9 de junio de 2019

La esencia del trotskismo y sus manifestaciones en el comunismo de hoy (VIII)


11º) El debate sobre si era posible edificar el socialismo en la URSS

En sus Enseñanzas de la Revolución de Octubre, Trotski presentaba a ésta como el resultado de la victoria del ala izquierda contra el ala derecha del partido bolchevique. Por supuesto que se reivindicaba a sí mismo como una de las figuras representativas de la izquierda, junto a Lenin, y mencionaba a Zinóviev y Kámenev como miembros de la derecha. Tal vez fuera esta acusación la que llevó a éstos a hacer causa común con la mayoría de la dirección del Partido frente a las pretensiones de Trotski (cuya expulsión de las filas del PC (b) de Rusia llegaron a pedir, aunque sin éxito por la oposición del resto de los dirigentes). Zinóviev, presidente entonces de la Internacional Comunista, escribió un artículo[1] titulado El leninismo que, en parte, iba dirigido contra la revisión trotskista de la historia de la revolución y contra la desconfianza trotskista hacia el campesinado. Sin embargo, en él también se sostenía que era imposible construir el socialismo en un país atrasado como la URSS de aquellos años.

Por consiguiente, los trotskistas y zinovievistas discrepaban sobre cuestiones del pasado pero coincidían en la principal cuestión de futuro. Quizás esas discrepancias fueron suficientes como para que Trotski se mantuviera inicialmente al margen de este debate, que era el fundamental aunque sólo emergiera a partir del año 1925. O quizás le desconcertó que fuera la dirección del Partido la que tomara la iniciativa de plantearlo. O quizás se apartara tácticamente para no perjudicar a los zinovievistas, ya que la mayoría del partido lo consideraba un enemigo del leninismo. Es difícil saberlo y tampoco afecta a los hechos. El caso es que Kámenev y Zinóviev no tuvieron el apoyo de los trotskistas durante el primer año de la discusión. Junto a otros pocos dirigentes, formaron una “nueva oposición” a la línea política de la mayoría del Comité Central.

La dirección bolchevique consideraba que el restablecimiento de la economía nacional casi completado no era suficiente para desbaratar una futura agresión de las potencias imperialistas y que la tregua pacífica conquistada permitía avanzar hacia la edificación del socialismo. El XIV Congreso del PC (b) de Rusia de diciembre de 1925 tenía en el orden del día el diseño de una política de industrialización que ponía el acento en la creación de la industria pesada, en el desarrollo de los medios de producción, en la creación de una industria de maquinaria, para superar el atraso y la dependencia de la URSS.

La “nueva oposición” criticó esta política de industrialización por centrarse en la industria pesada y en la independencia nacional, así como la política de alianza con los campesinos medios que interpretaban como conciliación los kulaks. Tomaron como blanco de sus críticas la manera conservadora y derechista en que Bujarin interpretaba la política campesina del Partido (su consigna “¡enriqueceos!” destinada a integrar pacíficamente a los kulaks en el socialismo y su concepción de la NEP que se transforma en socialismo “a paso de tortuga”). Y rechazaron la perspectiva de completar la edificación del socialismo en una URSS cercada por las potencias capitalistas, como una manifestación de estrechez nacional pequeñoburguesa. Para apoyar su posición, rebuscaron en la sociedad soviética y en citas de Marx, Engels y Lenin toda clase de inconvenientes a la construcción del socialismo en el país soviético. Algunos de ellos eran reales, pero el error de los zinovievistas era considerarlos superiores al potencial socialista de los obreros y campesinos trabajadores, equivocar el peligro principal que era el derrotismo “izquierdista” de Trotski y compartir con él su concepción invertida, idealista, del internacionalismo proletario.

Uno de sus argumentos está entre los favoritos de todos los que critican “por la izquierda” al bolchevismo: las empresas estatales de la URSS (y, por extensión, de cualquier país dirigido por la clase obrera) no serían socialismo sino “capitalismo de Estado”. 

