Por Arturo del Villar
La
sublevación de los militares monárquicos en 1936, es obvio decirlo, significó
un profundo tajo en la historia de España: las libertades públicas alcanzadas
durante la República desaparecieron, para dar paso a la guerra más sanguinaria
conocida hasta entonces. Aquella trágica circunstancia histórica alteró la vida
de los españoles en todos sus aspectos, y en el caso de los escritores modificó
también su escritura. Es lo que sucedió con la de Ernestina de Champourcin,
autora de cuatro libros de poemas publicados hasta entonces, en los que además
de temas de cada día expuso su concepto del amor. Todo ello quedó olvidado ante
la conmoción de la guerra, dando lugar a una nueva poética imposible antes.
Su vida de señorita burguesa terminó en ese
momento. Ya antes había demostrado un compromiso social con los necesitados, en
lo que coincidía con su amiga Constancia de la Mora, que se casaría con Ignacio
Hidalgo de Cisneros, el renovador la aviación republicana. Sus convicciones democráticas
la alinearon junto al pueblo agredido por los militares monárquicos. Debido a sus
ideas sociales, y por su amistad entonces con el que enseguida iba a ser su
marido, Juan José Domenchina, secretario particular primero y después político de
Manuel Azaña, se ofreció para trabajar al servicio de la República, y lo hizo
como enfermera y como responsable de una residencia de niñas abandonadas a
causa del conflicto. Y lo mismo que su vida, se modificó su poética.
En el número XII de la revista Hora de España, impreso en Valencia en
diciembre de 1937, se publicaron cuatro poemas de Ernestina, bajo el título
común de "Sangre en la tierra", claramente anunciador del tema que
los inspiraba. Cada uno de ellos presenta su propio título entre paréntesis y
al margen, lo que implica que se trata de una serie unitaria.
Fueron escritos en versos alejandrinos, uno
de ellos quebrado. El primero y el tercero sostienen en todos los versos la
asonancia en i-o, lo que imita al romance de los cantares de gesta, puesto que
cada verso debe dividirse en dos hemistiquios heptasílabos. Por su parte, el
segundo y el cuarto se estructuran en estrofas de cuatro versos blancos, una
forma frecuente en la poesía de esta escritora.
Canto al miliciano desconocido
El primer poema, titulado "(El
centinela)", es una celebración del Ejército popular, representado en un
soldado anónimo que hace guardia frente al enemigo. Es un símbolo
representativo de todos aquellos jóvenes obreros, pescadores y campesinos, que
dejaron sus ocupaciones para tomar las pocas armas de que se disponía, y
enfrentarse a un enemigo dotado del armamento más moderno entonces, facilitado
por sus patrocinadores los nazis alemanes y los fascistas italianos. Es también
un símbolo de la victoria del pueblo contra sus agresores, anunciada por la
escritora utilizando una metáfora sencilla: la del amanecer vencedor de la
noche en que la traición había sumido a España. Así lo explican los versos:
Bajo el viento y la lluvia
tu frente con su signo.
Tu soledad poblada de puños
encendidos.
Tus ojos acechando, tus
venas en delirio
latiendo con el pulso
insomne del destino.
Tus dos pies en la tierra
que un sórdido designio
intenta enajenar. Tus pies
libres, cautivos
de su afán indomable.
¡Clávalos en el limo
que harás fértil un día y no
cedas el sitio
que tus plantas bautizan con
el orgullo esquivo
de su inmóvil cansancio! ¡Ya
se abre el camino
del alba entre la niebla!
¡Hay un silencio herido
por el heroico esfuerzo con
que miles de gritos
sofocan sus clamores! Cerca
de ti un gemido
gotea de amargura , y en
medio del rocío
va sembrando el dolor su
simiente de lirios.
¡Amanecer de muerte sobre
los campos fríos!
Bajo el sol que aún no quema
sigue tu piel erguida
y en tus manos heladas una
visión de siglos
palpita ya hecha carne.
¡Sobre el mundo en peligro
se convierte en aurora la
noche que has vencido!
