Por Annie Lacroix-Riz *.
Este artículo fue publicado en Le Drapeau Rouge, órgano del Partido Comunista de Bélgica, n.º 64, septiembre-octubre de 2017.
La
Revolución de Octubre es tan lógica como la Revolución Francesa, que
solo puede explicarse describiendo, al igual que los grandes
historiadores Albert Mathiez, Georges Lefebvre y Albert Soboul, la
crisis, a corto y largo plazo, del antiguo régimen feudal que precedió y
provocó este terremoto.
Una larga situación prerrevolucionaria
Rusia era un país atrasado, arrojado al capitalismo entre el ukase [edicto
del zar] de 1861 aboliendo la servidumbre y la toma del control de esta
Cueva de Ali Baba, desde la década de 1890, por parte de las potencias
imperialistas desarrolladas. La masa de campesinos, más del 80% de la
población, había sido, o bien privada de tierras, o bien hundida, más
gravemente de una generación a la siguiente, en la deuda del rescate
obligatorio de las tierras “liberadas”, que representaban una superficie
reducida a casi nada (a diferencia de los campesinos franceses que, en
julio de 1793, habían arrancado, después de una lucha ininterrumpida de
cuatro años, la abolición de los derechos señoriales sin compensación).
La clase obrera surgida de este miserable mundo campesino fue explotada
por la gran burguesía nacional y aún más por los tutores de ésta, los
grandes grupos bancarios e industriales extranjeros (franceses,
ingleses, alemanes, suizos, estadounidenses) que, desde el mandato del
Ministro De Witte, controlaban toda la economía moderna.
Concentrada, más que en cualquier otro país, en las grandes ciudades
–capital política, San Petersburgo-Petrogrado, a la cabeza, con la
enorme fábrica de armamento Putilov- era una clase social combativa: el
40% de los 3 millones de obreros de antes de 1914 trabajaba en fábricas
con más de 1.000 obreros, y la “curva de huelgas” se incrementó
implacablemente desde la segunda mitad de 1914 a febrero de 1917, pasando
de 30.000 a 700.000 huelguistas.
Las protestas de las mujeres obreras que se desarrollaban en Petrogrado en 1917 desencadenaron la revolución rusa
La
guerra ruso-japonesa de 1904, insigne manifestación de los apetitos de
los grandes rivales imperialistas por las riquezas rusas, había
concluido, dada la ineptitud militar del régimen zarista, con un fiasco
tan amargo como el que había puesto fin a la guerra de Crimea. Tuvo por
consecuencia la revolución de 1905, en la que Lenin, jefe de la fracción
“bolchevique” (mayoritaria en el Congreso de Londres de 1903) del
Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSDR), vería en retrospectiva
“el mayor movimiento del proletariado después de la Comuna” y “el ensayo
general” de la revolución de 1917. A la derrota del movimiento fundador
de los “consejos” (soviets), nuevo modo de expresión y de poder del
pueblo, le sucedió una terrible y duradera represión: más que nunca, el
imperio se convirtió en una prisión de los pueblos, con la absoluta
complicidad del gran capital francés prestamista de créditos
garantizados por el Estado francés y “cortador de cupones” (Lenin,
capítulo 8 de El imperialismo, fase superior del capitalismo).
Este fracaso retrasaría en cincuenta años el plazo de espera de una
nueva revolución, a menos que, pensaba Lenin, se produjera una crisis o
una guerra. Los acontecimientos posteriores acortarían el tiempo al
conjugar ambos factores.
El
sistema zarista demostró ser tan inepto como de costumbre en la
conducción de la guerra general. Su carne de cañón ni siquiera tenía el
mínimo de municiones, puesto que Rusia, de 1914 a 1917, fabricó 9 veces
menos cartuchos y fusiles de los necesarios. Disminución de la
producción agrícola en casi una cuarta parte, despilfarro de las
requisiciones, cosechas pudriéndose en los lugares de producción,
problemas insuperables de transporte, catástrofe en los suministros: a
principios de 1917, incluso en el frente, la ración de pan no excedía
del día y los soldados-campesinos (el 95% del ejército) regresaban
andando a sus casas. Era peor en la ciudad, particularmente en Moscú y
Petrogrado. El hambre fue “la causa inmediata de la revolución” de
febrero (Michel Laran, La Russie-URSS 1870-1970, París, Masson, 1973). Esta condujo a la abdicación de Nicolás II, que “había conseguido tener a todos en contra suya”.