Ciertamente, puede ocurrir que el Estado proletario recurra al capitalismo de Estado, es decir, a acuerdos con los capitalistas nacionales o extranjeros para la explotación de determinadas empresas. Pero eso no tiene nada que ver con las empresas que dicho Estado administra en exclusiva. Estas son empresas socialistas que forman el sector socialista de la economía nacional. Los críticos “de izquierda” cuestionan su carácter socialista porque, en ellas, se pueden utilizar métodos inventados por los capitalistas, como el taylorismo, el fordismo, etc.; porque, en ellas, hay una división más o menos permanente del trabajo, una “clase” de dirigentes y una “clase” de dirigidos; porque la retribución de los empleados sigue teniendo el nombre de “salario” y todavía lo es parcialmente; etc. 

Sin embargo, estos críticos pasan por alto que estas empresas tienen como fin directo la producción de valores de uso con arreglo a un plan nacional y no la producción de plusvalía para sus propietarios; que ese plan es discutido y aprobado colectivamente por los obreros de esas empresas que participan también en la dirección de su ejecución; que la retribución de todos, desde el peón hasta el directivo, se calcula según la cantidad y calidad del trabajo y no según el “capital” aportado (que es enteramente propiedad del Estado). 

A fin de cuentas, lo que les sucede a estos críticos es que confunden el socialismo con el comunismo pleno, cuando ya no haya división de la sociedad en clases, cuando la producción ya no sea mercantil-monetaria, cuando la vieja división social del trabajo y el propio Estado se hayan extinguido. No comprender la necesidad del período de transición llamado socialismo no es marxismo sino anarquismo: impaciencia propia del pequeñoburgués arrollado por el desarrollo de las fuerzas productivas sociales y, por lo mismo, incapacitado para resolver la contradicción entre capitalismo y socialismo. 

Los errores teóricos de los trotskistas y zinovievistas tenían relevancia porque, aun contra la voluntad de ellos, servían dentro del partido comunista a los intereses de la parte de la pequeña burguesía que combatía al capitalismo sin asumir la posición de la clase obrera; en definitiva, que combatía tanto a los capitalistas como a los proletarios que actuaban consecuentemente con sus intereses de clase al organizar la edificación de la sociedad socialista.

Stalin respondió teóricamente a ésta y a las demás objeciones durante las sesiones del Congreso[2] y en su obra de 1926 titulada “Cuestiones del leninismo”[3]. En particular, destacó el significado internacionalista de la edificación del socialismo en la URSS:

“¿Qué hace falta para que los proletarios venzan en el Occidente? Ante todo, fe en las propias fuerzas, la conciencia de que la clase obrera puede valerse sin la burguesía, de que la clase obrera no sólo es capaz de destruir lo viejo, sino también de construir lo nuevo, de edificar el socialismo. Toda la labor de la socialdemocracia consiste en inculcar a los obreros el escepticismo y la falta de fe en sus fuerzas, la falta de fe en la posibilidad de lograr por la fuerza la victoria sobre la burguesía. El sentido de todo nuestro trabajo, de toda nuestra edificación, consiste en que este trabajo y esta edificación convencen a la clase obrera de los países capitalistas de que la clase obrera puede valerse sin la burguesía y edificar con sus propias fuerzas la nueva sociedad. (…) Y cuando los obreros de los países capitalistas se contagien de la fe en sus propias fuerzas, podéis estar seguros de que eso será el principio del fin del capitalismo y el más fiel indicio de la victoria de la revolución proletaria. Por eso creo que no trabajamos en vano al edificar el socialismo. Por eso creo que en ese trabajo hemos de vencer en escala internacional”.[4]

Y, más allá, a la vuelta de diez años, la Unión Soviética fue la prueba viviente de que un solo país puede edificar una base económica socialista, es decir, donde la gran mayoría de los medios de producción son propiedad social (estatal o cooperativa) y han sido liquidadas las clases explotadoras, perviviendo únicamente unos residuos de las mismas que, en unión con el capital internacional, continúan luchando contra el proletariado.

Al comprobar Zinóviev la debilidad de su posición en el Congreso, propuso al final del mismo incorporar al CC a representantes de todos los grupos de oposición derrotados anteriormente, en lo que fue el primer paso visible del ensamblaje que llegaría a ser la “oposición de izquierda unificada” formalizada en el verano de 1926.

