noche sopló el viento del Don, hizo susurrar en la estepa la hierba salpicada de escarcha, festoneó los oblicuos caballones de nieve y lamió hasta desnudarlo el espinazo bacheado de los caminos.
La noche envolvía el pueblo en silencio de una oscuridad verdosa. Más allá de las casas dormitaba la estepa sin arar, invadida por las malas hierbas.
A medianoche aulló sordamente un lobo en los barrancos. Los perros le contestaron en la stanitsa1, y el abuelo Gavrila se despertó. Sentado en el relleno de la estufa, recostado en la chimenea y con piernas colgando, estuvo tosiendo mucho rato, luego escupió y buscó a tientas la petaca.
Todas las noches se despierta el abuelo después del primer canto de los gallos y allí se sienta, fuma, tose arrancando los esputos de los pulmones y, en los intervalos entre los ahogos, los pensamientos siguen en la imaginación la trocha habitual y trillada. Sólo en una cosa piensa el abuelo: en el hijo desaparecido en la guerra.
Había tenido uno solo: el primero y el último. Para él trabajaba sin descanso. Llegando el momento de que se marchara al frente contra los rojos, llevó una yunta de bueyes al mercado y, con lo que dieron por ellos, compró a un calmuco un caballo de combate que no era un caballo sino una tormenta desencadenada en la estepa. Sacó del baúl la silla de montar y la brida con guarnición de plata. Al despedirse le dijo:
-Te he equipado, Petró, de manera que incluso a un oficial le pintaría ponerse así en campaña. Sirve como sirvió tu padre, y no dejes mal a las tropas cosacas ni a nuestro Don. Tus abuelos y tus bisabuelos prestaron su servicio al Zar, y también debes prestarlo tú…
El abuelo mira hacia la ventana, salpicada de destellos verdosos de luna, presta oído al viento que anda husmeando por el patio y recuerda los días que no volverán ni nadie hará volver…
Cuando despidieron al hijo, bajo el tejado de mimbre de la casa de Gavrila cantaron los cosacos su vieja canción:
Golpeamos,
nunca quebramos nuestras filas.
Siempre a la orden, cumplimos
Lo que mandan nuestros comandantes, nuestros padres.
Y
vamos allá… tajamos a sablazos, pinchamos y golpeamos.
Petró estaba sentado a la mesa, ebrio, lívido. La última copa, la de despedida, la apuró entornando los ojos de cansancio, pero montó a caballo bien firme. Ajustó la sháshka2 al cinto y, doblándose desde la silla, agarró un puñado de tierra del patio paterno. ¿Dónde descansaría ahora, y qué tierra cubriría su pecho en comarcas extrañas?
El abuelo tose, con tos larga y seca. El fuelle de su pecho croaja y borbotea y en los intervalos, cuando después del golpe de tos recuesta la espalda encorvada en la chimenea, los pensamientos siguen en la imaginación la trocha habitual y trillada.
*
Al mes de marcharse el hijo, llegaron los rojos. Irrumpieron como enemigos en la existencia secular cosaca y volvieron del revés la vida acostumbrada del abuelo como quien vuelve del revés un bolsillo vacío. Petró estaba al otro lado del frente, cerca del Donets, ganándose con su celo en los combates los galones de alférez mientras que, en la stanitsa, el abuelo Gavrila nutría, arrullaba y mecía -lo mismo que a Petró cuando era un chiquillo de rubia cabeza- un enconado odio profundo contra aquellos intrusos de rojos.
Adrede, para que rabiaran, llevaba en el ancho pantalón de paño, abombachado sobre las botas, la distintiva franja roja3 que pespunteaba al costado con hilo negro. Se ponía el chekméñ4 con pasamanería de color naranjo -distintivo de las unidades de la guardia cosaca- y las huellas de las charreteras de vájmistr5 que había llevado en su tiempo. En el pecho se colgaba las medallas y las cruces que le habían merecido su celo y su lealtad en servicio al monarca. Y los domingos, camino de la iglesia, llevaba abierta la zamarra para que todos las vieran.
El jefe del comité soviético del pueblo le dijo una vez al cruzarse con él:
-Pero hombre, viejo quítate esos colgajos. Ahora no se llevan.
El abuelo estalló como la pólvora:
-¿Me los has colgado tú, para mandarme ahora que me los quite?
-El que te los colgó estará seguramente hace mucho tiempo sirviendo de rancho a los gusanos, je-je-je…
-¿Y qué?… ¡pues yo no me los quito! ¿Me los vas a arrancar cuando esté muerto?
-¡Que cosas se te ocurren! Si te lo aconsejo, no más, es por tu bien… Por mí, puedes dormir con ellos si quieres. Pero, mira que los perros van a hacerte trizas los pantalones. Los pobres, como no están acostumbrados ya a estas alturas a ver tipos con esta apariencia, ya no reconocen a los suyos…
El agravio le supo tan amargo como el ajenjo en flor. Se quitó las condecoraciones, pero la inquina crecía en su alma, se henchía, y comenzó a emparejar con la rabia.
Desapareció el hijo, y no hubo ya para quién multiplicar la hacienda. Los cobertizos se venían abajo, el ganado rompía los corrales y se podrían los cabrios del tejado del establo, arrancados durante una tormenta. En la cuadra vacía campaban por sus respetos los ratones y bajo un cobertizo se cubría de herrumbre la segadora.
Los caballos de combate se los habían llevado los cosacos al marcharse; los pocos que quedaban los requisaron los rojos y el último, peludo de patas y orejudo, que le habían dejado los soldados rojos en lugar del suyo, se lo “compraron” los de Majnó nada más verlo, dejándole a cambio un par de polainas inglesas.
-Aunque lo nuestro valga más, no importa -dijo un ametrallador guiñando un ojo-. Aprovéchate de lo nuestro, abuelo.
Se esfumaba todo lo acopiado a lo largo de decenios. Las manos rechazaban el trabajo. Pero en primavera, cuando la estepa célibe se tendía bajo los pies, sumisa y lánguida, la tierra atraía al abuelo, le llamaba por las noches con llamada muda pero imperiosa. Sin poder resistir, enganchaba los bueyes al arado y marchaba a surcar la estepa con la hoja de acero y a sementar de gruesos granos de trigo su insaciable entraña de tierra negra.
Regresaban cosacos del mar o desde más allá de los mares, pero ninguno de ellos había visto a Petró. Habían servido en otros regimientos y habían luchado en lugares distintos -¡con lo grande que es Rusia!-, pero del regimiento donde iban Petró y otros cosacos paisanos suyos se sabía que perecieron allá por el Kubañ combatiendo contra los rojos del destacamento de Zhlobin.
Con su vieja, Gavrila apenas hablaba del hijo.
Por las noches la oía sorberse las lágrimas y enjugarlas en la almohada.
-¿Qué te ocurre, vieja? -preguntaba carraspeando.
Ella callaba un poco y luego contestaba:
-Debe de haber tufo… Se me ha levantado dolor de cabeza.
Fingiendo que no caía en el cuento, aconsejaba:
-Toma un poco de salmuera de los pepinos. Ahora bajo y te traigo del sótano.
-Déjalo. Ya se me pasará…
Y de nuevo extendía el silencio su invisible velo de encaje por la casa. La luna se asomaba descaradamente a la ventanilla contemplando el dolor ajeno, la angustia maternal.
De todos modos aguardaban al hijo, tenían la esperanza de que vendría. Gavrila dio a curtir unas pieles de cordero y le dijo a su mujer:
-Tú y yo nos arreglaremos de cualquier manera. Pero cuando venga Petró, ¿qué se va a poner? Ya entra el invierno: hay que hacerle una pelliza.
Hicieron un abrigo de pelliza de la medida de Petró y la guardaron en el baúl. También prepararon unas botas, para cuando tuviera que atender al ganado. El viejo cosaco cuidaba de su uniforme de paño azul, lo espolvoreaba de tabaco, a que no fuera a picarlo la polilla. Luego mataron un corderillo y con su piel hizo el viejo una papája6 para su hijo y la colgó de un clavo. Cuando entraba del corral, la miraba y le daba la impresión de que Petró iba a salir de la sala preguntando sonriente: “¿Hace frío en la calle, padre?”
Habían pasado un par de días, cuando, a la caída de la tarde, fue Gavrila a atender al ganado. Echó paja en el pesebre y quiso ir a traer agua del pozo, pero advirtió que había olvidado las manoplas en casa. Volvió, abrió la puerta y encontró a su mujer, de rodillas junto a un banco, meciendo como si fuera una criatura a la papája de Petró sin estrenar apretada contra su pecho.
Ciego de ira, se abalanzó a ella como una fiera, la tiró al suelo y rugió, sorbiendo la espuma que le asomaba a los labios.
-¡Suelta, canalla!… ¡Suelta!… ¿Qué estás haciendo?
Le arrancó la papája de las manos, la arrojó al baúl y puso un candado. Pero desde entonces advirtió que la vieja tenía un tic en el ojo izquierdo y la boca torcida.
Fluían los días y las semanas, fluía el agua del Don, verde y transparente al acercarse el otoño, y siempre presurosa.
Aquel día se había formado la primera orla de hielo junto a las orillas del Don. Pasó volando sobre la stanitsa una bandada rezagada de gansos silvestres. Al atardecer se acercó a casa de Gavrila un chico de la vecindad.
-¡Buenas tardes tengan! -saludó a la vez que se santiguaba a toda prisa de cara a los iconos.
-Si Dios quiere.
-¿Se ha enterado usted, abuelo? Prójor Lijovídov ha venido de Turquía. Y él servía en el mismo regimiento que Petró…
Gavrila iba presuroso por la calleja, ahogándose de la tos y de la carrera. No encontró a Prójor en su casa: se había marchado a un caserío a ver a una hermana diciendo que regresaría al día siguiente.
Aquella noche no durmió Gavrila. Se la pasó en el rellano de la estufa atormentado por el insomnio.
Antes de que amaneciera encendió un candil de sebo y se puso a remendar unas botas de fieltro.
La mañana, pálida impotencia, amasaba en el oriente gris un amanecer raquítico. La luna fue sorprendida por la aurora en medio del cielo, sin haber tenido fuerzas para llegar hasta una nubecilla donde recogerse durante el día.
*
No habían desayunado aún, cuando Gavrila miró por la ventana y dijo, bajando la voz sin saber por qué:
-¡Ahí viene Prójor!
Entró el cosaco, y en verdad que tal no parecía por su vestimenta extraña. En sus pies crujían unas botas inglesas herradas y llevaba un abrigo de corte raro, que sin duda había sido de otra persona por lo mal que le sentaba.
-Buena salud tengas, Gavrila Vasílich…
-Si Dios quiere, muchacho… Pasa y siéntate.
Prójor se quitó el gorro, saludó a la vieja y tomó asiento en el banco, en sitio de honor.
-¡Vaya cómo se ha puesto el tiempo! Ha caído tanta nieve que no se puede dar un paso…
-Es verdad que este año ha nevado temprano… Antes, el ganado salía a pastar todavía en esa época…
Hubo un minuto de angustioso silencio. Gavrila, fingiendo indiferencia y firmeza, observó:
-Has envejecido, muchacho, allá por tierras extrañas.
-Como que no había razones para rejuvenecer, Gavrila Vasílich, sonrió Prójor.
La vieja arriesgó:
-A nuestro Petró…
-¡Calla, mujer!… -la reprendió severamente Gavrila-. Deja que se reponga del frío… Ya tendrás tiempo… de enterarte…
Volviéndose hacia el visitante, preguntó:
-¿Y qué tal la vida , Prójor?
-Poco bueno puedo decir. He vuelto por fin a casa como un perro perniquebrado, y le doy gracias a Dios.
-Vaya, vaya… De manera que no se vive muy allá donde los turcos, ¿eh?
-El que llegaba a atar cabos podía darse por contento -Prójor tamborileó con los dedos sobre la mesa-. Pues también tú, Gavrila Vasílich, has envejecido de lo lindo. Tienes la cabeza casi blanca. ¿Cómo viven aquí con el poder ese soviético?
-Esperando al hijo… para que ampare los últimos días de estos viejos… -sonrió Gavrila con una mueca.
Prójor apartó apresuradamente la mirada. Gavrila se dio cuenta de esto y preguntó áspera y abiertamente:
-¿Dónde está Petró, di?
-¿No les han llegado rumores?
-Rumores, corren muchos, atajó Gavrila.
Prójor se enrolló en los dedos los flecos sucios del tapete y tardó en hablar.
-Allá por enero… sí, en enero fue…, estaba nuestra sótnia7 cerca de Novorossíysk… Una ciudad que hay junto al mar. Conque, allí estábamos, como suele estar en estos casos…
-¿Le han matado? -inquirió Gavrila en un susurro, inclinándose.
Como si no hubiera oído la pregunta, Prójor calló sin levantar la vista.
-Allí estábamos, y los rojos empujaban hacia las montañas para juntarse con los verdes, los suyos que andan por los bosques. Entonces, a tu Petró lo mandó el atamán8 ir de patrulla… Teníamos de comandante al suboficial Sénin… Entonces ocurrió…
Junto a la estufa, se estrelló sonoramente contra el suelo un perol. Extendidas las manos hacía delante, la vieja se dirigía a la cama con la garganta desgarrada por un grito.
-¡Déjate de plañidos! -lanzó rabioso Gavrila y, acodado en la mesa, mirando fijamente a Prójor, profirió lenta y cansinamente-: ¡Termina de una vez!
-¡Lo mataron a sablazos! -exhaló Prójor en un grito y, pálido, se incorporó buscando el gorro a tientas sobre el banco-. A sablazos… mataron a Petró… Se habían detenido cerca de un bosque para que respiraran los caballos, y él le aflojó la cincha al suyo. En esto salieron los rojos del bosque… -Prójor se atragantaba con las palabras y arrugaba el gorro entre las manos trémulas-. Petró se agarró al arzón para montar, pero la silla resbaló bajo la barriga del caballo… Era un caballo fogoso… No pudo retenerlo, y allí se quedó… ¡Eso es todo!
-¿Y si yo no me lo creo? -articuló Gavrila.
Sin volver la mirada, Prójor fue presuroso hacia la puerta.
-Allá usted, Gavrila Vasílich… Yo, francamente… Digo la verdad… La pura verdad… Lo vi con mis ojos…
-¿Y si yo no me lo quiero creer? -rugía broncamente Gavrila amoratado. Los ojos se le habían llenado de sangre y de lágrimas. Después de desgarrar el cuello de la camisa avanzaba con el pecho velludo hacia Prójor sobrecogido y gemía, echada para atrás la cabeza sudorosa-: ¿Matarme al hijo único? ¿A nuestro sostén? ¿A mi Petró? ¡Mientes, hijo de perra! ¿Me oyes? ¡Mientes! ¡No te creo!…
Y por la noche, con la zamarra sobre los hombros, salió de la casa, llegó hasta la era haciendo crujir la nieve bajo las botas de fieltro y se detuvo junto a un almiar.
De la estepa soplaba el viento trayendo polvo de nieve. La oscuridad, negra y rigurosa, se acumulaba en los guindos desnudos.
-¡Hijo! -llamó Gavrila a media voz. Aguardó un poco y, sin moverse, sin volver la cabeza, llamó de nuevo-: ¡Petró! ¡Hijo mío!…
Luego se tendió de bruces sobre la nieve pisoteada al lado del almiar y cerró los ojos dolorosamente.
*
En el pueblo se hablaba de la contingencia alimenticia y de las tropas de los blancos que subían desde el curso inferior del Don. En el Comité local, durante las reuniones, corrían en voz baja las noticias; pero el abuelo Gavrila no había puesto nunca el pie en el destartalado portal del Comité -no tenía necesidad ni interés alguno de ir allí- y, por eso, desconocía muchas cosas. Le extrañó que un domingo, después de la misa, se presentara a su casa el presidente del Comité acompañado de tres hombres con cortas zamarras y fusiles.
El presidente estrechó la mano de Gavrila y, en seguida y abrupto, como un mazazo:
-Di la verdad, viejo, ¿tienes grano?
-¿Te has creído que nos mantenemos solamente del Espíritu Santo?
-Déjate de pullas, y di claramente dónde está el grano.
-En el granero. ¿dónde ha de estar?
-Vamos allá.
-¿Y podría yo saber qué tienen ustedes que ver con mi grano?
Uno alto, rubio, que parecía el jefe, dijo pegando taconazos en el suelo para combatir el frío:
-Requisamos los excedentes de los privados para el Estado. Por el sistema de contingentación. ¿No has oído hablar de eso, viejo?
-¿Y si no lo doy? -inquirió Gavrila- con voz bronca mientras la inquina crecía dentro de él.
-¿Si no lo das? Lo llevaremos igual sin tu consentimiento, viejo porfiado.
Después de consultar a media voz con el presidente se metieron, así no más, en el granero dejando en el trigo limpio, cobrizo, pegotes de nieve que se desprendían de sus botas. El rubio dispuso, encendiendo un cigarrillo:
-Dejen lo justo para simiente y para el consumo, y lo demás se requisa.
Tasó con mirada entendida la cantidad de trigo y se volvió hacia Gavrila:
-¿Cuántas desiátinas piensas sembrar?
-¡Un cuerno voy a sembrar!… -resopló Gavrila tosiendo y con una mueca temblorosa-. ¡Llévenselo todo, canallas malditos! ¡Saquear a la gente! ¡Todo para ustedes!
-¿Te has vuelto loco o qué, Gavrila? ¡Cálmate, viejo Gavrila!… -instaba el presidente- agitando una manopla en dirección al abuelo.
-¡Así revienten ustedes con el bien ajeno! ¡Zámpenselo todo!…
El rubio se arrancó de una guía del bigote un carámbano que se deshelaba, lanzó de soslayo una mirada sabelotodo y burlona a Gavrila, y dijo con tranquila sonrisa:
-¡No te pongas así, viejo! Con gritar no se consigue nada. ¿Por qué pegas esos chillidos? ¡Ni que te hubieran pisado el rabo!… -y, frunciendo el ceño, quebró de pronto la voz-: Deja la lengua quieta. Y si es demasiada larga, te la guardas entre los dientes antes que te la corten por agitación antisoviética… -sin terminar la frase, pegó una palmada en la funda amarilla de su revolver que tiraba de su cinto y concluyó, ya más blando-: ¡Que lo lleves hoy mismo al punto de acopio!
