14 de noviembre de 2015

El valor de persistir

Por Lissy Rodríguez Guerrero. Publicado en Granma.

De la gente que no se ha cansado nunca, de la gente que no se ha conformado, está construido el camino de la bondad y el mejoramiento humano. De quienes un día, en la línea indivisible que existe entre el bien y el mal, eligieron el primero, dicen que por el ejemplo, dicen que por pura predisposición genética…

Del valor de persistir de una madre, según conozco, un hijo ha logrado salir de la bochornosa ruta del consumo de drogas; del poder de convencimiento de un maestro —y por supuesto, los consabidos golpes de la vida— el alumno más indisciplinado, rebelde, “difícil”, salió mejor aleccionado, cuasi arrepentido, —para decirlo como merece—, salvado.

Porque cansarse, obstinarse, dejarlo todo al azar, nunca fue una opción para quienes desearon/desean construir un país mejor, un mundo y un hombre nuevo. No lo hizo Martí, no lo hizo Mella, ni Villena, Camilo, el Che, Fidel… Mucho menos, creo, podemos hacerlo los hombres y mujeres de hoy.

Aunque ahora mismo cuando lea estas líneas tal vez le surjan millones de interrogantes: ¿Cómo? ¿Hasta cuándo? ¿Y si no escucha o no entiende? ¿Valdrá la pena?; no se canse, incluso, de interrogarse. Piense que hubo un tiempo en que esos mismos cuestionamientos guiaron a las generaciones de hombres que escribieron la historia, y por eso hubo un 10 de octubre, un periódico Patria, un 24 de febrero, un Moncada, un 1º de Enero… De esas dudas, contradicciones, dilemas intergeneracionales, se construyó la historia y se foguearon estas generaciones.

Por eso duele ver cómo hoy alguna gente se cansa, en la familia, los maestros, en la co­munidad; y enorgullece escuchar a quienes, desde su a veces envidiable deseo de soñar, te “disparan” cuando menos lo esperas: “no nos podemos cansar”. Y una piensa al instante: esas son las “balas” que necesitamos.

He visto a un niño recoger del suelo la basura que lanzó después del regaño dulce de su padre; he visto a un joven mirar hacia aba­jo apenado luego de que el anciano le dijera que así no, que el amor se escribe en letras grandes con el corazón, y no precisamente en los árboles; y viceversa, he visto al adolescente sujetar la bolsa y tomar la mano, para cruzar la calle, de aquel que desde la experiencia de sus canas se empeña en ver “la perdición” de la juventud.

He visto a la gente, en fin, elegir el camino del bien, amén de esa línea indivisible, cuando se prefiere la generosidad, el cuidado de la naturaleza y el respeto, a la indiferencia.

Por eso no me conformo. Y creo que el mundo no está hecho de la gente que se cansó. Y entiendo que si se piensa en dejar alguna huella en esta vida, hay que salir a la calle a no cansarse de decir, de dar el ejemplo, de tolerar, de aleccionar. Criticar duramente a la juventud, —como suele suceder a veces, sin ir a las causas de los problemas— es el camino más corto; sin embargo, no el más certero.

En este tiempo de disímiles contradicciones, visiones del mundo, necesidad de potenciar la cultura del debate y el pensamiento, dejemos en casa bajo la almohada las ojerizas, el cansancio, la incertidumbre; y carguemos en la mochila las ganas de reflexionar desde los argumentos que nos asisten, desde el entendimiento a la diversidad de opiniones, desde la comprensión y el respeto. Ese es el mejor regalo que podemos hacerle a nuestros jóvenes. Al fin y al cabo, es el mejor regalo que nos hicieron a nosotros, quienes desde la inmensidad de sus ideas y de su tiempo, nunca se cansaron.

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