Una revolución lógica
Los
bolcheviques –exiliados, como Lenin (en Finlandia), o clandestinos en
Rusia- eran ciertamente ultraminoritarios en aquel entonces.
Pero
rápidamente dejaron de serlo porque el pueblo ruso, ansioso de reformas
profundas, tuvo que constatar que su suerte no estaba cambiando. Durante
los meses siguientes, fue amargamente decepcionado por aquellos en
quienes había confiado, como los socialistas-revolucionarios que habían
prometido desde hacía mucho tiempo la tierra a aquellos que la trabajan.
Incluso los campesinos acabaron por admitir, en octubre de 1917, que
ningún otro partido más que el de Lenin, único en demostrar desde
febrero su capacidad para cumplir sus compromisos, les daría la tierra y
los liberaría de derecho de la carnicería de la que ya habían comenzado a sustraerse de hecho desde 1916.
Los
historiadores franceses de la década de 1970 mostraban cómo las
condiciones cambiantes y las relaciones sociales habían erigido en un
tiempo récord, entre agosto y octubre de 1917 principalmente, a los
minoritarios de febrero en delegados exclusivos de las “aspiraciones
populares”. El profesor universitario René Girault describió este
proceso como dominado por dos cuestiones, la tierra y la paz. “Desde el
fallido golpe de Estado del general Kornilov (finales de agosto), la
evolución acelerada de los soviets a favor de los bolcheviques, marcada
por el paso de muchos soviets urbanos, de soldados e incluso de
campesinos a mayorías bolcheviques, muestra que la constante oposición
de los bolcheviques hacia el gobierno provisional (y hacia su
“encarnación” Kerenski) se había ganado el apoyo popular”.
El
partido bolchevique realizó, nada más tomar el poder, las reformas
prometidas “haciendo bascular hacia su bando a la gran masa del
campesinado”, sabiendo que “la confianza [que las masas urbanas le
otorgaban] era mucho más fuerte” que la de los campesinos. El análisis
del historiador socialista confluía, sesenta años más tarde (“Las
revoluciones rusas”, vol. 5 de la Historia económica y social del mundo,
Leo Peter, ed., París, Armand Colin, 1977, p. 125 -142), con el del
gran periodista comunista estadounidense John Reed, autor de los Diez días que conmovieron al mundo,
obra maestra de la “historia inmediata” de la Revolución de Octubre y
de sus retos de clase que hay que leer y releer (París, 10-18,
reedición, 1963) .
La coalición imperialista contra los Soviets
Son
estas transformaciones efectuadas con tanto pragmatismo como fidelidad a
los principios, de acuerdo con Girault, las que aseguraron únicamente a
bolcheviques (soledad que no habían deseado) la victoria final en una
“guerra civil” que, como para la Revolución francesa y todas las
“guerras civiles” desde entonces, tuvo un origen y una financiación
sobre todo extranjeros (como lo demuestra el actual caso venezolano).
No
es debido a que los bolcheviques fueran sanguinarios dictadores odiados
por su pueblo que, desde 1918, “las fuerzas armadas de catorce estados
invadieron la Rusia Soviética sin una declaración de guerra”,
encabezados por “Gran Bretaña, Francia , Japón, Alemania, Italia,
Estados Unidos“, asesinando a más rusos que la propia guerra, 7
millones de “hombres, mujeres y niños”, y causando “pérdidas materiales
estimadas por el gobierno soviético en 60 mil millones de dólares”, suma
muy superior a las “deudas zaristas a favor de los Aliados” y que no
dio lugar a “ninguna compensación” por parte de los invasores, según el
“balance” de Michael Sayers y Albert Kahn (The Great Conspiracy: The Secret War Against Soviet Russia,
Little, Boni & Gaer, Nueva York, 1946, traducido en 1947).
