25 de noviembre de 2019

Ernestina de Champourcin, madrina poética de guerra




Por Arturo del Villar
 
   La sublevación de los militares monárquicos en 1936, es obvio decirlo, significó un profundo tajo en la historia de España: las libertades públicas alcanzadas durante la República desaparecieron, para dar paso a la guerra más sanguinaria conocida hasta entonces. Aquella trágica circunstancia histórica alteró la vida de los españoles en todos sus aspectos, y en el caso de los escritores modificó también su escritura. Es lo que sucedió con la de Ernestina de Champourcin, autora de cuatro libros de poemas publicados hasta entonces, en los que además de temas de cada día expuso su concepto del amor. Todo ello quedó olvidado ante la conmoción de la guerra, dando lugar a una nueva poética imposible antes. 



  Su vida de señorita burguesa terminó en ese momento. Ya antes había demostrado un compromiso social con los necesitados, en lo que coincidía con su amiga Constancia de la Mora, que se casaría con Ignacio Hidalgo de Cisneros, el renovador la aviación republicana. Sus convicciones democráticas la alinearon junto al pueblo agredido por los militares monárquicos. Debido a sus ideas sociales, y por su amistad entonces con el que enseguida iba a ser su marido, Juan José Domenchina, secretario particular primero y después político de Manuel Azaña, se ofreció para trabajar al servicio de la República, y lo hizo como enfermera y como responsable de una residencia de niñas abandonadas a causa del conflicto. Y lo mismo que su vida, se modificó su poética.
   

   En el número XII de la revista Hora de España, impreso en Valencia en diciembre de 1937, se publicaron cuatro poemas de Ernestina, bajo el título común de "Sangre en la tierra", claramente anunciador del tema que los inspiraba. Cada uno de ellos presenta su propio título entre paréntesis y al margen, lo que implica que se trata de una serie unitaria.


   Fueron escritos en versos alejandrinos, uno de ellos quebrado. El primero y el tercero sostienen en todos los versos la asonancia en i-o, lo que imita al romance de los cantares de gesta, puesto que cada verso debe dividirse en dos hemistiquios heptasílabos. Por su parte, el segundo y el cuarto se estructuran en estrofas de cuatro versos blancos, una forma frecuente en la poesía de esta escritora.



Canto al miliciano desconocido



   El primer poema, titulado "(El centinela)", es una celebración del Ejército popular, representado en un soldado anónimo que hace guardia frente al enemigo. Es un símbolo representativo de todos aquellos jóvenes obreros, pescadores y campesinos, que dejaron sus ocupaciones para tomar las pocas armas de que se disponía, y enfrentarse a un enemigo dotado del armamento más moderno entonces, facilitado por sus patrocinadores los nazis alemanes y los fascistas italianos. Es también un símbolo de la victoria del pueblo contra sus agresores, anunciada por la escritora utilizando una metáfora sencilla: la del amanecer vencedor de la noche en que la traición había sumido a España. Así lo explican los versos:



                   Bajo el viento y la lluvia tu frente con su signo.

                   Tu soledad poblada de puños encendidos.

                   Tus ojos acechando, tus venas en delirio

                   latiendo con el pulso insomne del destino.



                   Tus dos pies en la tierra que un sórdido designio

                   intenta enajenar. Tus pies libres, cautivos

                   de su afán indomable. ¡Clávalos en el limo

                   que harás fértil un día y no cedas el sitio

                   que tus plantas bautizan con el orgullo esquivo

                   de su inmóvil cansancio! ¡Ya se abre el camino

                   del alba entre la niebla! ¡Hay un silencio herido

                   por el heroico esfuerzo con que miles de gritos

                   sofocan sus clamores! Cerca de ti un gemido

                   gotea de amargura , y en medio del rocío

                   va sembrando el dolor su simiente de lirios.

                   ¡Amanecer de muerte sobre los campos fríos!



                   Bajo el sol que aún no quema sigue tu piel erguida

                   y en tus manos heladas una visión de siglos

                   palpita ya hecha carne. ¡Sobre el mundo en peligro

                   se convierte en aurora la noche que has vencido!