El anónimo miliciano representa a todo el
Ejército popular que combate contra el nazifascismo internacional. Está solo,
pero siente a su lado miles de puños, símbolo de los partidos de la izquierda
política. Permanece inmóvil en el lugar que le corresponde, cumpliendo con su
deber disciplinadamente en el puesto asignado, durante una noche de viento y
lluvia. Pronto llegará la aurora, vencedora de la oscuridad, como una señal de
la victoria del pueblo frente a sus agresores reaccionarios, las fuerzas
oscuras del mal lanzadas sobre España.
Son muy significativas las palabras
empleadas para describir la postura del centinela: pies libres, orgullo
esquivo, heroico esfuerzo, y otras semejantes. La palabra final del poema es la
más intensa, puesto que califica de vencedor al miliciano, con una victoria que
debía ser la del Ejército al que servía en defensa de las libertades públicas. La
autora expresó así un sentimiento compartido entonces por los milicianos.
El dolor como esperanza
El segundo poema, titulado "(La amante)",
reproduce el lamento de una mujer que intuye certeramente la muerte de su
compañero soldado. Padece un gran dolor, pero matizado por la confianza de que
esa muerte del amado habrá servido para colaborar a la victoria final del
Ejército popular en el que servía. Por eso la amante no llora por el muerto,
sino que manifiesta su fe en el triunfo final del pueblo contra el nazifascismo
internacional.
En un momento en que los sublevados
bendecidos por el Vaticano invocaban a un extraño dios alentador de sus
crímenes, Ernestina hace decir a esa mujer que ningún dios conseguiría derrotar
al pueblo en armas. Fue su denuncia contra ese dios criminal, del que
blasfemaba su amigo León Felipe con palabras tronantes, porque era un dios
anticristiano. Así se expresaba la amante ya viuda:
Ahora sé que no vuelves: lo
sé en mi carne muerta
a todos los latidos que no traen tu
recuerdo,
en la inmovilidad de mis
manos febriles,
en el mudo abandono de mi
sien resignada.
Lo sé tácitamente con la
firme certeza
de lo que nadie puede borrar
de nuestra vida,
con la seguridad punzante y
destructora
de lo que ningún dios hará
retroceder.
Lo sé porque aún me ciñe en
fervoroso abrazo
tu cuerpo que prolonga su
verdad en el mío
para que así perdure en
colmo de piedades
su última caricia.
Lo sé: ya nadie intenta desclavar
de mi pecho
la horrible certidumbre que
sin querer acuno:
es el postrer regalo de tu
amor: lo recibo
con las palmas abiertas,
iluminadamente.
También sé que vendrá un día en que tu
gloria
será la gloria pura del mundo liberado,
un día en que tu sangre
derramada en secreto
recogerá la mies de su don
decisivo.
Sin ti nada es posible y por
eso te he dado
el azar tenebroso de la lucha
suprema,
porque sé que perdiéndote
ganaré para todos
un limpio amanecer desnudo de
rencores.
No es resignación, sino convencimiento de
que la muerte del compañero va a ser la simiente necesaria para la victoria del
pueblo movilizado en defensa de sus libertades. Y cuando eso suceda, en ese día
glorioso también el muerto gozará de esa gloria compartida. El último verso
repite la metáfora utilizada al final del poema anterior, y anuncia "un
limpio amanecer" al término de la guerra, cuando los rebeldes fuesen derrotados
por el pueblo.
Heridos
y vencidos
Con el tercer poema, "(El herido
ciego)", descubrimos el hospital de sangre instalado en el Instituto
Oftálmico de Madrid, donde sirvió Ernestina como enfermera. La escritora
dialoga idealmente con un soldado que se ha quedado ciego. Está vencido ya por
completo, aunque la guerra continúe, y por eso dice que se halla en la noche,
ya que para él no habrá amanecer, esa luz que esperaba en los dos poemas
precedentes, que aquí se describe como un “amanecer a oscuras”. La insensatez
de la guerra ha acabado con el sentido de la vista del miliciano, y la
escritora lamenta que no pueda conseguir devolvérselo, no le es posible más que
protestar contra el horror de la guerra organizada por los sublevados monárquicos:
La noche se hizo carne en
tus ojos heridos.
¡Carne de soledad! Qué
angustia de caminos
empañados en niebla, de sones desvaídos
que a nada se refieren, de
inútiles designios
que tu pupila, inmóvil, no
abarcará, vencidos.