12º) El error común del trotskismo y de la socialdemocracia

En el fondo, la oposición de 1923, la de 1925 y la unificada de 1926-27 partían de la misma concepción fundamental que Kautsky ya había expresado en la temprana fecha de 1918, de la manera siguiente:

“La revolución bolchevique se basaba en la hipótesis de que sería el punto de partida de una revolución europea general… Según esta teoría, la revolución europea que trajera el socialismo a Europa permitiría también eliminar los obstáculos al desarrollo del socialismo en Rusia, obstáculos creados por el atraso económico de este país. Todo esto estaba muy lógicamente y bastante bien fundamentado, a condición de que la hipótesis de base se realizara, a saber, que la revolución rusa debía abrir inevitablemente la vía a la revolución europea. Pero, ¿qué hacer si esta hipótesis no se realiza? Nuestros camaradas bolcheviques han apostado todo a la carta de la revolución europea general. Como esta carta no ha aparecido, se han visto forzados a emprender una vía que los ha conducido a enfrentar problemas imposibles de resolver.”[5]

A quienes critica aquí Kautsky no es realmente a los bolcheviques, sino a los semi-bolcheviques: es decir a quienes, a diferencia de él, todavía aceptaban la revolución; pero, lo hacían sólo hasta cierto punto, de manera inconsecuente, porque parten, como él, de la misma concepción vulgarmente evolucionista, mecanicista, según la cual el imperialismo es sólo un desarrollo cuantitativo del capitalismo y no su negación como resultado de un salto cualitativo en dicho desarrollo. Los derechistas de la socialdemocracia (incluidos Bujarin y Jruschov) y los “izquierdistas” como Trotski, Zinóviev y otros coinciden en la misma premisa falsa. Unos y otros comparten que el socialismo debe esperar a que el capitalismo madure más de lo que lo había hecho ya a principios del siglo XX.

En esta idea, hay algo cierto, pero es secundario y, si se toma aisladamente, si no se tiene en cuenta otro aspecto opuesto que es principal, se acaba basculando en el campo de la burguesía, contra el proletariado. En abstracto, a escala histórica, es cierto que, cuanto más desarrolle el capitalismo el carácter social de sus fuerzas productivas, mejores condiciones brindará al proletariado para construir el socialismo una vez conquiste éste el poder político. Pero, al mismo tiempo, estas nuevas fuerzas productivas más desarrolladas están en poder de los capitalistas y les proporcionan una mayor capacidad para prevenir y descomponer la revolución proletaria[6].

Ya en el Manifiesto del Partido Comunista, Marx y Engels observaban que, a lo largo de la historia, la lucha de clases entre explotadores y explotados “conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases beligerantes”. En el futuro, tampoco podemos considerarnos a salvo de este desenlace regresivo de la lucha entre la burguesía y el proletariado (tal vez por el uso de las armas nucleares y otras de destrucción masiva, por el impacto del desarrollo capitalista de la sociedad sobre la naturaleza, etc.). El materialismo consecuente no se conforma con observar las grandes tendencias abstractas, sino que investiga cuáles son las acciones revolucionarias que pueden inclinar la balanza a favor de las tendencias progresivas y las pone en práctica. Esto es lo que distingue al marxismo genuino de Lenin, cuando se enfrenta al fenómeno del imperialismo, del socialismo semi-marxista de derecha (Kautsky) y de “izquierda” (Trotski), de ese “hay que ser socialistas antes que marxistas” que pronunció Felipe González para ser aceptado por la burguesía como su jefe de gobierno.

El leninismo comprende que el fruto del socialismo ya está maduro en el árbol del capitalismo imperialista y este árbol amenaza con descomponerlo. Por esta razón, los destacamentos nacionales de la clase obrera, una vez cumplidas las tareas democrático-burguesas básicas, deben emprender la construcción del socialismo, aprendiendo con su propia experiencia a extirpar lo viejo y a multiplicar los frutos socialistas sobre las nuevas bases de la dictadura del proletariado y de la propiedad social sobre los principales medios de producción. Así es como han de mostrar con su ejemplo práctico que los explotados pueden organizar la producción de una manera más satisfactoria para sus intereses que la manera capitalista de hacerlo y así es como han de adquirir un poderío material con el que ayudar a sus hermanos de clase del resto del mundo.