      El anónimo miliciano representa a todo el Ejército popular que combate contra el nazifascismo internacional. Está solo, pero siente a su lado miles de puños, símbolo de los partidos de la izquierda política. Permanece inmóvil en el lugar que le corresponde, cumpliendo con su deber disciplinadamente en el puesto asignado, durante una noche de viento y lluvia. Pronto llegará la aurora, vencedora de la oscuridad, como una señal de la victoria del pueblo frente a sus agresores reaccionarios, las fuerzas oscuras del mal lanzadas sobre España.


   Son muy significativas las palabras empleadas para describir la postura del centinela: pies libres, orgullo esquivo, heroico esfuerzo, y otras semejantes. La palabra final del poema es la más intensa, puesto que califica de vencedor al miliciano, con una victoria que debía ser la del Ejército al que servía en defensa de las libertades públicas. La autora expresó así un sentimiento compartido entonces por los milicianos.



El dolor como esperanza



   El segundo poema, titulado "(La amante)", reproduce el lamento de una mujer que intuye certeramente la muerte de su compañero soldado. Padece un gran dolor, pero matizado por la confianza de que esa muerte del amado habrá servido para colaborar a la victoria final del Ejército popular en el que servía. Por eso la amante no llora por el muerto, sino que manifiesta su fe en el triunfo final del pueblo contra el nazifascismo internacional.


   En un momento en que los sublevados bendecidos por el Vaticano invocaban a un extraño dios alentador de sus crímenes, Ernestina hace decir a esa mujer que ningún dios conseguiría derrotar al pueblo en armas. Fue su denuncia contra ese dios criminal, del que blasfemaba su amigo León Felipe con palabras tronantes, porque era un dios anticristiano. Así se expresaba la amante ya viuda:



                   Ahora sé que no vuelves: lo sé en mi carne muerta

                   a todos los latidos que no traen tu recuerdo,

                   en la inmovilidad de mis manos febriles,

                   en el mudo abandono de mi sien resignada.



                   Lo sé tácitamente con la firme certeza

                   de lo que nadie puede borrar de nuestra vida,

                   con la seguridad punzante y destructora

                   de lo que ningún dios hará retroceder.



                   Lo sé porque aún me ciñe en fervoroso abrazo

                   tu cuerpo que prolonga su verdad en el mío  

                   para que así perdure en colmo de piedades

                   su última caricia.



                 Lo sé: ya nadie intenta desclavar de mi pecho

                   la horrible certidumbre que sin querer acuno:

                   es el postrer regalo de tu amor: lo recibo

                   con las palmas abiertas, iluminadamente. 



    También sé que vendrá un día en que tu gloria

                   será la gloria pura del mundo liberado,

                   un día en que tu sangre derramada en secreto

                   recogerá la mies de su don decisivo.



                  Sin ti nada es posible y por eso te he dado

                  el azar tenebroso de la lucha suprema,

                  porque sé que perdiéndote ganaré para todos

                  un limpio amanecer desnudo de rencores.



   No es resignación, sino convencimiento de que la muerte del compañero va a ser la simiente necesaria para la victoria del pueblo movilizado en defensa de sus libertades. Y cuando eso suceda, en ese día glorioso también el muerto gozará de esa gloria compartida. El último verso repite la metáfora utilizada al final del poema anterior, y anuncia "un limpio amanecer" al término de la guerra, cuando los rebeldes fuesen derrotados por el pueblo.



Heridos  y vencidos



   Con el tercer poema, "(El herido ciego)", descubrimos el hospital de sangre instalado en el Instituto Oftálmico de Madrid, donde sirvió Ernestina como enfermera. La escritora dialoga idealmente con un soldado que se ha quedado ciego. Está vencido ya por completo, aunque la guerra continúe, y por eso dice que se halla en la noche, ya que para él no habrá amanecer, esa luz que esperaba en los dos poemas precedentes, que aquí se describe como un “amanecer a oscuras”. La insensatez de la guerra ha acabado con el sentido de la vista del miliciano, y la escritora lamenta que no pueda conseguir devolvérselo, no le es posible más que protestar contra el horror de la guerra organizada por los sublevados monárquicos:



                    La noche se hizo carne en tus ojos heridos.

                    ¡Carne de soledad! Qué angustia de caminos

                    empañados en niebla, de sones desvaídos

                    que a nada se refieren, de inútiles designios

                    que tu pupila, inmóvil, no abarcará, vencidos.