No podría decirse que el viejo cosaco se amedrentara. Pero la voz segura y neta le hizo perder bríos al comprender que, en efecto, gritando no se conseguía nada. Con ademán evasivo, se dirigió hacia el portal. No había llegado a la mitad del patio cuando lo sobresaltó un grito ronco y feroz:
-¿Dónde están los comisarios?
Gavrila volvió la cabeza… Al otro lado de la cerca giraba un jinete sobre un caballo encabritado. El presentimiento de algo extraordinario le puso un temblor bajo las rodillas. No había tenido tiempo de abrir la boca cuando el jinete, al ver a los rojos junto al granero, aplacó de golpe al caballo, y, moviendo imperceptiblemente un brazo, se quitó el fusil del hombro.
Restalló un disparo, y en el silencio que le siguió por un instante y llenó el patio, chascó netamente el cerrojo y la vaina salió despedida con un breve susurro.
Pasó el momento de estupor: pegado al quicio, el rubio tardó un tiempo horriblemente largo en sacar con mano temblorosa el revolver de su funda; el presidente se lanzó dando saltos de liebre hacia la era a través del patio; uno de los otros rojos, rodilla en tierra, disparó todo un cargador de su carabina contra la papája cosaca negra y peluda que se mecía al otro lado de la cerca. Invadieron el patio los chasquidos de los disparos. Gavrila arrancó a duras penas los pies de la nieve, a la que parecían adheridos, y echó una pesada carrerilla hacia el portal. Al volver la cabeza vio que los tres de las zamarras amarillas, los del Comité, corrían por separado, dispersos, hacia la era atascándose en la nieve y que por el portón abierto de par en par irrumpían unos jinetes.
El primero, con kubánka,9 se encorvó pegándose al arzón de su potro alazán e hizo girar la sháshka sobre su cabeza. Ante Gavrila se agitaron como alas de cisnes los extremos de su bashlík blanco10 y le saltó a la cara nieve arrancada por los cascos del caballo.
Recostado sin fuerza contra la barandilla tallada, Gavrila vio que el potro alazán saltaba la cerca encogiendo las patas y se ponía a girar, encabritado, junto a una hacina de paja de cebada comenzada y que su jinete, inclinándose desde la silla, descargaba dos sablazos cruzados sobre uno que se arrastraba a gatas…
En la era se escuchaba ruido entrecortado y confuso, ajetreo, luego un grito prolongado y desgarrador. Al poco, sonó sordamente un disparo aislado. Las palomas, que después de revolotear asustadas por el tiroteo habían vuelto a posarse sobre el tejado del cobertizo, se remontaron hacia el cielo como una perdigonada de color violeta. Los cosacos echaron pie a tierra en la era.
Por el pueblo flotaban persistentes voces de bronce. Pásha el bobo había trepado al campanario y, con su escaso cacumen, soltaba todas las campanas a vuelo en alegre repique pascual.
Se acercó a Gavrila el de la kubánka y el bashlík blanco sobre los hombros. Su rostro arrebatado y sudoroso tenía un tic nervioso, y las comisuras de los labios le colgaban húmedas de saliva.
-¿Tienes avena, abuelo?
Gavrila se apartó trabajosamente del portal. Abrumado por lo que acababa de ver, no podía mover la lengua paralizada.
-¿Te has quedado sordo o qué? Te pregunto que si tienes avena. Trae acá un saco.
No habían conducido aún a los caballos hasta el dornajo de grano cuando irrumpió otro jinete por el portón:
-¡A caballo!… Baja infantería roja del monte…
Maldiciendo, el de la kubánka embridó al potro cubierto de sudor humeante y estuvo frotando con nieve el puño de la manga derecha, embadurnado de escarlata.
Del patio salieron cinco jinetes, y Gavrila reconoció, amarrada por unas correas a la silla del último, la zamarra amarilla del rubio con chafarrinones de sangre.
*
Hasta por la tarde tronaron disparos en el barranco de los endrinos, detrás del altozano. En la stanitsa, el silencio estaba encogido como un perro apaleado. Azuleaba el crepúsculo cuando Gavrila se decidió a ir a la era. Entró por el postigo abierto de par en par y vio que en el seto colgaba, caída la cabeza, al presidente del Comité tal y como lo había alcanzado la bala. Los brazos pendientes parecían querer recoger el gorro tirado al otro lado del seto.
Junto a una hacina, en la nieve salpicada de broza y tamo, yacían alineados los tres de la requisa sin más ropa que la interior. Contemplándolos, Gavrila no experimentó ya en el corazón estremecido de horror la inquina que anidaba en él desde por la mañana. Le parecía un disparate, una pesadilla, que en la era donde andaban las cabras de los vecinos hurtando paja yacieran ahora hombres muertos. De ellos y de los charcos de sangre, helada en burbujas después de haber derretido la nieve, se exhalaba ya un leve olor a cadáver.
El rubio yacía con la cabeza torcida de extraña manera y, de no haber sido por lo hundida que la tenía en la nieve, se habría podido pensar que descansaba acostado por la forma tan natural en que tenía cruzadas las piernas una encima de la otra. El segundo, mellado y con bigote negro, estaba encorvado, con la cabeza metida entre los hombros y una mueca intolerante y rabiosa. El tercero, sepultada la cabeza en la paja, daba la impresión de nadar inmóvil sobre la nieve, de tanta fuerza y tanta tensión como había en el despliegue de sus brazos inmovilizados por la muerte.
Gavrila se inclinó sobre el rubio, observando el rostro renegrido, se estremeció de compasión: yacía ante él un muchacho de unos diecinueve años y no el comisario de contingencia alimenticia, severo y de mirada punzante. Bajo el bozo amarillo, la escarcha recalcaba junto a los labios un pliegue doloroso. Solo la frente estaba cruzada por una arruga oscura, profunda y severa.
Sin objeto, Gavrila posó la mano sobre el pecho descubierto, y se tambaleó de la sorpresa: a través del frío que estremecía, la palma había percibido un atisbo de calor…
La vieja ahogó un grito y retrocedió santiguándose hacia la estufa cuando Gavrila trajo sobre sus espaldas, carraspeando y gimiendo, el cuerpo anquilosado, renegrido de la sangre.
Gavrila lo tendió encima del banco, lo lavó con agua fría y estuvo friccionándole las piernas, los brazos y el pecho con un áspero calcetín de lana hasta quedar rendido y sudoroso. Luego aplicó el oído al pecho aterido y captó a duras penas los latidos sordos y muy espaciados del corazón.
*
Llevaba más de tres días tendido en la sala, lívido, semejante a un difunto. Una cicatriz, roja de la sangre coagulada, le cruzaba la frente y una mejilla. Bajo las vendas prietas, el pecho levantaba la manta al aspirar el aire con ronco estertor.
Gavrila le metía todos los días en la boca su índice agrietado y calloso, separaba con cuidado los dientes encajados valiéndose de la punta de una daga, y la vieja le vertía por un junco leche tibia y caldo de huesos de cordero.
Al cuarto día, asomó desde por la mañana arrebol a las mejillas del rubio. Al mediodía, su rostro ardía como una mata de escaramujo después de una helada; estremeció su cuerpo un fuerte temblor y bajo la camisa brotó un sudor frío y viscoso.
Desde entonces comenzó a delirar a media voz, intentando levantarse de la cama. Día y noche, lo velaban Gavrila y la vieja por turno.
En las largas noches invernales, cuando el viento soplaba desde el Don, removía el cielo renegrido y desparramaba las nubes frías a ras de la stanitsa, Gavrila permanecía junto al herido caída la cabeza en las manos, escuchándolo delirar y referir algo con incoherencia y deje extraño en el que acentuaba la “o”; contemplaba largamente el triángulo tostado del sol en su pecho y los párpados azules de los ojos cerrados que subrayaban grises semicírculos. Y cuando de los labios exangües fluían largos gemidos, una orden ronca o juramentos soeces, la ira y el dolor desfiguraban el rostro, las lágrimas se agolpaban en el pecho de Gavrila. En esos momentos lo embargaba una importuna compasión.
Veía Gavrila que cada día, cada noche de insomnio, palidecía y se consumía junto a la cama la vieja. Advertía también lágrimas en sus mejillas surcadas de arrugas, y comprendió, o mejor dicho intuyó con el corazón, que el amor a Petró, al hijo muerto, no mitigado por las lágrimas, se había volcado con todo su ardor sobre aquel hijo extraño, postrado, al que la muerte había besado ya…
Una vez se acercó a casa de Gavrila el comandante de un regimiento del Ejército Rojo que pasaba por la stanitsa. Dejó el caballo junto al portón con el ordenanza y subió él solo al portal, muy aprisa, haciendo sonar la sháshka y las espuelas. En la sala se quitó el gorro y permaneció un buen rato callado, junto a la cama. Por el rostro del herido vagaban sombras pálidas y de sus labios que abrasaba la fiebre fluía saliva sanguinolenta. El oficial inclinó la cabeza, prematuramente encanecida, ensombrecido, mirando a un punto aparte de los ojos de Gavrila, dijo:
-Cuida de este camarada, viejo.
-Lo cuidaremos, afirmó Gavrila.
Corrían los días y las semanas. Pasaron las Navidades. Al día decimosexto abrió el rubio por primera vez los ojos, y Gavrila oyó una voz tenue y áspera.
-¿Eres tú, viejo?
-Sí, soy yo.
-¿Me han dado duro, eh?
-Dios nos libre de algo igual…
En la mirada, transparente y vaga, capto Gavrila una ironía benigna.
-¿Y los muchachos?
-A esos… los enterraron en la plaza.
Callado, movió los dedos sobre el edredón y se puso a mirar las tablas sin pintar del techo.
-¿Cómo te llamas? -preguntó Gavrila.
-Nikolai.
-Pues nosotros te llamaremos Petró… Como el hijo que teníamos… Petró… -explicó Gavrila.
Después de pensar un poco quiso preguntar algo más, pero percibió una respiración acompasada y, haciendo equilibrios con los brazos, se apartó de puntillas de la cama.
La vida volvía a él lentamente, como a desgana. Al mes levantaba con dificultad la cabeza de la almohada, se le habían hecho llagas en la espalda.
Cada día notaba Gavrila con espanto que le tomaba cariño al nuevo Petró, mientras la imagen del primero, del suyo, se difuminaba y se volvía opaca como el reflejo del sol poniente en una ventanilla de mica. Se esforzaba por reavivar la angustia y el dolor de antes, pero lo anterior se alejaba más y más, y Gavrila se sentía avergonzado y violento por ello… Salía al corral, donde se pasaba horas trajinando, pero al recordar que la vieja estaba junto a la cama de Petró experimentaba un sentimiento de celos. Volvía a la casa, daba vueltas sin decir nada junto a la cabecera, retocaba con dedos rebeldes la funda de la almohada y, al advertir la mirada enfadada de la vieja, se sentaba sumisamente en el banco y se quedaba quieto.
La vieja hacía tomar a Petró grasa de marmota y también infusiones de hierbas medicinales recogidas cuando florecen en mayo. Ya fuera por eso, ya porque la juventud podía más que los males, el caso es que las heridas se cicatrizaban, la sangre teñía las mejillas redondeadas, y sólo el brazo derecho, con el hueso partido cerca del hombro, no acababa de curarse: se conoce que no recobraría su validez.
Sin embargo, a la segunda semana después de la Cuaresma pudo sentarse Petró por primera vez en la cama sin ayuda de nadie y, asombrado de su propia fuerza, estuvo mucho rato sonriendo incrédulo.
Por la noche, en la cocina, tosiendo en el rellano de la estufa, Gavrila preguntó en voz baja:
-¿Estás dormida?
-¿Qué quieres?
-Parece que el chico se repone… Saca mañana del baúl los pantalones de Petró… Prepárale toda la ropa… Porque él no tiene nada que ponerse.
-¡Ya lo sé, hombre! Esta tarde la he sacado toda.
-¡Mírala que lista!… ¿Y has sacado el abrigo de pelliza?
-Claro, hombre. No va a salir el muchacho a cuerpo.
Gavrila rebulló acomodándose y se iba a quedar ya traspuesto, cuando algo que le acudió a la mente le hizo levantar la cabeza triunfante:
-¿Y la papája? ¿A qué te has olvidado de la papája, vieja pánfila?
-¡Déjame ya! Cuarenta veces habrás pasado por delante sin verla. En el clavo está colgada desde ayer…
Gavrila carraspeó contrariado y calló.
La inquieta primavera agitaba ya el Don. El hielo se había renegrido, como roído por los gusanos, y se henchía, esponjándose. El monte estaba calvo. La nieve se había replegado de la estepa a los barrancos y las quebradas. La región del Don se deleitaba bajo el alud de sol que la inundaba. El viento traía a grandes bocanadas de la estepa los olores del amargor renaciente del ajenjo.
Corrían los últimos días de marzo.
*
-¡Hoy me levantaré, padre!
Aunque todos los combatientes que habían transpuesto el umbral de la casa de Gavrila solían llamarle padre al considerar su cabello pulcramente blanqueado por las canas, Gavrila percibió esta vez un matiz cálido en el tono de la voz. Ya fuera figuración suya, ya que Petró pusiera efectivamente cariño filial en aquella palabra, Gavrila se puso todo rojo, empezó a toser y, disimulando la confusa alegría, murmuró:
-¡Ya es la hora, Petró! Llevas más de dos meses en cama…
Salió Petró al portal moviendo las piernas como si fueran zancos, y estuvo a punto de ahogarse de la cantidad de aire que el viento le metió en los pulmones. Gavrila lo sostenía por detrás y la vieja se aspaventaba junto a la puerta enjugándose las lágrimas.
Al pasar delante del cobertizo con el tejado torcido preguntó el nuevo Petró:
-¿Llevaste entonces el grano?
-Sí… -rezongó Gavrila.
-Hiciste bien, padre.
Y otra vez llevó la palabra “padre” calor al pecho de Gavrila. Cada día caminaba lentamente Petró por el patio cojeando y apoyándose en una muleta. Y, desde donde estuviera -desde la era o desde debajo del cobertizo-, Gavrila acompañaba al nuevo hijo con mirada inquieta y anhelante, a que no fuera a tropezar y a caerse.
Hablaban poco. Dos días después de la primera salida de Petró al patio, Gavrila preguntó, cuando se disponía a acostarse en el relleno de la estufa:
-¿Tú, de dónde eres, hijo?
-Del Ural.
-¿Campesino?
-No. Soy obrero.
-¿Qué quieres decir? ¿Tienes un oficio como el de zapatero o tonelero?
-No, padre. Yo trabajaba en una fábrica. En una fundición. Desde pequeño.
-¿Y cómo fue eso de ponerte a requisar el grano a la gente?
-Me mandaron del ejército.
-¿Tenías allí algún grado, como los comisarios esos?
-Sí.
Costaba trabajo hacer la pregunta, pero ella sola se formaba:
-¿Esto significa que eres del partido ese?…
-Sí. Soy comunista, contesto Petró con franca sonrisa.
Y, quizás por aquella sonrisa sincera, no le pareció ya terrible a Gavrila la palabra extraña. Aprovechando el momento, la vieja inquirió con viveza:
-¿Y tienes familia, hijito?
-Ni un alma… Estoy solo como la luna en el cielo.
-¿Se murieron tus padres?
-Yo era todavía un crío, tendría unos siete años…, cuando mataron a mi padre estando borracho. En cuanto a mi madre, no sé por dónde anda…
-¡Vaya, hija de perra! ¿Y te dejó abandonado, pobre de ti?
-Se marchó con un aparejador. Y yo me crié en la fábrica.
Gavrila se sentó en relleno con las piernas colgando y, después de un largo silencio, habló clara y lentamente:
-Entonces, hijo, ya que no tienes a nadie, quédate con nosotros… Teníamos un hijo, y por eso te llamamos Petró a ti… Pero, lo hemos perdido. En la guerra. Ahora nos hemos quedado solos la vieja y yo… En estos meses hemos padecido tanto por ti que seguramente por eso nos hemos encariñado contigo. Aunque es sangre ajena la tuya -no eres cosaco- sufrimos por ti como si fueras hijo nuestro… ¡Quédate! Sacaremos el sustento de esta tierra nuestra del Don que es fértil y generosa… Te acabaremos de curar, te casaremos… Yo he vivido ya lo mío. Hazte ahora tú cargo de la hacienda. Por mí, sólo te pido que respetes nuestra vejez y no nos niegues el pan cuando no podamos valernos… No abandones a estos viejos, Petró…
Detrás del horno se oía el canto chirriante y monótono de un grillo.
Las contraventanas gemían, batidas por el viento.
-Mi vieja y yo hemos empezado incluso a buscarte novia… -Gavrila guiñó un ojo con fingida alegría- pero una sonrisa lamentable torció los labios trémulos.
Petró tenía los ojos clavados a sus pies en el suelo desigual y con la mano izquierda pegaba unos golpes secos en el banco. Resultaba un ruido inquietante y espaciado: tuc-tic-tac, tuc-tic-tac… tuc-tic-tac…
Se conoce que estaba pensando la respuesta. Cuando tomó una decisión, dejó de golpear y sacudió la cabeza:
-Yo me quedaría encantado, padre, pero ya ves que no puedo ser de mucho provecho en el trabajo… Este maldito brazo, que es el que da de comer, no acaba de curarse. De todas maneras, trabajaré lo que me permitan las fuerzas. Pasaré aquí el verano, y luego veremos.
-Y luego puede que te quedes del todo, concluyó Gavrila.
Bajo el pie de la vieja, la rueca se puso a zumbar y bordonear con alegría enrollando la lana fibrosa en el huso.