El miope determinismo económico de los oposicionistas, que concebía mecánicamente la primacía de las fuerzas productivas sobre las relaciones sociales, necesariamente conducía a negar la posibilidad de construir el socialismo en un país más atrasado si no se conseguía antes en los más adelantados. Es más, Trotski llegaría a empujar este razonamiento viciado hasta sus consecuencias más extremas y contrarrevolucionarias, pero no adelantemos acontecimientos.

En consecuencia, los trotskistas y zinovievistas consideraban que la revolución rusa no debía pretender construir el socialismo en su propio país, sino extender la revolución a los países más desarrollados. Había pues que rechazar y combatir toda idea y toda medida que fuera dirigida a avanzar hacia el socialismo en la URSS. Había que tomar unilateralmente y exagerar todo rasgo atrasado, todo lo que dificultara ese avance y negar o menospreciar todo progreso.

Para sostener su posición contraria a la perspectiva de edificar el socialismo en la URSS, Zinóviev llegó a invocar el texto escrito por Engels en 1847, con anterioridad al Manifiesto del Partido Comunista, en el que decía que la revolución comunista se produciría y desarrollaría más o menos simultáneamente en todas las naciones civilizadas[7]. Además de que Engels se refiere a la revolución comunista completa y contempla diferentes ritmos nacionales en su realización, la base de sus afirmaciones es el capitalismo progresivo que se extiende por el mundo destruyendo los viejos modos de producción, y no el imperialismo que se basa en la explotación de los países dominados. Lo que sí resulta evidente de este texto y de toda la labor teórica y práctica de Marx y Engels, es que ellos empujaban la revolución proletaria todo lo lejos que ésta pudiera llegar en cada lugar, a pesar de que el capitalismo todavía se hallaba en su etapa juvenil: nada que ver con el espíritu derrotista de los oportunistas como Kautsky con sus “problemas imposibles de resolver” o como los oposicionistas rusos con su “imposibilidad de edificar el socialismo en la URSS”.

Ciertamente, no es posible alcanzar el comunismo pleno en un solo país, porque el cerco capitalista al que está sometido le obliga a mantener una fuerte organización estatal dirigida a responder eficazmente a las agresiones bélicas y a la influencia corruptora foránea. A su vez, esta organización estatal equivale a conservar en parte la vieja división social del trabajo que ancla a cierto número de individuos a unas mismas funciones y a una posición particular con respecto a los demás. Y esta vieja división del trabajo es una base embrionaria para el surgimiento continuo de nuevos elementos de burguesía, contra el cual es necesario mantener y ejercer la dictadura del proletariado.

Pero, entre la conquista del poder político por la clase obrera y la completa transformación comunista de la sociedad, hay mucho que hacer en cada país -como lo han demostrado los progresos de la URSS y de otros países socialistas-, a condición de que se quiera, a condición de que no se impongan los agoreros trotskistas y zinovievistas vaticinando la imposibilidad de edificar el socialismo en un solo país. Y esta era la encrucijada en la que se encontraba la Unión Soviética en los años veinte.

Para sostener su punto de vista insostenible, los oposicionistas tenían que mentir y ocultar que Lenin ya había resuelto lo fundamental de esta polémica en sus obras El imperialismo, fase superior del capitalismoSobre la consigna de los Estados Unidos de Europa, El programa militar de la revolución proletaria y en las posteriores a Octubre de 1917. Esto es lo que hacía Trotski cuando preguntaba en la XV Conferencia del PC (b) de la URSS: “¿Por qué se exige el reconocimiento teórico de la construcción del socialismo en un solo país? ¿De dónde se ha sacado esta perspectiva? ¿Por qué hasta 1925 nadie planteó esta cuestión?”[8]. Zinóviev, por su parte, interpretaba como negativa a construir el socialismo en la URSS la idea de Lenin de que a los rusos les sería más difícil continuar la revolución proletaria que a los comunistas de Occidente. En cuanto a Kámenev, sostenía que Lenin no se refería a Rusia cuando hablaba sobre la posibilidad de la victoria del socialismo en un solo país.