                    ¡Qué amanecer a oscuras en tierras sin sentido

                    donde todo es volumen, donde el silencio mismo

                    se hace duro y compacto, donde el roce más nimio

                    desgarra y estremece como un inmenso grito

                    de luz y primavera! --¡Qué sombra de martirio

                    en tu mirar enhiesto que cercaba al destino

                    rompiendo sus contornos, destrozando sus mitos,

                    dejándolo desnudo, sin farsas ni egoísmos!...--



                     La noche para siempre, la noche con su esquivo

                     y vacilante rumbo. Nada puede ya el lino

                    de mis manos abiertas ni su apoyo tendido

                     en el rastro borroso de tu andar indeciso.

                     Nada puede mi voz contra el áspero frío

                     que inundando tus ojos te aísla de lo vivo

                     y te roba la gracia del paisaje encendido

                     del horizonte en fiesta donde todo es camino.

                     ¡No te queda más ruta que la que va a ti mismo!



   El herido ciego no volverá a contemplar los paisajes. Sí lo hace Ernestina en el cuarto poema, titulado simplemente "(Paisaje)". En los anteriores se refería a un amanecer luminoso, en el que simbolizaba la victoria popular. Aquí empieza por alabar la belleza simple del campo, al ver el cielo azul reflejado sobre un río, en la tranquilidad del mediodía sereno, pero inmediatamente recuerda que muy poco más allá está la muerte despertada por los rebeldes, porque escucha un "atroz repiqueteo". Le parecía haber contemplado en un sueño aquel paisaje bucólico, del que despertaba violentamente. La placidez idílica del paisaje en paz es falsa en ese momento:



                     ¡El cielo sobre el río! ¡Qué castidad de sienes

                     bañadas en la pura delicia de su abrazo!

                     ¡Y qué lenta embriaguez de sol y de quietudes,

                     qué distancia tendida entre el odio y la paz!



                     Más allá de este azul que todo lo acrisola,

                     de esta belleza inmune donde el pulso se inhibe,

                     los ávidos nudillos de la muerte despiertan

                     a los que no rehúyen su atroz repiqueteo. 



                     --¡Despertarse sangrando del sueño de la vida,

                      en otro sueño oscuro del que jamás se vuelve,

                      trocar las realidades febriles de la lucha

                      por un falso y estéril reposo sin victoria!--



                      El ágil mediodía radiante de promesas

                      descubre luz a luz sus pródigos designios,

                      pero el eco inseguro de las voces tronchadas

                      le interrumpe, quebrándole, su cálida ascensión.



                      ¡Río y cielo! Qué venda para ceñir las frentes

                      y contener el soplo vital que se desliza

                      camino de la nada. ¡Qué toque de milagro

                      para unir el espíritu a su carne ya en fuga!





  
Esta poesía sobre la guerra es peculiar, diferente de los cantos épicos escritos entonces por Rafael Alberti, Nicolás Guillén o Pablo Neruda, para citar tres ejemplos magistrales, de tres procedencias diferentes. Se dirá que es poesía femenina, y efectivamente lo es, porque expresa unos sentimientos proyectados por una sensibilidad de mujer. Poesía de una mujer comprometida con la causa popular, que tomaba parte en la guerra de la forma que le era posible, y que cantaba a los milicianos como símbolo de la libertad. Y es sobre todo poesía, algo que a veces no se daba en muchos de los poemas inspirados por la contienda, mejor intencionados que escritos. 



Presencia de la muerte



   Esta serie titulada "Sangre en la tierra" tuvo su continuación en dos poemas aparecidos en un folleto de cuatro páginas, dirigido por Juan José Domenchina, Poesía Española. Suplemento Literario del Servicio Español de Información, impreso en Valencia en mayo de 1938; los poemas de Ernestina están separados, en las páginas 3 y 4, y tienen como protagonista a la muerte; importa recuperarlos, porque no los recogió en ninguno de sus libros. El primero, "Muerte sin nombre", alude a la de un niño desconocido, víctima de alguna acción de los sublevados. Al contemplar su cuerpo inerte, piensa Ernestina que hubiera podido haber sido un hijo suyo, y describe su evolución desde que era un feto hasta ese momento trágico en que ella, madre de un muerto, lo acuna mientras le dice lo que no podía ser una nana, en alejandrinos blancos:



                      Porque ignoré tu nombre, tu voz y tus caprichos,

                      porque no palpitaste sin forma en mis entrañas,

                      ni bebiste en mis senos la vida que ahora mueres,

                      porque no me llamaron tus torpes balbuceos,

                      porque no fuiste mío, acuno tu morir.