No sé si arrullaba con su runrún rítmico o si prometía una vida dichosa.
*
A la primavera siguieron días abrasados por el sol, greñudos y canosos del compacto polvo de la estepa. Hacía buen tiempo. El Don, turbulento como de joven, se encrespaba en olas melenudas. La riada llegaba a las casas extremas de la stanitsa. Las márgenes verdigrises saturaban el viento con el olor meloso de los álamos en flor, y, en un prado, se matizaba del color rosado de la aurora un lago cubierto de pétalos de manzano silvestre. Por las noches surcaban el cielo fulguraciones de blancura virginal, y las noches eran breves como sus ramalazos de luz. Los bueyes no tenían tiempo de descansar de la larga jornada. En los prados pastaba el ganado, despeluchado y con el costillar marcado bajo la piel.
Gavrila y Petró se pasaron una semana en la estepa: araban, rastrillaban, sembraban, dormían debajo del carro, tapados con la misma pelliza, pero nunca hablaba Gavrila de que el nuevo hijo lo había vinculado con sólido lazo invisible. Rubio, alegre, trabajador, había relegado la imagen del difunto Petró. Gavrila iba recordándolo con menos frecuencia. El trabajo no dejaba lugar para los recuerdos.
Los días transcurrían con paso furtivo e inadvertido. Llegó el momento de segar.
Un día se puso Petró a reparar la segadora. Con destreza que sorprendió a Gavrila, montó las cuchillas en la forja e hizo un bastidor nuevo en lugar del que se había roto. Anduvo con la segadora a vueltas desde por la mañana y, al crepúsculo, se marchó al Comité: lo habían convocado a una reunión. La vieja, que había ido por agua, trajo entonces del correo una carta. El sobre estaba manoseado y arrugado. Venía dirigido a Gavrila, con una nota: “Para entregar al camarada Nikolay Kosij.”.
Angustiado por una confusa inquietud, Gavrila estuvo mucho rato dándole vueltas al sobre de letras borrosas trazadas a grandes rasgos con lápiz tinta.
Lo levantaba y lo miraba al trasluz, pero el sobre guardaba celosamente el secreto ajeno, y Gavrila notaba, sin querer, creciente rabia contra aquella carta que alteraba la calma habitual.
Tuvo un momento la idea de romperla; pero, después de pensarlo un poco, decidió entregársela a Petró. En el portón mismo lo acogió con la noticia:
-Ha llegado una carta de no sé dónde para ti, hijo.
-¿Para mí? -se sorprendió Petró.
-Sí. Anda a leerla.
Después de encender la luz de casa, Gavrila observaba con mirada atenta e inquisitiva el rostro gozoso de Petró mientras leía la carta. No pudo reprimir la pregunta:
-¿De dónde es?
-Del Ural.
-¿Y quién te escribe? -curioseó la vieja.
-Los compañeros de la fábrica.
Gavrila se puso sobre aviso.
-¿Qué te dicen?
Los ojos de Petró perdieron su brillo, oscureciéndose, y contestó de mala gana:
-Que vuelva a la fábrica… Piensan ponerla en marcha. Desde el año diecisiete está parada.
-¿Cómo es eso?… ¿Y vas a marcharte?, preguntó sordamente Gavrila.
-No sé…
*
Petró iba quedándose demarcado y perdiendo el color. Gavrila le oía suspirar y removerse en la cama por las noches. Después de larga reflexión comprendió que Petró no se quedaría a vivir en la stanitsa, que no removería con el arado la tierra negra virgen de la estepa. La fábrica que había criado a Petró se lo robaría tarde o temprano, y volvería el negro discurrir de los días tristes y adustos. De buena gana habría desbaratado Gavrila ladrillo a ladrillo la fábrica aborrecida, la habría arrasado para que crecieran en ella las ortigas y se multiplicaran las malas hierbas.
Al tercer día, en la siega, habiendo coincidido con Gavrila en el campamento para beber agua, habló Petró:
-¡No puedo quedarme, padre! Me iré a la fábrica… Me tira, no me deja sosiego…
-¿Tan mal vives aquí?
-No es eso… Nuestra fábrica, cuando llegó Kolchak con sus tropas, la defendimos semana y media. A nueve de los nuestros los ahorcaron los de Kolchak en cuanto ocuparon el poblado. Y, ahora, los obreros que han vuelto del ejército están poniéndola otra vez en pie… Pasan un hambre feroz ellos y sus familias, pero trabajan… ¿Cómo puedo vivir yo aquí? ¿Y la conciencia?
-¿Y de qué vas a servirles allí? No tienes válido el brazo.
-¡Qué cosas tan raras dices, padre! Allí tienen valor todos los brazos.
-No te retengo. ¡Márchate!… -dijo Gavrila fingiendo ánimos que no tenía-. Pero a la vieja, engáñala… Dile que volverás… Que estarás allí una temporada y vendrás luego… Si no, del pesar y pena no levantará cabeza… Tú eras lo único que nos quedaba…
Y asiéndose a la última esperanza, murmuró con respiración entrecortada y ronca:
-Puede que vuelvas de verdad. ¿Eh? ¿No vas a tener compasión de nuestra vejez, di?
*
El carro rechinaba, los bueyes caminaban con paso desigual, el suelo calcáreo y blando se desmenuzaba susurrante bajo las ruedas. El camino, que se deslizaba sinuoso a lo largo del Don, torcía a la izquierda junto a una ermita. Desde el recodo se veía la iglesia de la stanitsa donde estaba la estación y el caprichoso encaje verde de sus huertos.
Gavrila había ido todo el camino hablando sin cesar. Trataba de sonreír.
-“En ese sitio hace tres años que se ahogaron unas muchachas en el Don. Por eso se levantó esta ermita”. Señaló con el mango del látigo la triste cúpula de la ermita. “Aquí nos despediremos. El carro no puede seguir porque más adelante ha habido un desprendimiento. De aquí a la estación hay poco más de un kilómetro. Tú lo andarás poco a poco”.
Petró retocó el hatillo de la comida que llevaba colgado de una correa y se saltó del carro. Sofocando un sollozo, Gavrila tiró el látigo al suelo y adelantó las manos trémulas.
-¡Adiós, hijo querido! Sin ti, el sol dejará de alumbrar para nosotros… -Y, con el rostro contraído por el dolor y humedad de las lágrimas, levantó de pronto la voz hasta gritar-: ¿No se te han olvidado los bollos, hijo?… Los ha cocido la madre… ¿No se te han olvidado?… Bueno, pues adiós… ¡Adiós, hijito!…
Cojeando, Petró echó a andar, casi a correr, por el estrecho borde del camino.
-¡Que vuelvas!… -gritaba Gavrila aferrado al carro.
“¡No volverá!…”, sollozaban en su pecho unas palabras que no salían con las lágrimas.
Por última vez divisó en la vuelta la amada cabeza rubia, por última vez agitó Petró la gorra, y el viento juguetón levantó y arremolinó el polvo gris blanquecino en el sitio donde había posado el pie.
FIN
Notas:
1:
stanitsa: aldea cosaca
2. sháshka: sable cosaco
3. franja
roja: significaba la libertad de los cosacos
4. chekméñ:
levita cosaca
5. vájmistr: grado militar en unidades cosacas,
equivalente al de sargento
6. papája: gorro tradicional
cosaco
7. sótnia: formación tradicional cosaca, compuesta por
cien hombres
8. atamán: comandante cosaco
9. kubánka:
gorro típico de los cosacos de Kubañ
10. bashlík blanco:
parte del traje tradicional de los cosacos de Kubañ y de Térek, se
llevaba sobre los hombros
Traducción: Isabel Vicente.
Correcciones: Ruslan Gavrilov.
Escrito en 1926
De una entrevista que le hicieron, entresacó en un escrito las reflexiones que realizó.
Sobre el escritor soviético
El capitán Ángel Antem, miembro de la delegación española, me preguntó cuáles eran las condiciones materiales de trabajo del escritor soviético.
Tuve que responder a esta pregunta muchas veces durante mis viajes a Europa Occidental. Cada vez expliqué en detalle la profunda diferencia fundamental que existe entre un escritor soviético y uno burgués. El capitalismo, si bien domestica a los escritores corruptos, corrompe incluso a los escritores honestos. Por supuesto, no me refiero a esos escritores, luchadores antifascistas que vincularon su destino a la causa de la democracia y el progreso.
El escritor burgués se encuentra en condiciones que cultivan en él los rasgos del individualismo, borrando la importancia social de la creatividad literaria en un segundo plano. Y en esto es la antípoda del escritor soviético.
Es imposible imaginar a un escritor soviético aislado del medio nutritivo soviético. Los ideales cotidianos de algunos escritores prerrevolucionarios nos parecen muy ingenuos. Villa propia en la costa del Mar Negro, coche. Todo esto, realmente, no tiene nada que ver con nuestros sueños, nuestros ideales.
La relación entre el escritor soviético y el público soviético se puede ver en mi biografía personal.
Yo, residente del pueblo de Viósenskaya en el Alto Don, luché por la victoria del poder soviético durante la guerra civil. Nací y crecí en el gobierno soviético y el Partido Bolchevique. Soy hijo del pueblo soviético. Y no puedo reclamar el cuidado del gobierno soviético por mí más que el cariñoso cuidado maternal por mi hijo.
El capitán Antem también se interesó por saber por qué la Unión de Escritores Soviéticos no es miembro del Pen Club, una asociación internacional de escritores. Esta pregunta no es difícil de responder. Los fascistas también son miembros del Pen Club. Y nosotros, los escritores soviéticos, no podemos ser parte de una organización literaria donde se encuentran los fascistas.
En este sentido, me gustaría decir algunas palabras sobre lo que siente el pueblo soviético ante la heroica lucha del pueblo español contra el fascismo y la reacción.
Recuerdo que en la Cámara de los Comunes inglesa un diputado, refiriéndose a la escandalosa posición del Comité de No Intervención, declaró con tristeza que estaba decepcionado con las actividades de dicho comité.
Este verbo “estar decepcionado” es completamente ajeno a nuestro vocabulario.
Estamos indignados por la política del comité de Londres, que ha convertido la no intervención en un telón para el bloqueo real de la España republicana. Nuestros corazones hierven de indignación cuando vemos las tácticas de concesiones interminables a los intervencionistas, disfrazadas de resoluciones “humanistas”.
Seguimos con incansable atención la heroica lucha de la España republicana. Al mismo tiempo, estamos profundamente alarmados por acontecimientos como los que han tenido lugar recientemente en Cataluña. Elementos trotskistas-fascistas, después de haber provocado a algunos grupos anarquistas, intentaron organizar una rebelión en la retaguardia del Frente Republicano con el objetivo de socavar el Frente Popular.
Es imposible no recordar la experiencia de nuestra revolución. Se sabe que el gobierno soviético luchó implacablemente contra los enemigos del pueblo trabajador y vencimos porque aplastamos y vencimos sin piedad a todos los traidores y traidores a la causa de la clase trabajadora.
Cualquiera que sea el rincón de la Unión que visite la delegación del pueblo español cuando visite el País de los Soviets, sus heroicos camaradas encontrarán en todas partes el más profundo interés por los acontecimientos en España y un amor genuino y ardiente por los luchadores republicanos. Vivo permanentemente en el pueblo de Vióshenskaya y a menudo escucho declaraciones sinceras y sencillas de cosacos y mujeres cosacas sobre lo cerca que están en sus corazones la noble lucha del pueblo español por la independencia.
Nuestro pueblo odia a los caníbales modernos, a los fascistas, con un odio ardiente.
¡Nuestro pueblo rodea con amor y atención a sus hermanos, que luchan con las armas en la mano, en primera línea, contra la reacción fascista!
¡Creemos profundamente en su victoria, camaradas!
¡Nuestros corazones, nuestras condolencias están siempre con ustedes!
Escrito en 1937
Especialmente valiosa de leer es esta pequeña historia, muy, muy poco conocida. Es una crónica realizada por el escritor, de las vivencias que tuvo en las tierras en las que se ensayaba, la más grande realización de los planes soviéticos para enfilar la economía hacia el socialismo, el “Plan de transformación y mejoramiento de la naturaleza”, emprendido desde 1948.
Luz y oscuridad
Los cálidos vientos de mayo soplan sobre las fabulosas extensiones de nuestra gran Madre Patria, nubes blancas con un borde ahumado flotan en nuestro suave cielo primaveral y, bañados por las primeras lluvias vivificantes, iluminados por el sol, los tupidos árboles de invierno son maravillosamente verdes en los interminables campos de cultivo colectivo, y ya han nacido, obstinadamente. Los amigables y densos brotes de los cereales primaverales buscan la luz y ganan fuerza con avidez.
Y en el vasto espacio, desde Guriev hasta Izmaíl y desde Orsk hasta Tula, la mayor ofensiva en la historia de la humanidad contra las fuerzas malignas de la naturaleza, contra la sequía y los vientos cálidos, comenzó en la primavera, y con todo el poder inherente sólo a nuestro pueblo soviético, se desarrolló una lucha titánica por la transformación de la naturaleza, por la plena implementación de los planes trazados por el partido.
Muchos miles de tractores MTS, granjas estatales y estaciones de protección forestal de nueva creación, muchas decenas de miles de equipos agrícolas colectivos (caballos, bueyes, camellos) araron los primeros cientos de miles de hectáreas destinadas a la forestación, y en surcos profundos, en campos y tierras esteparias.
En los viveros, los plantones eran cubiertos de forma segura con tierra, ocultando su crecimiento, y abriéndose al alegre frescor primaveral: las bellotas, las primeras semillas de los futuros robles soberanos, esperan pacientemente a germinar y emerger a la luz blanca, las semillas del fresno, arce, olmo y abedul, tilo y alerce, madreselva y grosellas, acacia y tamarisco.
En las desnudas y eternamente tristes crestas arenosas del río Obdon, en los aburridos y sin vida derrames de arena en la región del Volga y Stavropol, en todas partes donde durante milenios, impunemente e inevitablemente, con un silbido de serpiente, las desastrosas arenas se arrastraron desde el este, año tras año absorbiendo la tierra fértil con una garganta amarilla insaciable, ahora los primeros surcos ya han sido trazados por los arados.
Y… en el fondo de ellos, donde la pesada espada de hierro del plantador forestal cayó en la arena inflamable, diminutas plántulas de pino, escondido entre los bordes de los surcos, como pegado a la arena húmeda, floreció milagrosamente con toques verdes de malaquita. Sólo tienen un año, como mucho dos, pero en una tarde calurosa, arrodíllate, inclínate sobre el arbolito, y tus narices captarán el olor joven y delicado de la resina de pino, y tus ojos verán el fino juguete. Un tronco áspero y flexible: el tallo tiene gotas de resina desproporcionadamente grandes en comparación con él, del tamaño de la cabeza de un alfiler, que brillan como el rocío. Por eso, con el pino ha comenzado, vive, vivirá, cumpliendo durante muchos años una constante guardia, protegiendo el bienestar y la felicidad de nuestros campos de tierra negra de la invasión del desierto mortífero.
Y, de hecho, si desde lejos, erguidos, se miran los plantones de pino, sus ordenadas hileras militares que se extienden más allá del horizonte, y parecen ahogarse en una neblina de arena amarilla, con intervalos regulares que los separan del suelo descascarado. No se puede dejar de pensar que se parecen a nuestros guardias fronterizos, y no sólo en el color protector de sus “tocados” y “uniformes”, sino también en su noble comunidad de tareas. Es cierto que los "guardias fronterizos" de arena todavía son pequeños, pero no esperará a que mucha agua fluirá desde rápidos Urales, en el majestuoso Volga y en el tranquilo Don, pasarán algunos años, y los pinos jóvenes se elevarán hasta convertirse en una línea de un soldado fornido de altura. Serán los primeros en recibir el cruel golpe de las feroces tormentas de arena del Transcaspio, ¡y resistirán!
Y… para ayudarlos, escalonados en profundidad, desde el Caspio hasta el Mar Negro, ya se están extendiendo innumerables cintas de plántulas forestales a través de los campos y estepas del suelo negro. Cultivadas y plantadas por las manos cariñosas y talentosas de los verdaderos dueños de la tierra, se barrieron las hojas pegajosas como lancetas en el sur del país. El viento de mayo los mueve suavemente, les enseña a hablar, y su primer susurro, apenas audible e indistinto, es como el primer balbuceo de un niño, querido por el corazón de cada persona...
El aire de nuestra patria tiembla con el rugido de los poderosos tractores que se arrastran sobre la tierra. Desde el Báltico hasta el Océano Pacífico, desde el Océano Ártico hasta el Pamir, este zumbido pacífico, pero lleno de potencia contenida y pesada, se puede escuchar en todas partes. Los tractores trabajan día y noche. Sumisos a la voluntad de los antiguos tripulantes de los tanques y de los jóvenes artesanos de hoy, aran, siembran, rascan, transportan madera a los puertos y puntos de desembarco, mueven rocas en los campos y en las nuevas construcciones, construyen carreteras y arrastran tras de sí máquinas para plantar bosques...
El amanecer leninista…
Y… No existe ningún rincón en nuestra tierra, que recuerde quién nos imprimió este carácter. ¿A dónde guardaría el pueblo soviético, escuchando el incesante rugido de los motores, con filial y eterna pena, y ardiente gratitud, al más grande de los grandes, aquel que una vez soñó con sólo cien mil tractores para La Rusia Soviética, que creó el partido y el Estado soviético, que encarnó las aspiraciones de muchas generaciones de trabajadores en una realidad viva?
Noche tranquila y fresca. En el profundo y denso abismo azul del cielo no hay ni una sola nube, sólo una suave luna casi en el cenit, y de un extremo a otro, sobre la estepa nativa, un resplandor de pequeñas estrellas como la primavera.
