Por Arturo del Villar.
NACÍ en un lugar
inadecuado
y en el peor momento de su historia,
nunca sentí que era mi patria la España afascistada,
en donde había que hablar en susurros temerosos,
porque la Policía Secreta vigilaba hasta el pensamiento.
En un colegio de frailes ignorantes y viciosos,
me impusieron canciones religiosas y civiles
que nunca aprendí porque las detestaba,
con lo que me sentía ajeno a la realidad,
creí ser un salvaje sin patria ni religión,
nada más que un estorbo social fuera de la vida.
También en la Universidad se repetían los planes,
me indignaban asignaturas falsificadoras sin ciencia
porque revestían el engaño de doctrina,
pobre español vergonzoso de serlo
con películas y libros censurados, y misas y novenas,
y consignas fascistas sobre el Estado
y el culto al invicto por la divina gracia,
pero sobre todo un miedo oculto apenas en los
bolsillos.
Una generación de españoles nacidos en la posguerra
se arrastró sin conocimiento ni esperanza:
tuvo que ser la mía, la que heredó un futuro muerto
como una referencia permanente del conflicto,
la del hambre y los piojos, y más que nada el miedo,
la que estudió el disimulo antes que los teoremas,
y aprendió en Julio César a hacer el saludo romano.
Pertenecía entonces al Sindicato Español
Universitario,
porque
era obligatorio comprar el carné vergonzoso,
y después a la Organización Sindical para poder
trabajar,
siempre con el temor de ser cogido en falta
por no ir a la iglesia ni a mítines políticos:
yo no elegí ese país ni ese tiempo triste para nacer,
pero me hicieron sufrirlo la Falange y la Iglesia,
no tenía patria ni religión ni esperanza,
sólo un tiempo heredado que nunca sentí mío,
sin futuro posible, sin una vida propia.
Yo nací en realidad en 1967,
cuando reuní dinero para pagarme un viaje
fuera de la patria impuesta no querida nunca:
se cumplía el medio siglo de la Revolución Soviética
y Europa lo celebraba, con excepción de España:
descubrí un arte ignorado, vi películas históricas,
compré una camisa de campesino ruso,
y sobre todo me iluminó la vida un libro en castellano
publicado en Moscú por la Editorial Progreso:
El Estado y
la Revolución, un himno a la
humanidad
con el que Vladimir Ilich dio la libertad al mundo,
y a mí también en otro tiempo al empezar la historia.
Desde entonces tengo una patria y una iglesia,
un pasado con porvenir realizándose en libertad:
se llaman Lenin, destinos para el hombre nuevo,
respuestas desde adentro que hacen cantar a la Tierra,
qué invasión de esperanzas para la democracia,
para la libertad, para el destino común de los seres.
Digo Lenin y el trabajo se hace armonía,
digo Lenin y la paz se extiende sobre los campos,
digo Lenin y los pueblos ordenan sus senderos,
digo Lenin y suena a pedestal para la gloria,
en donde dejo evocado este homenaje sin momentos.
Arturo del Villar,
poeta republicano.
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