                      Pudiste haber secado la fuente de mis sueños

                      robándole a mis horas su luminosa espera,

                      pudiste navegar hacia la nada inerte

                      llevándote mi aliento en un postrer vagido.



                      Pudiste serlo todo para mis manos lacias

                      que se abrirían hoy con mayor amargura,

                      pudiste desgarrarme con tu muerte lejana

                      que en mí hubiera cuajado su eternidad de hielo.



                      Hoy, que no eres de nadie y que tu sien bautiza

                      con tu sangre inocente la tierra mancillada,

                      repetiré tu nombre que nunca he pronunciado

                      hasta que tu presencia vuelva a crearse en mí.



   Le hubiera gustado ser madre de un niño, pero al mismo tiempo reconoce que si ese niño desconocido hubiera sido hijo suyo, ahora estaría llorando su muerte. Da la vuelta al simbolismo cristiano del bautizo mediante el agua derramada en la cabeza de los niños, diciendo que la sangre de ese niño asesinado por los rebeldes bautiza a la tierra sobre la que cae. Volveremos a comentar que es poesía femenina, por su tonalidad maternal, pero no es más que  la expresión de un sentimiento humano ante la muerte de un niño. Todos los muertos en las guerras son innecesarios, pero los niños además son víctimas inocentes.



Un anticanto a la primavera



   El otro poema se titula "Primavera en la muerte", con un subtítulo, "(Elegía de los sentidos)", también compuesto en alejandrinos blancos. La primavera está considerada una estación feliz, y solía ser cantada por los poetas como una invitación a la vida, porque significa el renacer de la naturaleza. Sin embargo, Ernestina escribe un anticanto, porque la primavera de 1938 fue especialmente nefasta, llena de muertes motivadas por la caída de Aragón en manos de los rebeldes, y por los criminales bombardeos sobre Barcelona entre el 16 y el 21 de marzo, que causaron cerca de cuatro mil muertos y heridos entre la población civil. Por ello nadie se percató de que había llegado la nueva estación, habitualmente llamada la de las flores, pero que en 1938 fue de las muertes:



                    Viniste de  puntillas, sin que nadie te oyera.   

                    El clamor de la sangre cegó nuestros oídos

                    con un grumo de angustia mientras tú, solitaria,

                    recorrías tu senda entre cuerpos tronchados. 



                    Tu presencia de luz se nos hizo invisible

                    por no herir las pupilas inmóviles, cuajadas

                    en el mirar atroz, concreto, de la muerte.

                    Viniste rastreando las huellas del dolor.



                     Abandonaste el haz de todas tus fragancias

                     en el tibio refugio del nido más secreto.

                     La brisa se negaba a manchar tus aromas

                     en la atmósfera tensa de gritos y rencores.



                      Un lento florecer de pálidos capullos

                      se abrió al mágico roce de tus manos abiertas.

                      Corolas prematuras acercan a los labios

                      con honda pesadumbre un fruto de ceniza.



                      Llegaste medio oculta sin atreverte apenas

                      a acariciar la fiebre de los pulsos, tendidos

                      en inmortal galope sobre esos campos yermos

                      que te niegan un surco propicio a florecer.



                      Llegaste medio oculta sin que nadie ofreciera

                      un remanso de paz a tu dulzura impúber,

                      y ungiste suavemente con tus besos de virgen

                      las sienes de los niños muertos en tu regazo.



   Este verso final del poema lo enlaza con el anterior, y el tema de los dos poemas se une al de la serie "Sangre en la tierra". Esa primavera de 1938 la tierra española se hallaba ensangrentada por culpa de unos militares traidores a la República y a la patria. Los campesinos no la sembraron, porque debían empuñar las armas para defender su libertad contra esos militares sublevados. No nacerían tampoco flores, porque la tierra estaba regada con sangre de mártires. Sólo se veía desolación en los yermos campos españoles, sementados de víctimas inocentes. Era una "Primavera en la muerte", efectivamente, y el poema contiene una "(Elegía de los sentidos)", porque todos quedaron dañados en esa circunstancia trágica.