Es difícil cruzar un surco con un tractor arando de noche: o te metes en un surco, tu pie resbala sobre una capa opaca, brillante y compacta de tierra negra pulida con una reja de arado, o tropezarás con las cuerdas rizoma de una maleza esteparia. La luna nueva brilla tenuemente, y sólo a corta distancia, a la derecha, se ven negros y brillantes, como antracita, montículos de depósitos desprendidos durante mucho tiempo, y luego, a su alrededor, todo se ahoga en una neblina brumosa, en un ambiente poco claro y penumbra fantasmal.
Debajo de tus pies se huele la humedad fresca de la tierra recién levantada y el olor acre y, quizás, un poco triste, de la hierba tierna destruida por el arado. Sólo la codorniz, recién llegada del otro lado del mar cálido, grita y pronuncia en los surcos del año pasado, todavía insegura y monótonamente: “¡Quiero dormir!”
¡Pero no, la estepa no duerme! En lo alto del barranco, un potente tractor S-80 acoplado a dos arados de cinco surcos camina y levanta las parejas de mayo. Su rugido grave queda ahogado por el ruido del tractor STZ-NATI que trabaja cerca, en la jaula contigua. Aquí el "S-80" giró con estrépito al final del corral, y el ligero soplo del viento del oeste se intensificó y pareció acercar el atronador y retumbante trueno de su motor. Se escuchó claramente el chillido furioso y el chirrido de una oruga, aplastando una piedra debajo de ella, y la voz del conductor del tractor gritando algo al remolque.
Salpicaduras de azul, debajo de las orugas, llamas anaranjadas del tubo de escape y de nuevo la pisada mesurada del tractor, la luz fosforescente de los faros deslizándose por el suelo. Por un momento, iluminada por ellos, la exuberante ebullición blanca de un espino en flor se ilumina deslumbrantemente en la distancia y se apaga lentamente, alejándose hacia la oscuridad.
No muy lejos del borde del campo de arado, una luz brilla acogedoramente en la ventanilla de un camión con remolque. Mi acompañante, un mecánico de MTS, y yo nos acercamos al tráiler. No muy lejos de él, en una mesa excavada en la tierra, el cocinero de la brigada lava los platos. Al parecer, el turno acababa de cenar. A un lado, cerca de un barril de agua, un conductor de tractor de anchas espaldas, desnudo hasta la cintura, se lava, graznando y resoplando felizmente, mientras el segundo vierte generosamente agua de un cubo en las palmas de sus manos extendidas y en sus manos, y en su cuello arqueado. El que se está lavando la cara de repente jadea de miedo, tartamudea y dice en tono interrumpido:
“¡Fédia, viértelo en tu cuello con más cuidado, por favor! El agua es agua de manantial, es como hielo y se derrama sobre tu espalda. ¿Estás ciego o a propósito? ¡Me vas a dar un resfriado, maldita sea! Después de todo, me corre por la espalda hasta los talones y ¡estoy sudando! ¿Entiendes, bestia?”
La voz profunda de Fédia le responde sin piedad:
“En el frente por las mañanas, ¿supongo que te limpiaste con nieve? Bueno, tú también puedes soportar esta agua. En mi opinión, deberías soportarlo, tu espalda es como un caballo de artillería...
Así es en el ejército... Pero mi espalda no tiene nada que ver contigo. Bueno, vamos, ¡no lo hagas! - suplica el tenor sollozando e inmediatamente cambia a una amenaza: - ¡Detén el cubo, de lo contrario te bañaré de cabeza en un barril!”
Nos detenemos cerca del remolque para fumar. Detrás de mi se oyen risas, una fuerte bofetada en un cuerpo desnudo, el tintineo de un cubo arrojado y el lejano paso de cuatro pies que se aleja.
¡La juventud!, por alguna razón, el anciano mecánico suspira: “Ellos, malditos, todavía no consideran a los cansados como parientes”. Y además, tendrán que sentarse en un tractor durante un día y estirar las piernas...
Un minuto después, algo pesado cae pesadamente sobre el arado. Un breve alboroto, risas, ronquidos y, como procedente del subsuelo, la voz de bajo de Fédia:
“¡Vaska, déjalo ir, lo aplastarás hasta la muerte! ¡Oh, maldita sea, algo se rompió en mi espalda baja!... ¡Déjame ir, tonto! ¡Tienes caballos de fuerza!... ¡Te desmayarás!”
En el remolque, a pesar de que la puerta está abierta de par en par, flota humo de tabaco azul. Huele a suelos de pino recién lavados, a jardinería propia y al olor indeleble del queroseno y del gasóleo. Alrededor de la mesa y en las literas están los conductores de tractores y remolques del primer turno, el capataz de la brigada de tractores, el viejo agricultor colectivo y transportista de combustible Trifón Platónovich, el contable y otros dos agricultores colectivos de la brigada de cultivos que vinieron de al lado para visitar a los conductores de tractores, “para tomar un descanso, para fumar”.
Sosteniendo un viejo número de Ogoniok cerca de la lámpara, el contable lee en voz alta:
“...Si se extienden los futuros cinturones forestales en una franja continua de 30 metros de ancho, rodeará el mundo a lo largo del ecuador más de 50 veces, entre el 10 y el 15 por ciento de las plantaciones forestales protectoras serán árboles frutales y arbustos, y esto significa otras 700 mil hectáreas de huerta".
El estricto silencio lo rompe inesperadamente el desenfrenado abuelo Trifón: golpea la mesa con el puño, de modo que la lámpara salta y una lengua de fuego amarilla salta del cristal, y grita con entusiasmo:
“¡Apuñalarte como a un erizo! ¡Qué jardín! Debido a mi vejez, no tengo idea de los diferentes Ecuadors que hay allí, pero setecientas mil hectáreas de jardín, eso, muchachos... Eso tampoco lo puedo comprender con la mente, pero eso, muchachos, es mucho, ¡por favor!”
Alguien se ríe. El capataz dice con severidad:
“Cállate, abuelo, usa el puño, siéntate y escucha en silencio”.
“¿Cómo puede ser así, silencioso?” - pregunta el anciano indignado. – “¿Aquí se está leyendo un asunto así y debo permanecer en silencio?”
El contable, un joven con una túnica descolorida, mira con reproche al anciano que se marcha, desenrosca la mecha suelta y continúa:
“...44 mil estanques aparecerán en la tierra renovada...”
Y nuevamente el abuelo Trifón no puede soportarlo: arrugando su barba gris en su puño, dice en voz alta, en voz alta, a toda la brigada:
“¡Cuarenta y cuatro mil! ¡Mi mente, hermanos, es incomprensible!”
Ahora todos se ríen. Un mecánico interesado pregunta:
¿De quién es este artículo?
El contador, sin mirarlo, responde:
“El comandante en jefe de todos los cinturones forestales, camarada Chekménev”, y él mismo, entrecerrando los ojos, mira fijamente al inquieto anciano y de repente dice: “Abuelo Platonich, abandonaste los toros sin mirar donde los dejaste, y ahora probablemente estén detrás de la piedras. Ya se inicia la jornada... Deberías irte”. Miré hacia donde estaban. La hora es desigual, se irán... ¡Nos quedaremos sin combustible!
El anciano descubre este sencillo truco y dice inofensivamente:
“¡Leer, leer! Yo mismo conozco mis toros, no estés triste por ellos. ¡Eres joven para despedir a un viejo gorrión en la paja! ¡Lee, no cruces los ojos!”
El contador suspira y lee:
“...La plaga destructiva de las estepas, los barrancos desaparecerá. Las amenazantes tormentas negras se desvanecerán. La sequía desaparecerá, el clima se volverá más suave, más húmedo y la vida humana en la estepa será incomparablemente más cómoda, más fácil, Las granjas colectivas y estatales serán más bellas y ricas y cosecharán cosechas sostenibles y cada vez mayores de pan, verduras y frutas. Gordos rebaños de ganado vacuno y ovejas de lana fina pastarán en lujosos pastos”.
Durante un rato todos guardan silencio, pensativos. Incluso el abuelo Trifón, el miembro más hablador de este pequeño grupo perdido en la estepa, guarda silencio. El contable, un joven que ha visto mucho, que llegó hasta Praga durante la guerra y regresó de allí como un discapacitado del segundo grupo, tamborilea con sus dedos mutilados sobre la tabla limpiamente raspada de la mesa, bajando las pestañas, sonriendo soñadoramente. No es herido de guerra, sino vestido con un follaje verde hirviente, ahora ve sus extensiones nativas con ojos borrosos...
El abuelo Trifón vuelve a perturbar el ambiente general y el silencio. Levanta su mano negra, anudada como una raíz, y dice:
“¡Deténganse, muchachos! Deja de leer, Mikisha. Mañana, cuando llegue por la tarde con combustible, terminaremos este artículo, juntos, y veremos el resto de las fotografías, pero ahora es necesario discutir este asunto”.
“¿Qué más hay que discutir? ¡Todo está claro, directo a la belleza! Abuelo, estás acostumbrado a charlar... dice disgustado el capataz, que desde hace mucho tiempo odia al anciano”.
El abuelo Trifón objeta con calma:
“No soy un trapo en una estaca ni una fina manopla para hablar, quiero decir algo. ¿Cómo no hay nada que discutir? No ves nada más allá de tus tractores, sólo estás pegado a ellos, pero aquí tienes que comprender todo de antemano, todo tal como es, ¡hasta la piel!”
“Bueno, ¿qué hay que comprender?”, pregunta impaciente uno de los trabajadores del remolque.
Entre otras cosas, el abuelo Trifón también es un escéptico: hace una pausa significativa, mira a los presentes con ojos asustados y pregunta en un susurro siniestro:
“¿Qué pasa con el departamento financiero?”
“¿Qué pasa con el departamento financiero? ¿Qué tiene que ver el departamento financiero con esto?” pregunta el capataz a su vez, y lo mira con ojos asombrados.
De color púrpura por la risa, el conductor de tractor Nikonov dice:
“Tú, abuelo Trifón, deberías ser sólo el Ministro de Guerra en América... Por alguna razón lo estás mirando, por alguna razón estás empezando a hablar. ¿Por casualidad eres el equivocado?... ¿Estás loco?”
“Si hubiera empezado, hace mucho tiempo que no habría ventana en su carruaje, y ya hace mucho que estaría corriendo como un cachorro flaco en una feria, no peor que este ministro”. “Y veremos quién de ustedes y de mí es peor y más apto para un puesto ministerial en esa América”, responde amablemente el anciano y, volviéndose hacia el capataz, le dice apasionadamente: “¿Qué tiene que ver el departamento financiero con el plan? ¿Es solamente una pregunta?”
“Y sin embargo: el año pasado me llamaron al consejo del pueblo, el agente del departamento financiero me preguntó: ¿Cuántos árboles hay en tu jardín, papá?. Pero la peste los conoce, le digo, ve y cuéntalos tú mismo. No estaba orgulloso, vino la comisión, contó todos los árboles, el agente del departamento financiero dijo: Cada árbol frutal de hueso, bueno, un ciruelo o alguna otra cereza, cuatro de ellos se consideran una centésima parte de la tierra de pago, y cada pepita árbol, ya sea un manzano o un peral, por un árbol, una centésima.
Esto, le digo, es incluso incomprensible para la mente cómo se puede hacer. Por un lado, hay instrucciones de plantar jardines y, por otro, pagar por cada árbol, pero estos árboles no me darán ningún beneficio, como la leche de cabra. Ya me pregunto: ¿no se debería talar algunos árboles?”
Desde la litera, desde un rincón poco iluminado, se escucha una voz:
“¡Vaya al grano, abuelo!”
“Ya está muy cerca. Al principio me alegré mucho cuando oí hablar de setecientos mil jardines y estanques, pero luego me quedé desconcertado. Bueno, los estanques son un asunto diferente, allí no se puede cobrar una carpa cruzada, solo se le puede raspar la cáscara, pero los jardines... Aquí, muchachos, necesitan comprender algo con la mente... ¿Y qué? sobre el ministro más importante del departamento financiero de Moscú, su apellido es así... Lo olvidé, Dios bendiga mi memoria... Después de todo, lo leí en un periódico recientemente, pero lo olvidé...”.
“¿Zverev?” sugiere el contador.
“Así es, ese es el nombre. ¿Y si a este mismo camarada Zverev se le ocurre un truco y evita gravar los setecientos mil jardines, entonces qué? Pero allí están todos los árboles, ya sean de fruta de pepita o de hueso, ¡esto no es un olmo retorcido ni un euonymus con una verruga!”
“¡Qué persona tan dañina eres, abuelo Platonich!” exclama el contador irritado y golpea la revista con ira, “Siempre estás inventando algún tipo de tontería, arruinando el interés...”
El anciano claramente ofendido se levanta en toda su altura y su voz retumba bajo el techo bajo del remolque.
“¿Qué hice? Dije que este asunto debe ser comprendido y discutido a fondo por todas partes. ¿Y qué haces, apuñalándote como a un erizo y cerrándome la boca? ¿Entiendo menos que tú? He vivido setenta y dos años... ¿y entiendo menos? ¡No importa cómo sea! Y diré esto: debe enviar una carta desde la granja colectiva al camarada Zverev, y escribir en la carta: ¿qué piensa sobre los jardines? Escriba con anticipación, sin ninguna ocultación, y con toda honestidad, ¿qué impuesto cree que tenemos que pagarles? Él me responderá cordialmente y eso tendrá sentido. Si el impuesto es razonable, adelante, muchachos, planten una piedra y una semilla”.
“Nos las arreglaremos sin la carta”, dice con decisión uno de los conductores del tractor. “Si recogemos fruta de las zonas forestales, pagaremos el impuesto, no nos empobreceremos y no tiene sentido mover la cola... Tú, abuelo, estás acostumbrado a doblar la espalda toda a la antigua usanza...”
“¡Vete al infierno!” Finalmente, sin paciencia, el anciano ofendido truena y, sacando su bufanda de la litera por la manga, se la pone y se dirige a la salida.
En la puerta se encuentra con dos conductores de tractores retrasados. Basándose en su amplia curva de hombros de Vasili, se adivina fácilmente en uno de ellos, al segundo, obviamente, es Fedor. Tiene un bigote negro elegantemente rizado y ojos marrones risueños. Alejándose del anciano de pasos amplios, dice en un bajo sordo:
“¿Has vuelto a ofender a Trifón Platónovich? ¿Quizás volvió a hacer algo raro y lo ofendiste? Es como si le saliera humo de la nariz por la ira...”
“Eh, perrito estúpido, ¿tú también vas para allá?” dice el viejo mientras se va dando un portazo.
Fedor se ríe y me guiña un ojo:
“Aquí es aburrido si no hay parientes, los reemplaza el abuelo. Un abuelo terriblemente meticuloso, es un clavo en cada agujero. Ninguna conversación está completa sin él”.
El capataz, gimiendo, se quita los zapatos, se limpia cuidadosamente las botas con un trapo aceitoso y, levantando la cabeza, dice:
“El impuesto son simples bagatelas, lo principal es: ¿nos permitirán los diferentes Truman completar esta gran obra, transformar la naturaleza a nuestra manera? ¡Están tan enojados que se están preparando para la guerra y con tanta diligencia que incluso sus ministros se están volviendo locos por el esfuerzo!”
“¿De verdad le tienes miedo a la guerra?” el mecánico sonríe.
“¿Y a qué carajo debería tenerle miedo? ¡Que tengan miedo! Querían ganarnos, querían ganarnos, nos iban a ganar…”
“¡Y nosotros mismos no éramos tímidos, lo estábamos esperando!” canta la gruesa voz de bajo de alguien desde el otro extremo de las literas.
“El que tiene miedo es aquel al que el miedo le rasca los talones, el que se asoma a las ventanas sin pantalones, como este Forrestal. Pero mi trabajo es pequeño: ¡me metí en los “treinta y cuatro” y doy vida, como antes se la daban a los alemanes!” El capataz sonríe y entrecierra los ojos. “¡Y qué clase de coches surgieron después de la guerra!..”
El koljosiano (campesino colectivo), que había estado en silencio todo el tiempo, pregunta vacilante:
“¿Qué tipo de moda es esta en Estados Unidos? ¿Por qué este ministro desnudo saltó por la ventana? No escuché nada”.
“Por la noche se le ocurrió que el Ejército Rojo había entrado en América, así que se tiró desnudo por la ventana”, explica condescendientemente el mecánico. “Para ellos, estos guerreros, son famosos. Ellos mismos amenazan, pero ya de antemano empiezan a orinarse, y sus pantalones se quedan sin tirantes…
Durante la Guerra Civil hubo un látigo así: el general blanco Guselshchikov. Amenazó con matar a todos los bolcheviques. Bueno, queríamos tocarlo para ver cuál es su resistencia a un interrogatorio. En invierno, por la noche, el reconocimiento del regimiento se apresuró a llegar al pueblo de Ust-Jopérskaya, y él y su cuartel general durmieron borrachos allí, no esperaron a sus queridos invitados... ¡Tampoco tuvo tiempo de ponerse los pantalones! Montó a caballo treinta millas en el frío vistiendo sólo en calzoncillos. ¡No pudieron alcanzar al hijo de puta!”
“¿Probablemente quedó congelado, pobrecito?”, pregunta Fiodor con fingido arrepentimiento.
“Y después de eso no volví a hablar… con su esposa”. El mecánico hace un gesto con la mano y, ante la risa general, también comienza a quitarse los zapatos.
Mientras se preparan para dormir, hablan durante mucho tiempo sobre los éxitos del Ejército Popular de Liberación de China, sobre el Congreso Mundial por la Paz, sobre la situación en Indonesia, sobre el clima y sobre el hecho de que todavía están por delante de la región vecina, es la competencia socialista, pero se desconoce qué pasará con la limpieza. Poco a poco las voces se van apagando.
Salgo del remolque. Me tomó un mes laboral y las estrellas parecen hacerse más grandes. Sobre la estepa se oye el mismo zumbido constante de los motores de los tractores, y sobre Kamenny Log, donde los matorrales de espinos florecen exuberantemente, se oye el sonido atronador y hechizante de los ruiseñores.