La mayoría partidaria de la línea bolchevique-leninista no negaba ni menospreciaba las dificultades en el camino de la edificación del socialismo, pero no se rendía ante ellas, como hacían los oposicionistas que rebuscaban en lo dicho por Lenin algún resquicio (o lo tergiversaban) para “justificar” su claudicación ante las fuerzas del capitalismo. Tampoco la mayoría se desentendía de la revolución socialista en otros países, sino que la consideraba la garantía para la victoria definitiva del socialismo, es decir, para evitar que éste fuera destruido desde el exterior. Además, consideraba la solidaridad del proletariado de los países capitalistas con la URSS como una de las palancas que hacía posible la edificación del socialismo en este país y a éste como una base y un ejemplo práctico para potenciar el movimiento obrero revolucionario en aquéllos. En cambio, los oposicionistas menospreciaban el valor de esta solidaridad mientras el proletariado del mundo capitalista no conquistara el poder del Estado. Para ellos, la revolución rusa no podría dar más de sí y debía dedicar sus fuerzas a espolear la revolución en Occidente donde sí sería posible edificar el socialismo (o tampoco, como veremos enseguida).

La mayoría bolchevique perseguía hacer “el máximo de lo realizable en un solo país para desarrollar, apoyar y despertar la revolución en todos los países“[9]; consideraba que el proletariado de cada país debe actuar ante todo sobre el terreno nacional, pero, al hacerlo, resuelve tareas de significación internacional que dimanan de la naturaleza de la clase obrera y de su situación en la sociedad. Así es como, diez años después, la Unión Soviética se convirtió en una gran potencia industrial, la segunda del mundo, con plena independencia económica de los países capitalistas. Gracias a ello, fue capaz de derrotar al desafío fascista del imperialismo, ayudar a extender el campo socialista a un tercio de la humanidad y animar un pujante movimiento obrero en Occidente que arrancó concesiones sin precedentes a los capitalistas.

Profundizando en su concepción equivocada del desarrollo de las fuerzas productivas sociales y de la revolución internacional, Trotski teorizó sobre la “continuidad histórica” de la economía de la URSS como parte de la economía capitalista mundial y su subordinación a ella, como si la revolución no hubiera destruido esa dependencia. El posterior desarrollo de una industria soviética independiente refutó estas especulaciones. Esa supuesta subordinación de las economías nacionales respecto del mercado mundial llevaría a Trotski a negar la posibilidad de edificar el socialismo incluso en los países más desarrollados mientras no triunfara la revolución a escala internacional:

“No sólo la China atrasada, sino, en general, ninguno de los países del mundo podría edificar el socialismo en su marco nacional: el elevado desarrollo de las fuerzas productivas, que sobrepasan las fronteras nacionales, se opone a ello, así como el insuficiente desarrollo de la nacionalización. La dictadura del proletariado en Inglaterra, por ejemplo, chocaría con contradicciones y dificultades de otro carácter, pero acaso no menores de las que se plantearían a la dictadura del proletariado en China. En ambos casos, las contradicciones pueden ser superadas únicamente en el terreno de la revolución mundial”.[10]

Notas:

[5] Kautsky, La dictadura del proletariado.
[6] En uno de sus últimos artículo, Lenin advertía de que tenemos “el inconveniente de que los imperialistas han logrado dividir al mundo en dos campos” (Más vale poco y bueno). En su polémica con Trotski, Bujarin observaba con razón que la mayor parte de la población de Francia está en África y que la mayor parte de la población de Gran Bretaña está en Asia. Y esto proporciona a los capitalistas de las potencias imperialistas una riqueza colosal con la que pueden someter por mucho tiempo a sus propios obreros, dependiendo, claro está, de cuánto se desarrolle la lucha de liberación nacional de los pueblos oprimidos y la solidaridad con ella por parte de aquellos obreros.
[7] Principios del comunismo, Engels. https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/47-princi.htm
[8] Actas taquigráficas, pág. 533; citado en La lucha del partido bolchevique contra el trotskismo, t. 2, pág. 186.
[9] Acerca del infantilismo “izquierdista” y del espíritu pequeñoburgués, Lenin.
[10] La revolución permanente, Trotski, http://www.fundacionfedericoengels.net/images/PDF/trotsky_revolucion_permanente.pdf, pág. 129.

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