    La muerte fue asimismo la protagonista de la novela ambientada en el Madrid de 1936, que debiera haberse titulado probablemente Mientras allí se muere. La muerte fue la compañera inevitable de aquellos días, y por eso se metió en sus escritos en prosa y en verso. Constituía una motivación fatídica para la escritura, porque era la consecuencia inevitable de la guerra, en la que ella participaba de la única manera que le estaba permitido hacerlo: con su trabajo en ayuda de los niños y de los heridos, y con su pluma, convertida en arma acusadora contra los sublevados, causantes de aquella inmensa tragedia.



La pluma y la pistola



   Ernestina de Champourcin se había alineado como su marido al servicio de la República, con mayor verdad que los integrantes de la agrupación así denominada. Hasta la sublevación de los militares monárquicos escribió sobre los temas inquietantes para todos los seres humanos en sus variados aspectos, con atención destacada al sufrimiento. Después su escritura se centró en un único asunto, el de la guerra, cuando el sufrimiento se alojó en la entraña del pueblo obligado a defenderse de la agresión impuesta por los militares rebeldes. Lo trató con una sensibilidad especial, que es lícito denominar femenina, aunque este término padezca actualmente una devaluación absurda. Puesto que Ernestina era mujer sentía como mujer, y reflejaba sus sentimientos en la escritura como mujer también. 


   Cada persona actuó según sus posibilidades. Por ejemplo, Machado, aviejado y enfermo, deseaba que su pluma de poeta equivaliese a la pistola del general Enrique Líster, para combatir a los rebeldes, y con ella le dedicó un excelente poema. La pluma de Ernestina no quiso cantar a los generales leales, ni las acciones heroicas realizadas por los milicianos. Se alegraba al conocerlas, y confiaba en el triunfo popular, desde luego, pero su pluma se mojaba en los acontecimientos cotidianos, que eran trágicos en esos días.


   Cuidaba a los niños abandonados, y escribía sobre los niños asesinados por la barbarie fascista. Atendía a los heridos y contaba sus dolores. Sabía que tras los generales leales, ensalzados en los noticiarios como consecuencia de una acción victoriosa, se alineaban los muchachos anónimos, obreros, pescadores y campesinos, que acudieron voluntarios a defender la libertad alcanzada en su patria, y les dedicaba sus versos. Siguió las consideraciones anotadas por Azaña en su diario el 22 de junio de 1937, después de recibir a la redacción de Hora de España precisamente, en el cuaderno “La Pobleta, 1937”, incluido en el sexto volumen de sus Obras completas editadas por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales en 2007, en la página 345:



   Me parece corto, escaso, el impulso que lleva, más o menos a sabiendas, a cantar el heroísmo. La guerra no se compone toda de heroísmo, ni principalmente. Habría que mostrar, con la evidencia comunicativa de lo poético, el sufrimiento humano, dentro del cuadro grandioso y terrible de la guerra; el eterno sufrimiento del hombre, aherrojado por su destino implacable.



   Es lo que hizo exactamente Ernestina en sus poemas compuestos durante la guerra: mostró en verso el sufrimiento humano. Su pluma valió como una pistola de capitán, igual que la de Machado y la de todos los poetas leales. Cada uno de ellos estuvo en su puesto sin dudar, por conciencia del deber, según decía Ernestina, frente a los que traicionaron a su patria, a su condición y a su palabra. 


   Fieles hasta el final, Ernestina y Juan José Domenchina cruzaron la frontera francesa en febrero de 1939, compartiendo el éxodo de soldados, mujeres, niños y ancianos, para evitar las sangrientas represalias de los vencedores. Se instalaron inicialmente en Toulouse, donde sufrieron tres meses de privaciones y miseria, hasta que lograron embarcar para México, gracias a la recomendación de don Manuel Azaña, que seguía manteniendo correspondencia con su antiguo secretario. La rebelión de los militares monárquicos destruyó la felicidad del pueblo español, hundiéndolo en la noche más negra de su historia. Es cierto que dio lugar a una espléndida poesía, pero eso no puede compensar las muertes, el exilo y la cárcel que originó.




ARTURO DEL VILLAR

PRESIDENTE DEL COLECTIVO REPUBLICANO TERCER MILENIO

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