* * *
Después de haber sobrevivido a las pruebas más terribles de las guerras, las más duras, y haber adquirido una fortaleza del acero de damasco, nuestro pueblo trabaja desinteresadamente en los bosques de las nuevas construcciones, en las fábricas y minas, en los interminables campos agrícolas colectivos, en las fábricas, y en los laboratorios, trabajan en nombre de la paz, en nombre de su felicidad y de la felicidad de las generaciones.
Miles de nuestros jóvenes, hombres y mujeres, a quienes el partido y el gobierno soviético han abierto de par en par las puertas de las universidades, institutos y escuelas secundarias, absorben con avidez conocimientos, esforzándose por convertirse en constructores activos de una sociedad comunista, y reemplazar a aquellos que construyeron el socialismo y abandonaron el trabajo pacífico con las armas en las manos, y con devoción desinteresada, y coraje en el corazón para defender la libertad de la patria socialista de los numerosos enemigos.
Por boca de su gobierno, nuestro pueblo ha declarado reiteradamente su constante deseo de paz. A lo largo de muchos años, nuestro gobierno ha planteado repetidamente la cuestión del desarme general. Pero hace tiempo que se sabe que la paz sólo la necesita la humanidad trabajadora, y no aquellos que obtienen miles de millones de dólares en ganancias con la producción de medios de destrucción, con la sangre de la gente corriente. Los monopolistas estadounidenses y sus amigos en Europa necesitan la guerra como el aire y la sangre humana como el agua.
Se están quedando ciegos de rabia, mirando desde el otro lado del océano el poder inquebrantable y cada vez mayor de nuestro Estado, tiemblan de rabia al escuchar el paso victorioso del Ejército Popular de Liberación de China.
Están sumidos en una ira sorda e impotente por los éxitos de los países de democracia popular que avanzan con confianza hacia el socialismo, y sus corazones están llenos de un odio negro hacia todo lo vivo, orgulloso y honesto: hacia los pueblos amantes de la libertad de Grecia, Indonesia. Vietnam, para aquellos que, sangrando, luchan heroicamente por su independencia, a quienes, por mucho que quieran, no pueden esclavizar ni estrangular.
Pero los capitalistas tienen un miedo verdaderamente animal e indestructible a los pueblos de sus países, a su conciencia y actividad políticas en constante crecimiento. Tienen un miedo mortal a su gente común, porque saben qué la mano castigadora los tomará por el cuello, cuando llegue la hora del ajuste de cuentas por todas sus innumerables atrocidades diabólicas. Y se apresuran a la guerra para retrasar su muerte y el inevitable colapso de su sistema depredador, cubierto por la hoja de parra de la “democracia”, al menos por un corto período de tiempo, tienen prisa con la vana esperanza de que, desangrados en una futura guerra, los pueblos se calmen y no les exijan respuestas.
¡Vana esperanza! Espero que eso no valga la pena. Quien quiera pensar seriamente en el futuro no debe olvidar el pasado, y en la pantalla del pasado, las sombras de Mussolini, colgadas cabeza abajo, y de otra manera, pero también ahorcadas, siguen ennegreciéndose los líderes de la Alemania de Hitler.
Las heridas infligidas por la guerra aún sangran en los cuerpos de los pueblos, la mente brillante y las manos callosas de los verdaderos dueños de la tierra aún no han recreado todo lo que la guerra destruyó, las lágrimas en los ojos de madres y viudas no se han secado, y nuestros niños todavía sueñan con apagones nocturnos desesperados y el estruendo arrollador de los bombardeos…
Y los magnates de Wall Street ya tienen una vez más atada al cuello, una correa fina y apretada de muerte. Las anchas puntas de sus botas de soldado golpean sus espinillas secas y sus cuencas vacías miran ciegamente los pacíficos tejados de las ciudades y pueblos del mundo.
Los fabricantes de armas estadounidenses e ingleses anhelan guerras continuas que generen para ellos y sus familias no lágrimas ni sufrimiento, sino fuentes inagotables de ingresos. Y ahora ya se han puesto en acción resortes evidentes y ocultos que empujan a los pueblos hacia una nueva guerra mundial. Se están inventando medios monstruosos para exterminar a millones de personas, se gastan miles de millones de dólares pertenecientes a las masas trabajadoras para armar ejércitos. Se firman pactos dirigidos contra nuestro país y las democracias populares, se incitan a la histeria de guerra a través de la prensa prostituida y de la radio corrupta, se incitan a la histeria de guerra. Y ahora los tontos periodistas estadounidenses ya se jactan, promocionando en su prensa un dibujo que representa al famoso Tío Sam, extendiendo sus manos a través del océano hacia Moscú y otras ciudades de nuestra patria. Debajo del dibujo hay una elegante inscripción: “¡Así de largos son los brazos del tío Sam!”,
Los cretinos satisfechos de sí mismos se enorgullecen, sin saber en su ignorancia, que desde tiempos antiguos era costumbre entre nosotros actuar así: con brazos largos sólo los mendigos se paraban en el pórtico de la iglesia, pidiendo limosna, y entonces a los pobres y miserables en los viejos tiempos, se les permitía trabajar, ¡Haga esto! Por eso, desde tiempos inmemoriales, formidables guerreros con brazos largos, acababan así con esta ralea, rastrillando sus brazos hasta los hombros.
Hace mucho tiempo, inmediatamente después del final de la Segunda Guerra Mundial, la reacción estadounidense lanzó un grito pidiendo la guerra contra la Unión Soviética, y la escoria de las naciones y sus líderes fueron pisoteados obedientemente bajo las banderas negras de los ladrones de Wall Street. ¡Y quién no está en las filas de esta repugnante procesión, realizada descaradamente delante de toda la humanidad!
Pero, como corresponde a un país capitalista rico, los más ricos acaparadores en esta reunión de lascivia y vileza humana, son los belicistas de ultramar: generales muy beligerantes que han luchado muy poco o nada en absoluto, y que con la misma facilidad se convierten en diplomáticos como algunos banqueros en ministros. Un grupo muy unido de escritores, de galgos corruptos en las proas del jefe cazador Hearst, liderados por Baruch, como misántropos sombríos, los científicos nucleares, están listos para quemar el mundo entero, pero temblando temerosamente por sus despreciables pieles, tipos que tendrían que estar en los zoológicos como Cannon, y no muy diferentes a los togas del Ku Klux-klan, pseudocientíficos y congresistas fascistas, que no han estudiado nada más que jugar al fútbol americano...
El dólar que parpadea débilmente sirve como estrella guía para todos ellos, no tienen otra luminaria en la vida, y un sentimiento los impulsa: el odio ardiente hacia el país del socialismo, hacia su pueblo que despierta a los demás pueblos.
Y el último, en la retaguardia de esta ominosa procesión, está atacando con la confianza en este apoyo, el hijo adoptivo de Mussolini y Hitler: el general falangista Francisco Franco. Ahora ya no se siente un paria de la humanidad civilizada: no esconde sus manos, manchadas con la sangre del pueblo español, ya no se esconde de la luz del día, y ¿vale la pena esconderse si los “demócratas” angloamericanos abiertamente, permiten cometer adulterio descaradamente con él, imponiendo la política fascista en su estado?
Y en el lejano Vaticano, la débil mano del jefe de la Iglesia católica ya está levantada: con lágrimas de hipócrita, el “Santo” Papa bendice todo este sábado un aquelarre de brujas, para la próxima “cruzada” contra nuestra patria, contra el comunismo, la única esperanza de la humanidad trabajadora en todo el mundo.
Pero las fuerzas detrás de la paz son grandes y poderosas. Crecen y se fortalecen cada día.
¿Qué, además de una guerra de exterminio, prometen a la humanidad los patrones capitalistas, y sus mercenarios? Hambre, pobreza, sufrimientos incalculables, y desastres.
El recién nombrado ideólogo fascista William Vogt, en su libro "El camino a la salvación", escribe con cinismo y fariseísmo sin igual que Estados Unidos está supuestamente superpoblado, que 45 millones de estadounidenses que son, de hecho, bocas extras en la mesa "paternal" del Tío Sam. No sólo eso, cree que el mundo entero está superpoblado, de ahí la conclusión: las guerras, las epidemias, las esterilizaciones son necesarias, todo lo que contribuya a la reducción de la población.
Misántropo y asesino, cree que “la peor tragedia para China ahora sería una reducción de la mortalidad demográfica”, que “el hambre en China no sólo es deseable, sino también necesaria”.
Mientras que el pensamiento inquisitivo de las mejores mentes de la humanidad tiene como objetivo prolongar la vida humana, salvarla de enfermedades que llevan prematuramente a la tumba a innumerables víctimas, Vogt, ese despreciable degenerado fascista, cree que los médicos, “salvando a la gente de la muerte”, cometen un crimen de los que "son responsables por prolongar la vida de millones de personas empobrecidas". Propone pagar una pequeña suma de dinero a cualquiera, especialmente a los hombres, que acepten "una simple operación con fines de esterilización". Él cree que por unos pocos centavos, los desempleados hambrientos y los trabajadores con profesiones mal pagadas en los países capitalistas, aceptarán la castración.
En el repugnante libro de Vogt, el colmo de la desvergüenza y la burla de los sentimientos humanos es su propuesta de que las Naciones Unidas deberían emprender la esterilización de los pueblos.
Y no en vano el prólogo del libro de Vogt fue escrito por otro misántropo, el científico atómico Baruch. Fue él quien dijo un año después del final de la Segunda Guerra Mundial: “El mundo parece hermoso durante los años salvajes de la guerra, pero se vuelve casi odioso cuando la guerra termina”. En un momento, como se sabe, Baruch fue el representante estadounidense en la Comisión de Control de la Energía Atómica de las Naciones Unidas, y ahora, probablemente, no le importaría liderar el control sobre la castración de la humanidad.
El libro de Vogt es útil porque abre los ojos de las personas corrientes de América y Europa, de las verdaderas intenciones de aquellos que todavía, charlando sobre su imaginario amor por la paz, tramando planes idiotas para dominar el mundo, aquellos que apoyan a Vogt, Baruch y similares.
El libro de Vogt es tan útil como el discurso en el Congreso americano del caníbal Cannon, que cree ingenuamente que la juventud de Europa dará su vida por los intereses de los imperialistas.
Los tiempos de los Landsknecht han terminado, y ni el guiso de lentejas, ni el guiso de cerdo pueden comprar la sangre y el honor de los pueblos de Europa.
Durante la Primera Guerra Mundial, los capitalistas estadounidenses obtuvieron 3.800 dólares de ganancias por cada soldado muerto en la guerra. Durante la Segunda Guerra Mundial, sus ganancias aumentaron enormemente.
En un esfuerzo por iniciar una nueva guerra, cuentan obtener ganancias aún mayores. Pero todo joven a quien los monopolistas intentan vestir con el uniforme de asalariado, lo pensará tres veces, si debería ir a la guerra y dar su vida por los intereses de Wall Street, que aún, no se ha saciado de la sangre de otros.
En respuesta a los belicistas de todo el mundo, la poderosa voz de los pueblos enojados ya retumba: “¡Queremos paz, no guerra!”
En nombre de seiscientos millones de personas progresistas, representantes de todas las naciones, declararon desde la tribuna del Congreso Internacional por la Paz, que lucharían por todos los medios contra el estallido de la guerra.
Detrás de cada delegado que habló en el congreso, había millones de personas comunes y corrientes de diferentes países del mundo. El delegado de los mineros escoceses, John Wood, dijo: "Queremos la paz para reconstruir nuestros países. Pero que los imperialistas no se equivoquen. Los pueblos que estuvieron representados en el congreso no son una masa sumisa, sino una fuerza dinámica. Están listos para resistir la ofensiva imperialista, confiados en que “las fuerzas de la paz son más fuertes que las fuerzas de los imperialistas y, por tanto, se puede asegurar la paz”. Y ésta era la verdadera voz del pueblo inglés.
Marcel Fourier escribió en el periódico Libération: “La organización de la paz ha comenzado. Se ha creado una organización permanente para la defensa de la paz, después del maravilloso congreso en el Pleyel Hall, después de la inolvidable manifestación al estadio, nadie puede negarlo, que ha surgido en el mundo un movimiento internacional en defensa de la paz. La voluntad de los pueblos es hacer de la paz una realidad." Y ésta era la voz del pueblo francés.
Los imperialistas angloamericanos quieren sacrificar las vidas de la generación más joven por sus propios objetivos egoístas. Pero la delegada del Congreso Kitty Hookham dijo: “En nombre de la Federación Mundial de Juventudes Democráticas, que une en sus filas a 50 millones de hombres y mujeres jóvenes que luchan contra la guerra, por una vida mejor, en nombre de la juventud democrática en lucha, de España y Grecia; en nombre de la juventud de los países coloniales, en nombre de toda la juventud democrática del mundo: declaramos solemnemente que aplicaremos toda nuestra energía, toda nuestra fuerza para la victoria de la paz, para la victoria de la democracia y la independencia de todos los pueblos."
El Congreso de la Paz de París demostró el enorme poder conquistador del frente democrático y por eso, su reacción en todos los sentidos fue tan aterradora.
El Congreso Mundial por la Paz en París fue la plataforma desde la cual se escuchó la voz de personas de todas las razas y naciones, unidas por un deseo común: salvar al mundo y a la civilización de los caníbales modernos, que se diferencian de los caníbales del pasado sólo en su tecnología mejorada de exterminio humano.
Los belicistas son un pequeño grupo de personas. Cuanto más avanzan, más sienten su aislamiento moral. Se ven obligados a ocultar sus verdaderos planes, maniobrar, calumniar y volverse sofisticados en intentos fraudulentos de presentarse como la parte defensora.
Este truco no es su invención. Fue sacado del arsenal de los agresores derrotados. La humanidad aún no ha olvidado que los Hitler, Mussolini y Tojo que iniciaron la Segunda Guerra Mundial también, bajo la apariencia de gritos histéricos sobre la necesidad de defenderse del llamado “Peligro Rojo”. Estas técnicas no salvaron a los agresores del pasado. No salvarán a los contendientes modernos por la dominación mundial.
Los agresores temen la paz porque el desarrollo pacífico de la humanidad avanza en una determinada dirección, hacia el comunismo.
Los agresores temen a los pueblos porque los pueblos no quieren sacrificarse a los planes depredadores y a la codicia de los magnates del capital.
El Congreso de París y los congresos nacionales por la paz, que demostraron la fuerza del frente de paz, provocaron un sentimiento de confusión entre los belicistas.
Los imperialistas angloamericanos están tratando de ocultar su debilidad con publicidad difundida sobre bombas y unidades atómicas. Esperan intimidar a los débiles de corazón.
¡Vanas esperanzas! El campo de la paz, la democracia y el socialismo confía en su fuerza. Mira con audacia su mañana histórico.
Vemos cómo se multiplican las filas de los luchadores por la paz. Conscientes de su poder, se convertirán en una barrera insuperable en el camino de los belicistas, podrán frenar las manos criminales que levantan la espada despiadada de la guerra sobre el mundo.
El Occidente capitalista moribundo está envuelto en la oscuridad de la fatalidad. Pero para los trabajadores de todos los países, es el amanecer de la libertad y la felicidad, en el Este resplandece con una brillante luz de esperanza.
La luz vencerá a la oscuridad. Y unida por lazos de amistad y hermandad, la humanidad dirá:
"¡Viva el sol, que desaparezca la oscuridad!"
Escrito en 1949.
Especialmente esclarecedor es el siguiente relato, sobre la conciencia del pueblo que resiste a la opresión y al nazismo.
La ciencia del odio
En la guerra, los árboles, como las personas, tienen cada uno su propio destino. Vi una enorme zona de bosque aislada por nuestro fuego de artillería. Los alemanes, expulsados del pueblo de S., se habían fortificado recientemente en este bosque. Pensaban quedarse aquí, pero la muerte los cortó junto con los árboles. Bajo los troncos de pino caídos yacían soldados alemanes talados, sus cuerpos destrozados se pudrían en los helechos verdes, y el aroma resinoso de los pinos astillados por los proyectiles no podía ahogar el hedor sofocante, empalagoso y acre de los cadáveres en descomposición. Parecía que incluso la tierra, con los bordes marrones, chamuscados y duros de los cráteres, exudaba el olor de una tumba.
La muerte reinó majestuosa y silenciosamente en este claro, creado y excavado por nuestros proyectiles, y solo en el centro del claro había un abedul milagrosamente conservado, y el viento sacudió sus ramas, heridas por fragmentos, y susurró en los jóvenes, hojas brillantes y pegajosas.
Pasamos por un claro. El mensajero del Ejército Rojo que iba delante de mí tocó ligeramente con la mano el tronco de abedul y preguntó con sincera y afectuosa sorpresa:
“¿Cómo sobreviviste aquí, querido?”
Pero si un pino muere a causa de una explosión, cae como si lo hubieran cortado, y en el lugar del corte solo queda una copa en forma de aguja que gotea resina, mas entonces el roble se enfrenta a la muerte de manera diferente.
En primavera, un proyectil alemán alcanzó el tronco de un viejo roble que crecía en la orilla de un río sin nombre. Un enorme agujero rasgado secó los subárboles, pero la segunda mitad, doblada por el hueco hacia el agua, cobró vida milagrosamente en la primavera y se cubrió con hojas frescas. Y hasta el día de hoy, probablemente, las ramas inferiores del roble lisiado se bañan en agua corriente, y las superiores todavía extienden con avidez sus hojas cinceladas y apretadas hacia el sol...
* * *
Alto, ligeramente encorvado, con los hombros anchos levantados como los de una cometa, el teniente Gerásimov se sentó a la entrada del refugio y habló en detalle sobre la batalla de hoy, sobre el ataque de los tanques enemigos, que el batallón había rechazado con éxito.
El rostro delgado del teniente estaba tranquilo, casi impasible, sus ojos inflamados se entrecerraron de cansancio. Hablaba de una forma entrecortada, cruzando de vez en cuando, sus dedos grandes y nudosos, y este gesto, que tan elocuentemente transmitía un dolor silencioso o un pensamiento profundo y doloroso, no encajaba extrañamente con su figura fuerte y su rostro enérgico y valiente.