¡Qué amanecer a oscuras en
tierras sin sentido
donde todo es volumen, donde el silencio
mismo
se hace duro y compacto,
donde el roce más nimio
desgarra y estremece como
un inmenso grito
de luz y primavera! --¡Qué
sombra de martirio
en tu mirar enhiesto que cercaba
al destino
rompiendo sus contornos,
destrozando sus mitos,
dejándolo desnudo, sin
farsas ni egoísmos!...--
La noche para siempre, la
noche con su esquivo
y vacilante rumbo. Nada
puede ya el lino
de mis manos abiertas ni su
apoyo tendido
en el rastro borroso de tu
andar indeciso.
Nada puede mi voz contra
el áspero frío
que inundando tus ojos te
aísla de lo vivo
y te roba la gracia del
paisaje encendido
del horizonte en fiesta
donde todo es camino.
¡No te queda más ruta que
la que va a ti mismo!
El herido ciego no volverá a contemplar los
paisajes. Sí lo hace Ernestina en el cuarto poema, titulado simplemente
"(Paisaje)". En los anteriores se refería a un amanecer luminoso, en
el que simbolizaba la victoria popular. Aquí empieza por alabar la belleza
simple del campo, al ver el cielo azul reflejado sobre un río, en la
tranquilidad del mediodía sereno, pero inmediatamente recuerda que muy poco más
allá está la muerte despertada por los rebeldes, porque escucha un "atroz
repiqueteo". Le parecía haber contemplado en un sueño aquel paisaje
bucólico, del que despertaba violentamente. La placidez idílica del paisaje en
paz es falsa en ese momento:
¡El cielo sobre el río!
¡Qué castidad de sienes
bañadas en la pura delicia
de su abrazo!
¡Y qué lenta embriaguez de
sol y de quietudes,
qué distancia tendida
entre el odio y la paz!
Más allá de este azul que
todo lo acrisola,
de esta belleza inmune donde el pulso se
inhibe,
los ávidos nudillos de la
muerte despiertan
a los que no rehúyen su atroz
repiqueteo.
--¡Despertarse sangrando
del sueño de la vida,
en otro sueño oscuro del que
jamás se vuelve,
trocar las realidades
febriles de la lucha
por un falso y estéril
reposo sin victoria!--
El ágil mediodía radiante
de promesas
descubre luz a luz sus
pródigos designios,
pero el eco inseguro de
las voces tronchadas
le interrumpe,
quebrándole, su cálida ascensión.
¡Río y cielo! Qué venda
para ceñir las frentes
y contener el soplo vital
que se desliza
camino de la nada. ¡Qué
toque de milagro
para unir el espíritu a
su carne ya en fuga!
Esta poesía sobre la guerra es peculiar, diferente de los cantos épicos escritos entonces por Rafael Alberti, Nicolás Guillén o Pablo Neruda, para citar tres ejemplos magistrales, de tres procedencias diferentes. Se dirá que es poesía femenina, y efectivamente lo es, porque expresa unos sentimientos proyectados por una sensibilidad de mujer. Poesía de una mujer comprometida con la causa popular, que tomaba parte en la guerra de la forma que le era posible, y que cantaba a los milicianos como símbolo de la libertad. Y es sobre todo poesía, algo que a veces no se daba en muchos de los poemas inspirados por la contienda, mejor intencionados que escritos.
Presencia de la muerte
Esta serie titulada "Sangre en la
tierra" tuvo su continuación en dos poemas aparecidos en un folleto de
cuatro páginas, dirigido por Juan José Domenchina, Poesía Española. Suplemento Literario del Servicio Español de
Información, impreso en Valencia en mayo de 1938; los poemas de Ernestina
están separados, en las páginas 3 y 4, y tienen como protagonista a la muerte;
importa recuperarlos, porque no los recogió en ninguno de sus libros. El primero,
"Muerte sin nombre", alude a la de un niño desconocido, víctima de
alguna acción de los sublevados. Al contemplar su cuerpo inerte, piensa
Ernestina que hubiera podido haber sido un hijo suyo, y describe su evolución
desde que era un feto hasta ese momento trágico en que ella, madre de un
muerto, lo acuna mientras le dice lo que no podía ser una nana, en alejandrinos
blancos:
Porque ignoré tu nombre,
tu voz y tus caprichos,
porque no palpitaste sin
forma en mis entrañas,
ni bebiste en mis senos
la vida que ahora mueres,
porque no me llamaron tus
torpes balbuceos,
porque no fuiste mío,
acuno tu morir.