Al igual
que los aristócratas de Europa coaligados en 1792 para restaurar en
Francia el Antiguo Régimen y asegurar en sus propios países la
supervivencia de de los privilegios feudales, los grupos extranjeros que
se habían hecho con el control del imperio ruso y los Estados a su
servicio volvieron a hundir a Rusia en tres años de caos para preservar
sus tesoros y acrecentarlos, como la Royal Dutch Shell, que aspiraba con
ello a llevarse todo el petróleo del Cáucaso. Al igual que en Francia,
el Terror revolucionario sólo fue la respuesta obligada a los asaltos
externos.
La etapa actual de demonización de la Rusia Soviética (o no)
Comparando
las revoluciones francesa y rusa, el gran historiador americano Arno
Mayer, profesor en Princeton, ha confirmado estos análisis de Sayers y
Kahn, futuras víctimas del macartismo (http://www.independent.co.uk/ news/obituaries/michael- sayers-writer-whose-career- never-recovered-from-being- blacklisted-in-the-united-states-2032080. html; https://en.wikipedia.org/wiki/ Albert_E._Kahn).
Si Francia –concluye- había sido una “fortaleza sitiada” antes de que
la nueva clase dominante pudiera alcanzar un “arreglo” con los
privilegiados contrarrevolucionarios de Francia y de otros lugares, la
Unión Soviética siguió siendo un paria acosado desde su nacimiento hasta
su muerte, y por motivos independientes del carácter y de las maneras
de Lenin o de Stalin (Les Furies, 1789, 1917, Violence vengeance terreur aux temps de la révolution française et de la révolution russe,
Paris, Fayard, 2002 ). Este libro constituye una excepción en el
paisaje historiográfico, que afortunadamente ha sido traducido [al
francés].
Los
historiadores “reconocidos” presentan hoy en día la Revolución de
Octubre como el golpe de Estado de un pequeño grupo antidemocrático y
sediento de sangre, o, en el mejor de los casos, como una empresa
inicial simpática, confiscada por una “minoría política que se aprovechó
del vacío institucional existente” y que desembocó ¡oh horror! en
“decenios de dictadura” y en el “fracaso soviético [marcando] el fracaso
y la derrota de todas las formas históricas de emancipación del siglo
XX ligadas al movimiento obrero”: estos juicios respectivos de Nicolas
Werth y Frédérick Genevée, en “¿Qué queda de la Revolución de Octubre?“, “Edición especial” de l’Humanité publicado
en el verano de 2017, confirman los arrepentimientos oficiales del PCF
(Partido Comunista Francés) sobre su pasado “estalinista” desde la
publicación del Libro negro del comunismo de 1997, del tándem Stéphane Courtois (sucesor del fallecido Francois Furet)-Nicolas Werth.
Nos
encontramos ante un eco significativo del giro anti-soviético y
pro-americano de los manuales franceses de historia de la escuela
secundaria negociado desde 1983, que golpeó a la URSS (Diana Pinto,
“L’Amérique dans les livres d’histoire et de géographie des classes
terminales françaises”, Historiens et Géographes, No. 303, marzo
1985, pp. 611-620), así como después a la revolución francesa: era la
doble obsesión de Furet, historiador sin archivos del que tanto
aprovecharon sus servicios “los de arriba”, en Francia, en los Estados
Unidos y en la Unión Europea, Alemania principalmente (La historia contemporánea siempre bajo influencia,
Paris, Delga-Le Temps des Cerises, 2012). Después de la caída de la
URSS y sus secuelas -la considerable expansión de la esfera de
influencia estadounidense en Europa- la criminalización de la URSS se
impuso con tanta mayor facilidad puesto que casi todos los antiguos
partidos comunistas habían dejado de contrarrestarla.
La historiografía dominante está alineada con la propaganda anti-bolchevique y rusófoba
derramada desde finales de 1917.
Sin embargo, todavía podemos
confrontar la letanía de los grandes medios de comunicación y de sus
historiadores fetiches con los numerosos estudios científicos que han
descrito correctamente la Revolución de Octubre. Leerlos a propósito del
mayor acontecimiento del siglo XX permite aspirar una gran bocanada de
aire fresco. No duden en hacerlo…
* Annie Lacroix-Riz, profesora emérita de historia contemporánea, Universidad Paris 7-Denis Diderot
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