Pero de repente se quedó en silencio y su rostro se transformó instantáneamente: sus mejillas oscuras se pusieron pálidas, las sombras rodaron debajo de sus pómulos y sus ojos, intensamente dirigidos hacia adelante, brillaron con un odio tan feroz e insaciable que involuntariamente me volví en la dirección de su mirada, y vi a los que caminaban por el bosque desde el frente, al borde de nuestra defensa, tres alemanes capturados y detrás, un soldado del Ejército Rojo que los escoltaba con una túnica de verano descolorida, casi blanca por el sol, y una gorra empujada hasta la nuca...
El soldado del Ejército Rojo caminaba lentamente. El rifle se balanceaba rítmicamente en sus manos y la punta de la bayoneta brillaba al sol. Y los alemanes capturados caminaban con la misma lentitud, moviendo los pies de mala gana, calzados con botas cortas untadas con arcilla amarilla.
El alemán que iba delante, un anciano de mejillas hundidas, cubierto de una espesa barba de castaño, llegó a la altura del claro. Lanzó una mirada hosca y lobuna en nuestra dirección, se dio la vuelta y mientras caminaba se enderezó el casco que colgaba del cinturón. Y entonces el teniente Gerásimov impulsivamente se levantó de un salto y con voz aguda y ladradora le gritó al soldado del Ejército Rojo:
“¿Estás de paseo con ellos? ¡Aumenta el ritmo! ¡Condúcelos rápido, te lo ordeno!..”
Al parecer quería gritar algo más, pero se ahogó de emoción y, volviéndose bruscamente, corrió escaleras abajo hasta el refugio. El instructor político que estuvo presente durante la conversación, respondiendo a mi mirada de sorpresa, dijo en voz baja:
“No se puede hacer nada, nervioso. Fue capturado por los alemanes, ¿no lo sabes? Hablaste con él alguna vez. Experimentó muchas cosas allí, y después de eso, ya no puede ver a nazis, ¡sólo a nazis vivos! Mira a los muertos sin nada de compasión, diría yo, incluso con placer, pero ve a los prisioneros y o cierra los ojos y se sienta pálido, y sudoroso, o se da vuelta, y se va”.
El instructor político se acercó a mí, me pasó en un susurro una frase...
“Tuve que caminar con él dos veces para atacar. Tiene la fuerza de un caballo, y deberías ver lo que hace... He visto todo tipo de cosas, pero la forma en que empuña la bayoneta y la culata, sabes, ¡da miedo!
* * *
Por la noche, la artillería pesada alemana disparó de manera hostigadora. Metódicamente, a intervalos regulares, se escuchó un disparo desde lejos, unos segundos después, sobre nuestras cabezas, en lo alto del cielo estrellado, se escuchó el chirrido férreo de un proyectil, el aullido creció, y se alejó, y luego extalló en algún lugar detrás. Nosotros, en dirección a la carretera por la que durante el día los coches circulaban densamente, llevando municiones al frente, las llamas brillaban como relámpagos amarillos y la explosión sonaba atronadora.
En los intervalos entre disparos, cuando reinaba el silencio en el bosque, se podía oír a los mosquitos cantando sutilmente y llamándose tímidamente en el pantano vecino, perturbados por los disparos.
Nos tumbamos bajo un avellano y el teniente Gerásimov, espantando los mosquitos con una rama rota, hablaba lentamente de sí mismo. Transmito esta historia tal como logré recordarla.
“Antes de la guerra trabajaba como mecánico en una de las fábricas de Siberia occidental. Fue reclutado por el ejército el 9 de julio del año pasado. Mi familia está formada por una esposa, dos hijos y un padre discapacitado. Pues bien, en la despedida, como era de esperar, la esposa lloró y dijo palabras de despedida: “Defiende firmemente a tu patria y a nosotros, si es necesario, da tu vida, y para que la victoria sea nuestra”. Recuerdo que entonces me reí y le dije: “¿Quién eres tú para mí, una esposa o una agitadora familiar? Yo también soy grande y en cuanto a la victoria, ¡se la quitaremos a los fascistas enseguida, no te preocupes!”
“El padre, por supuesto, es más fuerte, pero esta vez estaba compungido”. “Mira”, me dijo, “Víctor, el apellido Gerasimov no es un apellido simple. Eres un trabajador hereditario: tu bisabuelo trabajó para Stróganov durante cientos de años. Puedes ser de hierro en esta guerra. El poder es tuyo…. Ella te mantendrá en su recuerdo como comandante de reserva, como antes de la guerra, pues debes golpear duro al enemigo”.
"Así se hará, padre".
“De camino a la estación pasé por el comité distrital del partido. Nuestro secretario era una persona muy seca y racional... Bueno, creo que si mi esposa y mi padre me animaban a partir en este viaje, este no me defraudariá en absoluto, pronunciaría una especie de discurso durante media hora, ¡indefectiblemente hablando de la movilización! Pero todo resultó al revés. "Siéntate, Gerásimov", dijo mi secretario, "nos sentaremos un minuto delante de la carretera, según la antigua costumbre".
Nos sentamos un rato, nos quedamos en silencio, luego se levantó y vi que sus gafas parecían sudar... “¡Creo en los milagros que están sucediendo estos días!” Y el secretario añade: “Todo está claro y comprensible, camarada Gerasimov, te recuerdo así, cuando llevabas hasta las orejas el gorro y una corbata de pionero, luego te recuerdo como un Komsomol, también te conozco como comunista desde hace diez años. ¡Vaya a vencer a esos bastardos sin piedad! La organización del partido depende de tus expectativas”.
“Por primera vez en mi vida besé a mi secretario y, Dios sabe, entonces no me pareció tan loco como antes...
Y me sentí tan reconfortado por su sinceridad, que salí del comité de distrito alegre y entusiasmado.
Y luego mi esposa me hizo gracia. Usted mismo comprende que acompañar a su marido al frente no es divertido para ninguna esposa. Bueno, mi esposa, por supuesto, también estaba un poco confundida por el dolor, seguía queriendo decir algo importante, pero había una corriente de aire en su cabeza, todos sus pensamientos volaron. Y ahora con el tren ya ha arrancado, y ella camina junto a mi vagón, no me suelta la mano y rápidamente dice”:
“Mira, Vitia, cuídate, no te resfríes allí en el frente”. “De qué estás hablando”, le digo, “Nadia, ¿qué estás diciendo? Nunca me resfriaré. El clima allí es excelente y muy moderado”. Y fue amargo para mí separarme, y me sentí más feliz por las dulces, y estúpidas palabras de mi esposa. Pero la maldad se apoderó de los alemanes. Bueno, creo que los vecinos traidores nos han tocado, ¡ahora espera! ¡Te inocularemos su veneno el primer día!
Gerasimov permaneció en silencio durante varios minutos, escuchando el fuego de ametralladora que estallaba en la línea del frente, luego, cuando el tiroteo cesó tan repentinamente como había comenzado, continuó:
“Antes de la guerra, nuestra planta recibía coches de Alemania. Al ensamblar, solía palpar cada pieza cinco veces, inspeccionarla desde todos los lados. No se podía decir nada: estas máquinas fueron creadas por manos inteligentes. Leí y amaba los libros de escritores alemanes y de alguna manera me acostumbré a tratar al pueblo alemán con respeto. Es cierto que a veces era una pena que un pueblo tan trabajador y talentoso tolerara al más vil régimen de Hitler, pero al final era asunto suyo. Entonces comenzó la guerra en Europa Occidental...
Entonces voy al frente y pienso: los alemanes tienen una formación fuerte, el ejército también es increíble. Maldita sea, es incluso interesante pelear con un oponente así y romperle los costados. En 1941, nosotros tampoco éramos extraños. Francamente, no esperaba mucha honestidad de este enemigo (qué clase de honestidad hay cuando se trata del fascismo), pero nunca pensé que tendría que luchar contra un bastardo sin escrúpulos como resultó ser el ejército de Hitler. Bueno, hablaré más sobre eso, adelante...
A finales de julio nuestra unidad llegó al frente. Entramos en la batalla temprano en la mañana del día 27. Al principio, como algo nuevo, daba un poco de miedo. Nos golpearon duramente con morteros, pero al anochecer nos acostumbramos un poco y les dimos un puñetazo en los dientes, echándonos de una aldea. En la misma batalla capturamos a un grupo de unos quince prisioneros. Recuerdo como esos de ahora: los trajeron asustados, pálidos. En ese momento, mis soldados se habían calmado después de la batalla, así que cada uno llevó todo lo que pudo a los prisioneros: algunos con una olla de sopa de repollo, otros con tabaco o cigarrillos, otros con té. Les dan palmaditas en la espalda y les llaman “camaradas”: ¿por qué luchan, camaradas?
Y un oficial de personal examinó y miró esta conmovedora imagen, y dijo: “Estás babeando con estos “amigos”. Aquí todos según vosotros son camaradas, pero deberíais ver qué están haciendo estos camaradas allí, detrás de la línea del frente, y cómo están atendiendo a nuestros heridos y a los civiles." Dijo, como si nos hubiera echado una tina de agua fría, y se fue.
Pronto pasamos a la ofensiva y realmente vimos suficiente... Pueblos incendiados, cientos de mujeres, niños, ancianos ejecutados, cadáveres mutilados de soldados capturados del Ejército Rojo, mujeres, niñas y adolescentes violadas y brutalmente asesinadas...
Una en particular quedó en mi memoria: tenía unos once años, aparentemente iba a la escuela. Los alemanes la atraparon, la arrastraron al jardín, la violaron y la mataron. Yacía sobre cáscaras de patatas trituradas, era una joven pequeña, casi una niña, y por ahí había cuadernos de notas y libros de texto manchados de sangre... Tenía la cara terriblemente despedazada con un cuchillo de carnicero y en la mano sostenía una mochila abierta, como si fuera a la escuela. Cubrimos el cuerpo con una gabardina y nos quedamos en silencio. Luego los combatientes se dispersaron con el mismo silencio, y yo me puse de pie y, recuerdo, que con un frenesí, susurré: "Barkov, Polovinkin. Libro de texto de geografía física para la escuela secundaria y preparatoria". Leí esto en uno de los libros de texto que estaban tirados en la hierba y este libro de texto me resulta familiar. Mi hija también estaba en quinto grado.
No estaba lejos de Ruzhin. Y cerca de Skvira, en un barranco, nos encontramos con un lugar de ejecución, donde fueron torturados los soldados capturados del Ejército Rojo. ¿Has estado alguna vez en una carnicería? Bueno, así era este lugar... De las ramas de los árboles que crecían a lo largo del barranco, colgaban torsos ensangrentados, sin brazos, sin piernas, con la mitad de la piel arrancada... Ocho personas fueron asesinadas en un fusilamiento por separado, en un montón en el fondo del barranco. Allí era imposible entender quién de los torturados pertenecía a qué, simplemente había un montón de carne picada en trozos grandes, y encima, en una pila, como platos colocados uno sobre otro, ocho gorras del Ejército Rojo...”.
“¿Crees que es posible contar con palabras todo lo que vi? ¡Están prohibidas las palabras! ¡No existen tales palabras. Tienes que verlo por ti mismo. Y de todos modos, basta ya de todo esto!
El teniente Gerasimov guardó silencio durante un largo rato.
-¿Puedo fumar aqui? Le pregunté.
- Puede. “Humo en la mano”, respondió con voz ronca.
Y encendiendo un cigarrillo prosiguió:
“Entiendes que nos volvimos locos, después de ver de manera harta suficiente todo lo que hicieron los nazis, y no podría haber sido de otra manera. Todos nos dimos cuenta de que no estábamos tratando con personas, sino con unos perros degenerados enloquecidos por la sangre. Resultó que con el mismo cuidado con el que antes fabricaban máquinas y herramientas, ahora están matando, violando y ejecutando a nuestro pueblo. Luego nos retiramos de nuevo, ¡pero luchamos como el infierno!
En mi compañía casi todos los soldados eran siberianos. Sin embargo, defendimos el territorio ucraniano con bastante desesperación. Muchos de mis compatriotas murieron en Ucrania y allí matamos a aún más fascistas. Bueno, nos retiramos, pero les imprimieron buen ánimo”.
El teniente Gerásimov, dando una calada ávida a su cigarrillo, dijo en un tono ligeramente diferente y más suave:
“¡Buena tierra en Ucrania y la naturaleza allí es maravillosa! Cada pueblo y cada aldea nos parecían una familia, tal vez porque, era una tierra sin límites, allí derramamos nuestra sangre, y la sangre, como dicen, forma una familia... Y luego sales de algún pueblo, y te duele, y te duele el corazón, como si estuviera maldito. ¡Fue una lástima, una lástima dolorosa! Nos vamos y no nos miramos a los ojos”.
“...No pensé entonces que los nazis pudieran haberme capturado, pero pensé en que podrían hacerlo. En septiembre fui herido por primera vez, pero seguí en servicio. Y el día veintiuno, en una batalla cerca de Denisovka, región de Poltava, fui herido por segunda vez y capturado”.
“Los tanques alemanes irrumpieron en nuestro flanco izquierdo, seguidos por la infantería. Luchamos para salir del cerco. Ese día mi brigada sufrió pérdidas muy importantes. Dos veces rechazamos ataques de tanques enemigos, quemamos y derribamos seis tanques y un vehículo blindado, matamos a unos ciento veinte nazis en un campo de maíz, luego trajeron baterías de mortero y nos vimos obligados a abandonar el edificio de gran altura donde estábamos, manteniendo la posición desde el mediodía hasta las cuatro. Hacía calor por la mañana. No había ni una nube en el cielo y el sol calentaba tanto que era literalmente imposible respirar. Las minas estaban terriblemente juntas, y recuerdo que tenía tanta sed que los labios de los soldados se pusieron negros de sed, y di la orden con una voz extraña y completamente ronca. Fuimos corriendo por el barranco cuando una mina explotó frente a mí. Parece que logré ver una columna de tierra negra y polvo, y eso es todo. Un fragmento de mina atravesó mi casco, el segundo me impactó en el hombro derecho.
No recuerdo cuánto tiempo estuve inconsciente, pero me desperté por el pisotón de alguien. Levanté la cabeza y vi que ya no estaba en el mismo lugar donde había caído. No tengo el recuerdo pero alguien me había vendado el hombro apresuradamente. Tampoco llevaba el casco en la cabeza. Alguien también me vendó la cabeza, pero el vendaje no estaba asegurado y la punta colgaba sobre mi pecho. Al instante pensé que mis camaradas me arrastraban y me vendaban mientras avanzaban, y esperaba ver a los míos cuando apenas levanté la cabeza. Pero no eran los nuestros los que corrían hacia mí, sino los alemanes. Fue el sonido de sus pies lo que me devolvió la conciencia. Los vi muy claros, como en una buena película. Palpé alrededor con mis manos. No había armas cerca de mí: ni revólver, ni rifle, ni siquiera una granada. Uno de los nuestros me quitó el cargador y el arma”.
“Aquí viene la muerte”, pensé. “¿En qué más estaba pensando en ese momento? Si, necesitas esto para una novela futura, entonces escribe algo propio, pero entonces no tuve tiempo de pensar en nada. Los alemanes ya estaban muy cerca y no quería morir tirado. Simplemente no quería, no podía morir tirado, ¿vale? Reuní todas mis fuerzas y me arrodillé, tocando el suelo con las manos. Cuando corrieron hacia mí, ya estaba de pie. Me puse de pie y me tambaleé, y tenía mucho miedo de que ahora me cayera otra vez y me mataran a puñaladas mientras estaba acostado. No recuerdo ni una sola cara. Se pararon a mí alrededor, diciendo algo y riendo. Dije: “¡Bueno, mátenme ya, bastardos! ¡Mátenme, de lo contrario me caeré!”. Uno de ellos me golpeó en el cuello con la culata de su arma, caí, pero inmediatamente me levanté. Se rieron y uno de ellos hizo un gesto con la mano: adelante. Fui. Tenía toda la cara cubierta de sangre seca, todavía manaba sangre de la herida en mi cabeza, muy caliente y pegajosa, me dolía el hombro y no podía levantar el brazo derecho. Recuerdo que tenía muchas ganas de acostarme y no ir a ningún lado, pero aun así caminé...
No, no quería morir en absoluto y mucho menos permanecer en cautiverio. Con gran dificultad, superando los mareos y las náuseas, caminé, lo que significa que estaba vivo y aún podía actuar. ¡Oh, qué sed tenía! Tenía la boca apelmazada y, mientras caminaba, una especie de cortina negra ondeaba ante mis ojos. Estaba casi inconsciente, pero caminé y pensé: “¡En cuanto me recupere y descanse un poco, me escaparé!”.
“Al borde de la arboleda, todos los que fuimos capturados fuimos reunidos y alineados. Todos eran soldados de la unidad vecina. De nuestro regimiento supuse que sólo dos soldados del Ejército Rojo de la tercera compañía. La mayoría de los prisioneros estaban heridos. El teniente alemán preguntó en mal ruso si había comisarios o comandantes entre nosotros. Todos guardaron silencio. Luego volvió a preguntar: “Los comisarios y oficiales dan dos pasos hacia adelante”. Nadie estaba fuera de servicio.
El teniente caminó lentamente delante de la fila y seleccionó a unas dieciséis personas que parecían judíos. Les preguntó a todos: "¿Yude?", y sin esperar respuesta, les ordenó retirarse. Entre los que seleccionó se encontraban judíos, armenios y simplemente rusos, pero de tez oscura y cabello negro. A todos los llevaron un poco a un lado y les dispararon ante nuestros ojos con ametralladoras. Luego nos registraron apresuradamente y nos quitaron las billeteras y todas nuestras pertenencias personales. Nunca llevé mi tarjeta del partido en la cartera: tenía miedo de perderla. Estaba en el bolsillo interior de mi pantalón y no fue encontrado durante la búsqueda. Aún así, el hombre es una criatura asombrosa: sabía con certeza que mi vida estaba en juego, que si no me mataban mientras intentaba escapar, igualmente me matarían en el camino, ya que debido a la gran pérdida de sangre. Apenas podía seguir el ritmo de los demás, pero cuando terminó la búsqueda y mi tarjeta de miembro se quedó conmigo, ¡me sentí tan feliz que incluso me olvidé de mi sed!