Pudiste haber secado la
fuente de mis sueños
robándole a mis horas su
luminosa espera,
pudiste navegar hacia la
nada inerte
llevándote mi aliento en
un postrer vagido.
Pudiste serlo todo para
mis manos lacias
que se abrirían hoy con
mayor amargura,
pudiste desgarrarme con
tu muerte lejana
que en mí hubiera cuajado
su eternidad de hielo.
Hoy, que no eres de nadie
y que tu sien bautiza
con tu sangre inocente la
tierra mancillada,
repetiré tu nombre que
nunca he pronunciado
hasta que tu presencia vuelva a crearse en
mí.
Le hubiera gustado ser madre de un niño,
pero al mismo tiempo reconoce que si ese niño desconocido hubiera sido hijo
suyo, ahora estaría llorando su muerte. Da la vuelta al simbolismo cristiano
del bautizo mediante el agua derramada en la cabeza de los niños, diciendo que
la sangre de ese niño asesinado por los rebeldes bautiza a la tierra sobre la
que cae. Volveremos a comentar que es poesía femenina, por su tonalidad maternal,
pero no es más que la expresión de un
sentimiento humano ante la muerte de un niño. Todos los muertos en las guerras
son innecesarios, pero los niños además son víctimas inocentes.
Un anticanto a la primavera
El otro poema se titula "Primavera en
la muerte", con un subtítulo, "(Elegía de los sentidos)",
también compuesto en alejandrinos blancos. La primavera está considerada una
estación feliz, y solía ser cantada por los poetas como una invitación a la
vida, porque significa el renacer de la naturaleza. Sin embargo, Ernestina
escribe un anticanto, porque la primavera de 1938 fue especialmente nefasta,
llena de muertes motivadas por la caída de Aragón en manos de los rebeldes, y
por los criminales bombardeos sobre Barcelona entre el 16 y el 21 de marzo, que
causaron cerca de cuatro mil muertos y heridos entre la población civil. Por
ello nadie se percató de que había llegado la nueva estación, habitualmente
llamada la de las flores, pero que en 1938 fue de las muertes:
Viniste de puntillas, sin que nadie te oyera.
El clamor de la sangre cegó
nuestros oídos
con un grumo de angustia
mientras tú, solitaria,
recorrías tu senda entre
cuerpos tronchados.
Tu presencia de luz se nos
hizo invisible
por no herir las pupilas
inmóviles, cuajadas
en el mirar atroz,
concreto, de la muerte.
Viniste rastreando las
huellas del dolor.
Abandonaste el haz de todas
tus fragancias
en el tibio refugio del
nido más secreto.
La brisa se negaba a
manchar tus aromas
en la atmósfera tensa de
gritos y rencores.
Un lento florecer de pálidos
capullos
se abrió al mágico roce
de tus manos abiertas.
Corolas prematuras
acercan a los labios
con honda pesadumbre un
fruto de ceniza.
Llegaste medio oculta sin
atreverte apenas
a acariciar la fiebre de
los pulsos, tendidos
en inmortal galope sobre
esos campos yermos
que te niegan un surco
propicio a florecer.
Llegaste medio oculta sin
que nadie ofreciera
un remanso de paz a tu
dulzura impúber,
y ungiste suavemente con
tus besos de virgen
las sienes de los niños
muertos en tu regazo.
Este verso final del poema lo enlaza con el
anterior, y el tema de los dos poemas se une al de la serie "Sangre en la
tierra". Esa primavera de 1938 la tierra española se hallaba ensangrentada
por culpa de unos militares traidores a la República y a la patria. Los
campesinos no la sembraron, porque debían empuñar las armas para defender su
libertad contra esos militares sublevados. No nacerían tampoco flores, porque
la tierra estaba regada con sangre de mártires. Sólo se veía desolación en los
yermos campos españoles, sementados de víctimas inocentes. Era una
"Primavera en la muerte", efectivamente, y el poema contiene una
"(Elegía de los sentidos)", porque todos quedaron dañados en esa
circunstancia trágica.