Nos formaron en una columna de marcha y nos condujeron hacia el oeste. A los lados de la carretera había un convoy bastante fuerte en el que viajaban unos diez motociclistas alemanes.
Nos condujeron a un ritmo rápido y mis fuerzas estaban llegando a su fin. Dos veces me caí, me levanté y caminé porque sabía que si me quedaba ahí tirado un minuto más y pasaba la columna, me dispararían ahí mismo, en el camino. Esto le pasó al sargento que caminaba delante de mí. Estaba herido en una pierna y caminaba con dificultad, gimiendo y a veces incluso gritando de dolor. Caminamos como un kilómetro y luego dijo en voz alta: “No, no puedo”. ¡Adiós, camaradas!, y se sentó en medio del camino.
Intentaron levantarlo y ponerlo en pie, pero cayó al suelo. Como en un sueño, recuerdo su rostro joven muy pálido, sus cejas fruncidas y sus ojos húmedos de lágrimas... La columna pasó. Él quedó atrás. Miré hacia atrás y vi cómo el motociclista se le acercaba, sin bajarse del sillín, sacaba una pistola de su funda, se la acercaba a la oreja y disparaba. Cuando llegaron al río, los nazis dispararon a varios soldados más del Ejército Rojo que estaban rezagados.
Y ahora veo un río, un puente destruido y un camión atrapado al costado del cruce, y luego caigo boca abajo. ¿Perdí el conocimiento? No, no lo perdí. Me quedé tendido, con la boca llena de polvo, rechiné los dientes de rabia y la arena crujió entre mis dientes, pero no podía levantarme. Mis camaradas pasaron a mi lado. Uno de ellos dijo en voz baja: "¡Levántate, si no, te matarán!". Comencé a rasgarme la boca con los dedos, a presionarme los ojos para que el dolor me ayudara a levantarme...
Pero la columna ya había pasado y oí el susurro de las ruedas de una motocicleta que se acercaba a mí. ¡Y aún así, me levanté! Sin mirar al motociclista, balanceándome como un borracho, me obligué a alcanzar a la columna y me uní a las últimas filas. Los tanques y los coches alemanes que pasaban por el río agitaban el agua, pero la bebíamos, ese líquido cálido y marrón, y nos parecía más dulce que la mejor agua de manantial. Me mojé la cabeza y el hombro. Esto me refrescó mucho y recuperé mis fuerzas. Ahora podía caminar con la esperanza de no caerme y quedarme tirado en el camino...
Acabábamos de alejarnos del río cuando en el camino nos encontramos con una columna de tanques medianos alemanes. Estaban avanzando hacia nosotros. El conductor del tanque líder, al ver que éramos prisioneros, aceleró a fondo y se estrelló contra nuestra columna a toda velocidad. Las primeras filas quedaron aplastadas, bajo las cadenas. Los guardias de a pie y los motociclistas observaron esta imagen entre risas, gritaron algo a los tanquistas que se asomaban por las escotillas y agitaron los brazos. Luego nos pusieron en fila nuevamente y nos llevaron a un lado de la carretera. “Gente graciosa”, no se puede decir nada más...
Esa tarde y esa noche no intenté escapar, porque me di cuenta de que no podía salir, porque estaba muy débil por la pérdida de sangre, y nos custodiaban estrictamente, y cualquier intento de escapar probablemente terminaría en un fracaso. ¡Pero, cómo me maldije después por no haberlo intentado! Por la mañana nos llevaron a través de un pueblo en el que se encontraba una unidad alemana. Los soldados de infantería alemanes salieron a la calle para mirarnos. El convoy nos obligó a recorrer todo el pueblo al trote. Era necesario humillarnos ante los ojos de la unidad alemana que se acercaba al frente. Y corrimos. Cualquiera que cayera o se quedara atrás era inmediatamente fusilado. Por la tarde ya estábamos en el campo de prisioneros de guerra.
El patio de una empresa de transporte público estaba densamente cercado con alambre de púas. En el interior, los prisioneros estaban hombro con hombro. Nos entregaron a los guardias del campo y nos condujeron detrás de la valla a culatazos. Decir que este campamento fue un infierno es no decir nada. No había baño. La gente defecaba aquí y se quedaba de pie y tumbada en el barro y en una lechada excrementos apestosa. Los más debilitados no se levantaron en absoluto. Nos dieron agua y comida una vez al día. Una taza de agua y un puñado de mijo crudo o girasol podrido, eso era todo. Algunos días se olvidaban por completo de dar algo...
Dos días después empezó a llover intensamente. El barro del campamento estaba tan apisonado que caminábamos en él hasta las rodillas. Por la mañana, de la gente mojada salía vapor, como de caballos, y llovía sin cesar... Cada noche morían varias decenas de personas. Todos estábamos cada día más débiles debido a la desnutrición. Además, me atormentaban las heridas.
Al sexto día, sentí que la herida en el hombro y la cabeza me dolían aún más. Comenzó la supuración. Entonces apareció un mal olor. Cerca del campo había establos agrícolas colectivos en los que yacían soldados del Ejército Rojo gravemente heridos. Por la mañana me dirigí al suboficial y le pedí permiso para ver al médico, quien, según me dijeron, estaba con los heridos. El suboficial hablaba bien el ruso. Él respondió: “Ve, ruso, a tu médico. Él te ayudará de inmediato”.
Entonces no entendí este regalo, y lleno de alegría, me dirigí hacia el establo.
En la entrada me recibió un médico militar de tercer rango. Ya era un hombre acabado. Flaco hasta el extremo, agotado, ya estaba medio loco por todo lo que tuvo que soportar. Los heridos yacían sobre lechos de estiércol y se asfixiaban por el hedor salvaje que llenaba el establo. La mayoría de las heridas estaban plagadas de gusanos, y los heridos que podían, los sacaban de las heridas con los dedos y con palos... Allí mismo yacían un montón de prisioneros muertos, no tuvieron tiempo de sacarlos;
“¿Viste?”, me preguntó el doctor, “¿Cómo puedo ayudarte? ¡No tengo ni una venda, no tengo nada! ¡Sal de aquí, por amor de Dios, quítate las vendas! y cubre tus heridas con ceniza. Aquí a la puerta hay ceniza fresca".
Eso es exactamente lo que hice. El sargento me recibió en la entrada con una amplia sonrisa. "Bueno, ¿cómo? ¡Oh, tus soldados tienen un médico excelente! ¿Te ayudó?" Quería pasar junto a él en silencio, pero me golpeó en la cara con el puño y gritó: "¡¿No quieres responder, bastardo?!" Me caí y me pateó en el pecho y en la cabeza durante mucho tiempo. Golpeó hasta cansarse. ¡No olvidaré a este fascista hasta mi muerte, no, no lo olvidaré! Me golpeó más de una vez después de eso. En cuanto me veía a través del alambre, me ordenaba que saliese y comenzaba a golpearme, en silencio, con concentración...”
“¿Preguntas cómo sobreviví?”
“Antes de la guerra, cuando todavía no era mecánico, pero trabajaba como cargador en el Kama, cuando descargaba llevaba dos sacos de sal, cada uno de los cuales contenía un quintal. Yo era fuerte, no me quejaba y, además, mi cuerpo en general estaba sano, pero lo principal era que no quería morir, la voluntad de resistir era fuerte. ¡Tuve que regresar a las filas de los luchadores por mi patria, y regresé para vengarme de mis enemigos hasta el final!
De
este campo, que era como un campo de distribución, me trasladaron a
otro campo, situado a unos cien kilómetros del primero. Allí todo
estaba dispuesto igual que en la sala de distribución: postes altos
que estaban así rodeados de alambre de púas, sin marquesina, nada.
Me alimentaron de la misma manera, pero de vez en cuando, en lugar de
mijo crudo, nos dieron una taza de grano podrido hervido, o
arrastraban los cadáveres de caballos muertos al campo, dejando que
los prisioneros compartieran esta carroña ellos mismos. Para no
morir de hambre,los comíamos, pero moríamos por centenares...
Además, en octubre llegó el frío, llovía incesantemente y por las
mañanas había heladas. Sufrimos mucho por el frío. Logré quitarle
la túnica y el abrigo a un soldado del Ejército Rojo fallecido.
Pero esto no nos salvaba del frío, ya estábamos acostumbrados al
hambre...”
“La
ciencia del odio”
Nos custodiaban soldados, gordos, henchidos por los saqueos. Todos ellos fueron hechos del mismo bloque por su naturaleza asesina. Nuestros guardias de seguridad estaban formados por sinvergüenzas notorios. Cómo se divertían, por ejemplo: por la mañana un cabo se acerca al cercado y dice a través de un intérprete:
"La distribución de alimentos es ahora. La distribución se realizará en el lado izquierdo".
El cabo se marcha. El lado izquierdo de la valla está lleno de todos los que pueden mantenerse en pie. Esperamos una hora, dos, tres. Cientos de esqueletos vivientes y temblorosos se encuentran en el viento penetrante... Están de pie y esperan.
Y de repente aparecen guardias en el lado opuesto. A través del alambre echan trozos de carne de caballo picada. Toda la multitud, impulsada por el hambre, corre hacia allí; hay un vertedero cerca de trozos de carne de caballo untados en barro...
Los guardias se ríen a todo pulmón y luego suena con fuerza una larga ráfaga de ametralladora. Gritos y gemidos. Los prisioneros vuelven corriendo hacia el lado izquierdo de la valla, y los muertos y heridos permanecen en el suelo... Un alto teniente jefe, el jefe del campo, se acerca a la alambrada con un intérprete. El teniente jefe, sin apenas contener la risa, dice:
“Durante la distribución de alimentos se produjeron disturbios escandalosos”. Si esto vuelve a suceder, ¡ordenaré que os fusilen a ustedes, cerdos rusos, sin piedad! Los soldados de Hitler, apiñados detrás del comandante del campo, simplemente se mueren de risa. Les gusta la broma "ingeniosa" de su jefe.
Arrastramos silenciosamente a los muertos fuera del campo, los enterramos cerca, en un barranco... En este campo nos golpearon con puños, palos y culatas de rifle. Golpean a la gente así, por aburrimiento o por diversión. Mis heridas sanaron, luego, probablemente debido a la eterna humedad y los golpes, se abrieron nuevamente y dolieron insoportablemente. Pero todavía vivía y no perdí la esperanza de la liberación... Dormimos en el barro, no había camas de paja, nada. Nos juntábamos en un montón y así nos acostábamos. Toda la noche había un alboroto silencioso: los que yacen abajo, en el barro, tienen frío, y los que están arriba también tienen frío. No era un sueño, sino un amargo tormento.
Así transcurrieron los días, como en un sueño pesado. Cada día me debilitaba más y más. Ahora hasta un niño podría tirarme al suelo. A veces miraba con horror mis manos secas y cubiertas de piel y pensaba: "¿Cómo voy a salir de aquí?". Fue entonces cuando me maldije por no intentar escapar en los primeros días. Bueno, si me hubieran matado entonces, no habría sufrido tanto ahora.
El invierno ha llegado. Paleamos nieve y dormimos en suelo helado. Cada vez éramos menos en el campo... Finalmente se anunció que en unos días nos enviarían a trabajar. Todos volvieron a la vida. Todos despertaron con la esperanza, aunque débil, pero con la esperanza de que tal vez pudieran escapar.
Esa noche estuvo tranquila, pero helada. Antes del amanecer escuchamos el rugido de las armas. Todo a mí alrededor empezó a agitarse. Y cuando el zumbido se repitió, de repente alguien dijo en voz alta:
- ¡Camaradas, los nuestros avanzan!
Y entonces sucedió algo inimaginable: ¡todo el campamento se puso de pie, como si hubiera recibido una orden! Incluso aquellos que no se habían levantado durante varios días se levantaron. Podía escuchar susurros calientes y sollozos reprimidos a mí alrededor... Alguien lloraba a mi lado como una mujer, sollozando... Yo también... Yo también...”
El teniente Gerásimov habló rápidamente con la voz quebrada y guardó silencio por un momento, poco más de un minuto, pero luego, una vez recuperado el control, continuó con más calma:
“Yo también tenía lágrimas rodando por mis mejillas y helándose en el viento... Alguien cantó “La Internacional” con voz débil, y nos unimos a ella, con voces finas y chirriantes. Los centinelas abrieron fuego contra nosotros con fusiles y ametralladoras, y se escuchó la orden: "¡Acuéstense!". Me quedé con el cuerpo presionado contra la nieve y lloré como un niño. Pero estas fueron lágrimas no sólo de alegría, sino también de orgullo por nuestro pueblo. Los nazis podrían matarnos, desarmados y debilitados por el hambre, podrían torturarnos, ¡pero no pudieron ni jamás quebrarán nuestro espíritu! Se atacó a los que no debían, lo diré sin rodeos.
* * *
Esa noche no pude escuchar la historia del teniente Gerasimov. Fue llamado urgentemente al cuartel general de la unidad. Pero unos días después nos volvimos a encontrar. El refugio olía a moho y resina de pino. El teniente estaba sentado en un banco, inclinado, con sus enormes manos en las rodillas y los dedos cruzados. Mirándolo, involuntariamente pensé que era allí, en el campo de prisioneros de guerra, donde estaba acostumbrado a sentarse así, cruzar los dedos, permanecer en silencio durante horas y pensar dolorosamente, en vano...
“¿Te estarás preguntando cómo logré escapar? Te lo diré ahora. Poco después de escuchar el rugido de las armas por la noche, nos enviaron a trabajar en la construcción de fortificaciones. Las heladas dieron paso al deshielo. Estaba lloviendo. Nos condujeron hacia el norte desde el campamento. De nuevo fue lo mismo que al principio: gente exhausta cayó, fueron fusilados y abandonados en el camino...
Sin embargo, un suboficial alemán asesinó a uno de los nuestros por recoger una patata congelada del suelo mientras caminaba. Marchábamos por un campo de patatas. El capataz, llamado Gonchar, de nacionalidad ucraniana, recogió esta maldita patata y quiso esconderla. El sargento se dio cuenta. Sin decir una palabra, se acercó a Gonchar y le disparó en la nuca. La columna fue detenida y construida. "Todo esto es propiedad del Estado alemán", dijo el suboficial, agitando ampliamente la mano. "Cualquiera de ustedes que tome algo voluntariamente será eliminado".
En el pueblo por donde pasamos, las mujeres, al vernos, comenzaron a tirarnos trozos de pan y patatas asadas. Algunos de nuestros hombres lograron recogerlas al vuelo, pero el resto fracasó: las tropas del convoy abrió fuego contra las ventanas y nos ordenaron avanzar más rápido. Pero los niños son gente intrépida, corrieron varias cuadras más adelante, dejaron pan justo en el camino y lo recogimos. Conseguí una patata hervida grande. La partimos por la mitad con nuestro vecino y nos la comimos con piel. ¡Nunca en mi vida había comido patatas más deliciosas!
Se construyeron fortificaciones en el bosque. Los alemanes reforzaron significativamente la seguridad y nos dieron palas. ¡No, no quería construirles fortificaciones, sino destruirlas!
Ese mismo día, antes de anochecer, tomé una decisión: salí del hoyo que estábamos cavando, tomé una pala en mi mano izquierda, me acerqué al guardia... Antes de eso, noté que el resto de los alemanes estaban en la zanja y, además, aunque vigilaban a nuestro grupo, no había seguridad cerca.
“Se me rompió la pala… mira”, murmuré, acercándome al soldado. Por un momento pasó por mi mente el pensamiento de que si no tenía fuerzas suficientes y no lo derribaba con el primer golpe, moriría. El centinela aparentemente notó algo en la expresión de mi rostro. Hizo un movimiento con el hombro, quitándose el cinturón de la ametralladora, y luego le golpeé en la cara con una pala. No pude golpearlo en la cabeza, llevaba casco. Todavía tenía fuerzas suficientes, el alemán retrocedió sin gritar.
Tengo una ametralladora y tres cargadores en mis manos. ¡Estoy corriendo! Y luego resultó de pronto que no podía correr. No tenía fuerzas y ya está. Me detuve, respiré hondo y volví a trotar apenas. Más allá del barranco el bosque era más espeso y corrí hacia allí. No recuerdo cuántas veces me caí, me levanté, volví a caer... Pero con cada minuto fui más y más lejos. Sollozando y ahogándome por el cansancio, me abrí camino a través de la espesura al otro lado de la colina, cuando ráfagas de ametralladoras resonaron a lo lejos detrás de mí y escuché un grito. No era fácil atraparme ahora.
Se acercó el anochecer. Pero si los alemanes hubieran logrado encontrar mi rastro y seguirme, solo me habría guardado el último cartucho. Este pensamiento me animó, caminé más silenciosamente y con más cuidado.
Pasé la noche en el bosque. A medio kilómetro de mí había un pueblo, pero tenía miedo de ir allí, por miedo a toparme con los alemanes.
Al día siguiente los partisanos me recogieron. Descansé en su refugio durante dos semanas, me fortalecí y gané fuerza. Al principio me trataron con cierta sospecha, a pesar de que saqué de debajo del forro de mi abrigo la tarjeta del partido que había cosido de algún modo en el campo y se la mostré. Luego, cuando comencé a participar en sus operaciones, la actitud hacia mí cambió inmediatamente. También fue allí donde abrí el recuento de los fascistas que maté, todavía lo conservo cuidadosamente y el número se acerca poco a poco al centenar. En enero, los guerrilleros me llevaron al frente. Pasé aproximadamente un mes en el hospital. Me quitaron un fragmento de esquirla del hombro y el reumatismo adquirido en los campos, y todas las demás dolencias se curaron después de la guerra. Del hospital me enviaron a casa para recuperarme. Viví en casa una semana, pero no pude más. ¡Me sentí triste y eso es todo! Digas lo que digas, mi lugar está aquí hasta el final”.
* * *
Nos despedimos en la entrada del hoyo. Mirando pensativamente el claro lleno de luz solar, el teniente Gerásimov dijo:
“...Y aprendimos a luchar de verdad, a odiar y a amar. Es una piedra de toque como la guerra, todos los sentimientos están perfectamente afinados. Parecería que el amor y el odio no pueden ponerse uno al lado del otro; Ya sabes lo que dicen: "No se puede enganchar un caballo y una cierva temblorosa a un carro", ¡pero aquí están enganchados y tiran muy bien! Odio profundamente a los fascistas por todo lo que le han hecho a mi patria y a mí personalmente, y al mismo tiempo amo a mi pueblo con todo mi corazón y no quiero que tenga que sufrir bajo el yugo fascista. Esto es lo que me hace a mí y a todos nosotros luchar con tanta ferocidad; son estos dos sentimientos, plasmados en acción, los que nos llevarán a la victoria. Y si el amor por nuestra patria se mantiene en nuestros corazones, y se mantendrán mientras estos corazones latan, entonces siempre llevaremos el odio en la punta de nuestras bayonetas. Perdón si lo digo de forma complicada, pero creo que es así”, finalizó el teniente Gerasimov y por primera vez durante nuestra relación sonrió con una sonrisa simple, dulce e infantil.
Y por primera vez me di cuenta de que este teniente de treinta y dos años, destrozado por las penurias que había vivido, pero aún fuerte y erguido como un roble, tenía las sienes de un blanco deslumbrante y el pelo gris. Y tan puro era este cabello gris, ganado con mucho sufrimiento, que el hilo blanco de telarañas que se pegaba a la gorra del teniente desaparecía al tocar su sien, y era imposible verlo por mucho que lo intentaba.
******
De entre sus coloquios con los trabajadores entresacamos el siguiente texto.
La literatura es parte de la causa proletaria común.
(De un discurso en una reunión de trabajadores de choque de Lenzavod y del cruce ferroviario de Rostov del Don)
En primer lugar, camaradas, permítanme, en nombre de la Unión de Escritores Soviéticos, transmitir mis más sinceros saludos a los proletarios de Lenzavod y al Nudo de Rostov, que escribieron una de las páginas más notables de la historia de la lucha revolucionaria por la liberación de Rusia.
Hoy, en una reunión con antiguos trabajadores de la carretera de Lenzavod, me vino a la mente uno de los pensamientos notables del camarada Lenin, expresado en una ocasión en forma de deseo de que “la literatura se convierta en parte de la causa proletaria general”. Este deseo se está implementando actualmente. Y el ejemplo más claro de esta situación es la colosal atención con que la clase trabajadora prestó, en particular, al debate creativo sobre el lenguaje suscitado por el artículo de A. M. Gorky. Una prueba aún más clara de que la literatura en nuestro tiempo, en nuestra época, se ha convertido en parte de la causa proletaria general es la enorme atención que la clase obrera y todo el público soviético prestaron al Congreso de Escritores de toda la Unión, que tuvo lugar un mes atrás.
Me parece que el indicador del crecimiento cultural de los lectores de nuestra Unión debería estar determinado no sólo por el aumento de la circulación de nuestros libros, que para los escritores extranjeros presentes en el congreso parecía una circulación absolutamente fabulosa.
Un indicador aún más sorprendente de que el crecimiento cultural de nuestro lectores, que es alto, y aún más la conexión constante y cotidiana entre los lectores y nosotros, los escritores. Debo decir que no hay día en el que no reciba una docena de cartas de mis lectores analizando “Campos roturados”, y los tipos que allí se crían. Entre estas cartas están aquellas que me aportaron, como escritor que en cierta medida ya conocía el oficio literario, mucho más que los artículos críticos literarios de críticos evidentemente reconocidos.
Hubo un tiempo en que, en la práctica de mi trabajo en "El Don apacible", estaba firmemente conectado con el Sindicato Regional de Trabajadores Metalúrgicos de Leningrado, y los cientos de comentarios de los trabajadores metalúrgicos que recibí me ayudaron mucho a aprender y superar los errores que fueron característicos de mis primeros libros. Creo que la conexión entre los lectores activos y los escritores del país soviético, es una garantía indestructible de que nuestra literatura soviética seguirá siendo la literatura líder del mundo, como lo es hoy.
No quiero limitarme a contar lo sucedido en el congreso de escritores, creyendo que muchos de ustedes, al menos la mayoría, siguieron de cerca los trabajos del congreso y probablemente estén familiarizados con los principales informes que se hicieron en el congreso. Me gustaría, dado que la literatura se ha convertido en parte de la causa proletaria general, hablar por eso mismo de literatura.
En su planta, en el cruce ferroviario de Rostov, hay un enorme ejército de periodistas-trabajadores: unas 600 personas, al parecer. Un gran número de ellos escribe. Y estoy profundamente convencido de que de estos cuadros de trabajadores, llamados a la literatura, también con una pluma, una pluma de trabajador, que ayudan a la industria, a su fábrica y al ferrocarril a superar sus deficiencias, surgirán decenas de escritores y poetas extraordinarios, tales escritores. y poetas que sin duda nos superarán.
El debate que se desarrolló antes del congreso sobre la cuestión del lenguaje, demostró que el lector trabajador ha crecido enormemente incluso en comparación con los últimos años, por ejemplo con los años 1926-1927, que sus gustos y necesidades han aumentado enormemente, que a menudo los escritores nos quedamos atrás en la satisfacción de estas necesidades. En esta ocasión, quisiera decir que, a medida que el nivel cultural de la clase trabajadora ha aumentado enormemente, que, como antes que nosotros, los escritores, los trabajadores en sus discursos, en las cartas que nos envían, en los artículos críticos que se envían a las revistas , puesto como piedra angular el problema de mejorar la calidad y creo que la cuestión de discutir cuestiones literarias, y no en general, sino específicamente sobre obras que actualmente son las principales obras de la literatura soviética, aportará mucho, en particular, a otros escritores y a ustedes, como nuestros lectores.
El Congreso de Escritores Soviéticos de toda la Unión, celebrado en una atmósfera de atención excepcional por parte del público soviético y de la comunidad trabajadora mundial, resumió los logros que tenemos hoy. Hay que decir francamente que en el congreso quedó claro el punto de inflexión que divide la literatura del mundo. Con especial importancia quedó clara la línea de ascenso cada vez mayor de nuestra literatura soviética y la línea de decadencia de la literatura burguesa, línea que fue notada unánimemente por los delegados de los países de Europa occidental. No quiero dar ejemplos de cómo el arte está decayendo en Occidente, ya que estos ejemplos se pueden encontrar todos los días en nuestra prensa.
Sabéis que en los países fascistas se queman libros, que la nueva ley del gobierno austriaco destruye 10.000 libros, incluidos todos los libros traducidos de escritores soviéticos. Ustedes saben, por las palabras de un escritor chino que habló en el congreso, que los escritores revolucionarios chinos que llaman a las masas obreras y campesinas de China a luchar contra los esclavizadores de un vasto país de cultura antigua, que estos escritores están sujetos no sólo a castigo en forma de confiscación de sus libros de las bibliotecas, que estos escritores son encarcelados y acaban con sus vidas en el tajo.
Esta división, que quedó claramente patente en el congreso, muestra dos mundos que se han opuesto en el campo del arte. Y ahora es absolutamente obvio que nuestro arte soviético está ganando prestigio en todo el mundo. Prueba de ello son los discursos de los escritores de Europa occidental, en particular el escritor comunista alemán Weiskopf. Weiskopf dijo, que de las obras de los escritores soviéticos, el proletariado alemán que se encuentra bajo el yugo más grave del fascismo, aprenderá con certeza qué es la lucha de clases, cómo luchar contra los enemigos para que la revolución mundial y las grandes ideas del comunismo triunfen en todo el mundo. Weiskopf dijo que a partir de las obras de los escritores soviéticos dedicados a temas campesinos, el lector alemán aprenderá cómo nuestro partido, nuestra clase obrera y la parte avanzada del campesinado lucharon, para que nuestro campesinado pasara de las formas bestiales de agricultura individual a los rieles de una gran economía colectiva.
Sería muy agradable que en este primer encuentro, que espero no sea el último, establezcamos algunas relaciones lector-escritor y nos ayudemos mutuamente a aclarar algunas cuestiones que aún quedan sin resolver.
El debate sobre el lenguaje literario que se desarrolló en torno a las piedras de afilar de Panferov, mostró claramente nuestras debilidades y reveló que nosotros, los escritores, en la búsqueda de temas relevantes, queriendo reflejar nuestra era más brillante, a menudo descuidamos la calidad de nuestras obras y producimos productos de calidad inferior.
Gorky preguntó con toda razón: ¿por qué si un trabajador de cualquier empresa trabaja mal y produce productos defectuosos, entonces esto se considera un delito en nuestro país, es tildado en la prensa, condenado por el público, por qué, en relación con un escritor que produce productos de mala calidad?, ¿nos limitamos a hacer críticas ligeras con otras varas de medir, una especie de castigo que generalmente no es particularmente notable para un escritor? ¿Por qué no utilizamos medios de influencia más poderosos en relación con un escritor que puede, pero no quiere, trabajar con cuidado?
¿Cuáles son los medios poderosos de influencia? Esta es tu voz de lector en toda regla, que obligará al escritor a pensar mil veces en la misma pregunta, a pensar en cada giro de la frase, a pensar en la idea y construcción de una historia, novela, para intentar que su obra suene de muchas maneras, a veces más fuerte, y despertar, y llamar a luchar, e inspiraría a la causa el valor, el honor y el heroísmo. Creo que su voz, la de los lectores que trabajan, será sin duda la voz decisiva en estos asuntos.
Ahora otra nota para hablar de literatura. Desde hace algún tiempo tenemos una creencia lectora que es esencialmente incorrecta y desvía a los escritores. Estás leyendo tal o cual obra, por ejemplo, "El eje principal" de Ilyenkov. Una buena novela que intenta mostrar la vida de la brigada más numerosa en una planta de locomotoras. Una novela, que sin embargo, con deficiencias, Gorky señaló a Ilyenkov. Una novela en torno a la cual hubo una vez una acalorada discusión en los círculos literarios y, tal vez, aún no lo suficientemente apreciada por toda la comunidad de lectores soviética: lees y dices que es maravillosa: Se ha encontrado un escritor que nos mostró a nosotros, los trabajadores de la planta de locomotoras, una célula, un viejo trabajador en su vida y en su familia, en la producción de la máquina, pero ¿cómo pudo pasar por alto en silencio la relación entre los ciudad y el campo?
Y muchos lectores y críticos se esfuerzan por abordar cada obra aproximadamente con este criterio. Si se trata de una aldea agrícola colectiva, entonces también dicen que fue bueno, mostrar la célula, las actividades del Komsomol, el partido, el crecimiento de una mujer, pero ¿cómo podría no hablarse de la cooperación?
Aún debemos tener presente que hay un dicho tan bueno: la chica más bella no puede dar más de lo que tiene, y hay otro dicho: no se puede abrazar la inmensidad. Y a menudo a los escritores se les plantean exigencias desproporcionadas, olvidando que, quizás, ningún escritor es capaz de abarcar en toda su diversidad, todos los acontecimientos, todos los puntos de inflexión, todos los cambios que se producen en nuestro país todos los días, cada hora. Si una planta hoy presenta una imagen, dentro de un año será difícil reconocerla.
Cualquier escritor puede encontrarse en la situación del director de cine Eisenstein, que se propuso rodar una película llamada "La línea general". En aquel momento (en 1928-1929), el partido hizo todos los esfuerzos posibles para unir las granjas campesinas individuales en granjas colectivas, aún pequeñas. Se gastaron fondos en este asunto, se otorgaron préstamos, se crearon asociaciones para el cultivo conjunto de la tierra, o TOZ, que, aún sin embargo, existían sólo unas pocas. En cierto momento ésta fue la “línea general”. Pero cuando Eisenstein continuó filmando hasta 1930, ya en dicho año se produjo una colectivización completa y no surgió una línea general en la película de Eisenstein.
Nosotros, los escritores, también nos encontramos en esta situación. Escribí “Campos roturados” inmediatamente después de 1930, cuando todavía estaban frescos los recuerdos de los acontecimientos que tuvieron lugar en la aldea, y que la pusieron radicalmente patas arriba: la liquidación de los kulaks como clase, la colectivización completa, el movimiento de masas del campesinado en koljoses.
Y cuando, bajo la nueva impresión de estos acontecimientos, comencé a escribir “Campos roturados”, y terminé el primer libro, me encontré con un problema: por el momento esto ya no es lo principal, esto no es lo que preocupa a los lector, y aquel sobre el que estás escribiendo, el lector de las granjas colectivas. Escribo sobre cómo se crearon las granjas colectivas, pero surge la cuestión de la jornada laboral, y después de la jornada laboral surge la cuestión del sabotaje en 1932. Los acontecimientos se intensifican y abruman a los trabajadores, y ésta es la dificultad de nuestra tarea.
Sobre la cuestión de la calidad de los productos literarios.
Después del Congreso de Escritores de toda la Unión, cada uno de nosotros, los escritores, nos enfrentamos a la pregunta: ¿cómo seguir escribiendo? No fueron sólo escritores los que estuvieron en el congreso. Había representantes de las masas lectoras, había representantes de los agricultores colectivos, de los trabajadores, del Ejército Rojo. Este lector masivo subió al podio y nos presentó a nosotros, los escritores, una factura tan colosal que, hay que decirlo con franqueza, será muy difícil de pagar en un futuro próximo.
Este lector dijo que trabajamos mal, que no trabajamos lo suficiente el idioma, que incluso si un escritor principiante puede aprender de nuestras obras, es con dificultad, y hay una gran cantidad de estos escritores. Y efectivamente, de cada fábrica, de cada granja colectiva, vienen escritores jóvenes, el crecimiento de estos escritores es muy querido para nosotros, ya que son personas que, con nuestra ayuda y apoyo, nos reemplazarán. Nuestra responsabilidad por su desarrollo es muy grande. Y no sólo a veces producimos productos literarios deficientes, sino que no sólo ralentizamos el crecimiento de los escritores jóvenes, sino que también influimos negativamente en la educación de nuestra generación más joven.
Son completamente legítimos los comentarios de los lectores activos, de que los escritores a menudo abusan de palabras vagas que, afortunadamente, ya están desapareciendo de la vida laboral y son una vergonzosa reliquia del pasado. Nuestros escritores (y yo soy culpable de esto), a menudo escribieron con la suposición de que "no se puede eliminar una palabra de una canción" y olvidaron que nuestros libros no son leídos solo por lectores adultos, quienes los leerán y reaccionarán con una sonrisa a la licencia lingüística, pero también a los jóvenes, de 13 a 14 años, que extraen figuras retóricas y palabras libres de los libros. Y luego estas palabras entran en la vida cotidiana de los jóvenes, penetran en la familia y en la escuela.
Creo que esta cuestión debería ser reconsiderada, y ya lo está siendo, por todos los escritores. Cada uno de los que escribimos necesita pensar una y otra vez más detenidamente sobre cómo trabajaremos en beneficio de la clase obrera y de nuestro partido, con qué medios reflejaremos la época más grandiosa, con qué medios podremos implementar más plenamente nuestras obras, para que suene una verdadera alarma no sólo dentro del país, sino también más allá de sus fronteras, de modo que nuestros libros energizan a nuestros lectores soviéticos para seguir trabajando, y ayudan a los proletarios de Europa occidental y a los pueblos oprimidos de los países coloniales y semicoloniales, a deshacerse el yugo capitalista.
Este aumento de tareas también plantea el siguiente problema: aquí estamos criando a un escritor de clase trabajadora, que ha abandonado nuestras filas. Le decimos que aprenda de los clásicos, pero también toma prestado nuestro estilo de escritura. Y aquí, especialmente cuando me comunico con escritores jóvenes, hablando de la creación de nuevas obras completas, me gustaría decir una cosa: todos nosotros, escritores, principiantes y no principiantes, nos enfrentamos, en primer lugar, a la tarea de dominar el material.
Esta es una cuestión de enorme importancia, y creo que es necesario centrarnos en ella en nuestra entrevista de hoy, simplemente porque ustedes, lectores activos, pueden contribuir en gran medida a la erradicación del matrimonio en esta dirección.
Hace poco leí una obra de un autor obrero, que escribió que en el mes de agosto pasean ánsares amarillos, y que los koljosianos, sin empezar a trillar, reciben adelantos de pan. Alguien escribe, sin saber que no se dan adelantos sin trillar el centeno, como primera cosecha de maduración, que no hay ánsares amarillos en agosto. Y los koljosianos, al leer esta literatura, piensan: "¿Qué tipo de escritores hay, y cómo se puede confiar en ellos?"
Si cada uno de nosotros hurga en nuestra memoria, en lo que leemos podremos encontrar ejemplos de cómo escriben sobre la vida laboral y la producción, sin saber lo suficiente sobre esta vida y esta producción, sin reconocer suficientemente todas las sutilezas y detalles. Y sin un conocimiento tan profundo y excepcionalmente reflexivo del material, no hay trabajo real.
En su fábrica hay un círculo literario y un instituto de inspectores de calidad: personas que dominan perfectamente su especialidad y que manejan brillantemente sus herramientas. Al describir tal o cual detalle, estas personas mayores que controlan la calidad de sus productos deberían ayudar a sus escritores jóvenes en crecimiento. Nosotros, los escritores, os pedimos, viejos trabajadores, un gran favor: que no sólo ayudemos a vuestros jóvenes escritores, sino que vosotros también lo hagáis.
Estoy seguro de que la unidad que se está estableciendo entre los lectores trabajadores y los escritores soviéticos se fortalecerá, y sólo bajo esta condición, la literatura soviética producirá obras cada vez de mayor calidad.
1934
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