La muerte fue asimismo la protagonista de
la novela ambientada en el Madrid de 1936, que debiera haberse titulado
probablemente Mientras allí se muere.
La muerte fue la compañera inevitable de aquellos días, y por eso se metió en
sus escritos en prosa y en verso. Constituía una motivación fatídica para la
escritura, porque era la consecuencia inevitable de la guerra, en la que ella
participaba de la única manera que le estaba permitido hacerlo: con su trabajo
en ayuda de los niños y de los heridos, y con su pluma, convertida en arma
acusadora contra los sublevados, causantes de aquella inmensa tragedia.
La pluma y la pistola
Ernestina de Champourcin se había alineado
como su marido al servicio de la República, con mayor verdad que los
integrantes de la agrupación así denominada. Hasta la sublevación de los
militares monárquicos escribió sobre los temas inquietantes para todos los seres
humanos en sus variados aspectos, con atención destacada al sufrimiento. Después
su escritura se centró en un único asunto, el de la guerra, cuando el sufrimiento
se alojó en la entraña del pueblo obligado a defenderse de la agresión impuesta
por los militares rebeldes. Lo trató con una sensibilidad especial, que es
lícito denominar femenina, aunque este término padezca actualmente una devaluación
absurda. Puesto que Ernestina era mujer sentía como mujer, y reflejaba sus
sentimientos en la escritura como mujer también.
Cada persona actuó según sus posibilidades.
Por ejemplo, Machado, aviejado y enfermo, deseaba que su pluma de poeta
equivaliese a la pistola del general Enrique Líster, para combatir a los
rebeldes, y con ella le dedicó un excelente poema. La pluma de Ernestina no
quiso cantar a los generales leales, ni las acciones heroicas realizadas por
los milicianos. Se alegraba al conocerlas, y confiaba en el triunfo popular,
desde luego, pero su pluma se mojaba en los acontecimientos cotidianos, que
eran trágicos en esos días.
Cuidaba a los niños abandonados, y escribía
sobre los niños asesinados por la barbarie fascista. Atendía a los heridos y
contaba sus dolores. Sabía que tras los generales leales, ensalzados en los
noticiarios como consecuencia de una acción victoriosa, se alineaban los
muchachos anónimos, obreros, pescadores y campesinos, que acudieron voluntarios
a defender la libertad alcanzada en su patria, y les dedicaba sus versos.
Siguió las consideraciones anotadas por Azaña en su diario el 22 de junio de
1937, después de recibir a la redacción de Hora
de España precisamente, en el cuaderno “La Pobleta, 1937”, incluido en el
sexto volumen de sus Obras completas editadas
por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales en 2007, en la página
345:
Me parece corto, escaso, el impulso que
lleva, más o menos a sabiendas, a cantar
el heroísmo. La guerra no se compone toda de heroísmo, ni principalmente.
Habría que mostrar, con la evidencia comunicativa de lo poético, el sufrimiento
humano, dentro del cuadro grandioso y terrible de la guerra; el eterno
sufrimiento del hombre, aherrojado por su destino implacable.
Es lo que hizo exactamente Ernestina en sus
poemas compuestos durante la guerra: mostró en verso el sufrimiento humano. Su
pluma valió como una pistola de capitán, igual que la de Machado y la de todos
los poetas leales. Cada uno de ellos estuvo en su puesto sin dudar, por
conciencia del deber, según decía Ernestina, frente a los que traicionaron a su
patria, a su condición y a su palabra.
Fieles hasta el final, Ernestina y Juan José
Domenchina cruzaron la frontera francesa en febrero de 1939, compartiendo el
éxodo de soldados, mujeres, niños y ancianos, para evitar las sangrientas
represalias de los vencedores. Se instalaron inicialmente en Toulouse, donde
sufrieron tres meses de privaciones y miseria, hasta que lograron embarcar para
México, gracias a la recomendación de don Manuel Azaña, que seguía manteniendo
correspondencia con su antiguo secretario. La rebelión de los militares monárquicos
destruyó la felicidad del pueblo español, hundiéndolo en la noche más negra de
su historia. Es cierto que dio lugar a una espléndida poesía, pero eso no puede
compensar las muertes, el exilo y la cárcel que originó.
ARTURO DEL VILLAR
PRESIDENTE DEL COLECTIVO REPUBLICANO TERCER MILENIO
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