Por Vincenzo Basile, para La Joven Cuba.
Días atrás, hablando con Osmany Sánchez, del blog La Jóven Cuba, quedé involucrado en un intercambio de opiniones que se acabó con unas preguntas por parte del bloguero cubano. ¿Cómo ven los jóvenes lo que sucede en Italia? ¿Tienen confianza en las intituciones? ¿Van a votar?
Preguntas difíciles y complicadas, pensé. ¿Cómo veo yo lo que pasa en mi país? Paradójicamente, en estos momentos sabría contestar mejor a una pregunta sobre los últimos acontecimientos cubanos, podría hablar del famoso cable de fibra óptica, de las nuevas reformas impulsadas por Raúl Castro, de la Cumbre de Cartagena, de mentiras mediáticas, de manipulación. Me he dado cuenta que podría pasar horas hablando de Cuba mientras que tengo dificultad a contestar a una sola pregunta sobre mi proprio país, el país en el que yo nací y donde vivo. Eso me ha dejado un tanto desconcertado y me ha hecho pasar los últimos días razonando y analizando la cuestión. Por eso, he puesto a un lado el objetivo principal de mi blog (desmontar la manipulación mediática contra Cuba) y he empezado a pensar.
Finalmente, hoy, he encontrado la solución. El problema no soy yo; no es mi amor a Cuba que me ha hecho poner a un lado mis raíces itálicas. El problema no son todos mis amigos que comparten conmigo la incapacidad de reflexionar sobre nuestro proprio país. El problema, yo creo, es un mal común que se llama indiferencia. Porque al hablar de indiferencia quiero exprimir un concepto extenso, creo que -para facilitar la lectura- es mejor dividir en diversas entradas lo que es mi pensamiento.
LA INDIFERENCIA SOCIOLÓGICA
En primer lugar, el italiano medio es indiferente en un sentido sociológico. Como escribió Georg Simmel en 1903:
“El tipo blasé es aquel que está por encima de las miserias, una persona distante, encerrada en si misma, que no se quiere implicar con lo que le rodea, quiere una vida que sólo persigue el placer: falta de reacción de los nervios: insensibilidad ante cualquier percepción. Blasé es la actitud que resulta de estimulaciones nerviosas en rápido movimiento. El hombre moderno de las metrópolis industriales se define como personalidad sin carácter, como un yo vacío, la pura sustancia cerebral, una reproducción del yo como un simulacro social. [...] Al individuo blasé todas las cosas se le aparecen sobre un fondo gris uniforme, en el que ningún objeto merece ser preferido a otro. Las cosas mismas son percibidas como no esenciales, sin atributos.”
Ha transcurrido más de un siglo desde hace cuando fueron pronunciadas esas palabras y es evidente que las características básicas o, si se quiere, las consecuencias de la modernidad no han cambiado. Millones de jóvenes italianos hemos crecido en una temporada de intenso cambio (social, político, económico, ideológico). El cambio se ha convertido en una peculiaridad de todos los días de nuestra rápida vida. Diariamente, millones de informaciones nos llegan de todos los rincones del planeta. Todos los días nos dicen que es la moda y que cosa no lo es. Nos proponen nuevos sitios donde buscar diversión que, paradójicamente, se reduce a una completa desconección con la realidad que nos circunda. Nuevos móviles; nuevas computadoras; nuevos coches; choces con móviles; móviles con computadoras. La vida se convierte en una huida hacia adelante, en una carrera sin aliento para buscar siempre más, en la frágil esperanza que una cosa más nos pueda volver a hacernos probar buenas sensaciones, seguridad y estabilidad. Claramente no es así y, tras un poco de descanso, esa carrera infinita hacia la satisfacción, empieza de nuevo.
Algunos somos indiferentes por rechazo y otros son indiferentes por inconciencia
Esa es la esencia del hombre blasé. La incapacidad de detenerse a apreciar o criticar lo que le rodea. La incapacidad de decir “eso me gusta” o “eso no me gusta”. El blasé se desconecta de la realidad, no sabe cual es su identidad, no sabe quien es ni hacia donde va. El blasé es un ciudadano del mundo pero está completamente desconectado de los otros ciudadanos. En ese sentido, todavía me acuerdo el ejemplo que nos hizo la profesora a clase de Sociología:
“Imagínense encontrarse en la parada de una guagua o de un metro. Ahí están cerca de cincuenta personas. Los que están acompañados hablan entre ellos, pero ¿qué hacen los que esperan solos? Verán un rebaño de individuos aislados que miran hacia abajo, que evitan cualquier intersección con las miradas de los demas. Hay quienes fingen leer un libro. Otros simulan una llamada al móvil. Algunos ‘juegan’ con sus móviles. La mayoría se pone ariculares en las orejas y escucha música con los ojos cerrados, extrema defensa sensorial contra el exterior, contra los más viejos que quieren ‘molestarlos’ con sus charlas.”
A veces, algunos nos damos cuenta de eso y por lo tanto reaccionamos negativamente. Nos involucramos en un odio generalizado hacia la modernidad, culpabilizándola por ser la causa de nuestros males, por habernos convertido en un ejército de discapacitados y desconectados. Pero, casi siempre, el blasé (italiano) no es conciente de su condición de individuo anulado y logra convertir sus ansiedades en una forma de diversión. Es decir, lo que es una eterna búsqueda de algo que nos complete se convierte en un, quizá hipócrita, “yo, sin pensamientos de ningún tipo, disfruto de la vida”. Pero, en ambos casos, más o menos concientemente, sucede que en el tráfico más intenso de una ciudad o en la multitud de un centro comercial, nos sentimos individuos aislados, solos, abandonados.
Quizá haya sido esa condición a hacerme acercar a Cuba y a su pueblo. Quizá esa sensación de soledad me haya hecho encontrar en Cuba valores sociales y humanos que no conocía, o que tal vez había olvidado. No se explicarme eso. Lo que si sé, es que ahora -tras esta reflexión- ya puedo contestar a una parte de la pregunta que me hizo Osmany Sánchez y le puedo decir, con respeto a como vemos los jóvenes lo que sucede en Italia (en un sentido social) que nosotros (por suerte no todos) muy sencilla y tristemente no vemos lo que ocurre. No nos importa. No es problema nuestro. Algunos estamos tremendamente ocupados a encontrar nuestra identidad perdida y otros a reiterar su identitad ficticia e impuesta, en un círculo vicioso sin fin. Algunos somos indiferentes por rechazo y otros son indiferentes por inconciencia. De todo modo, el resultado es el mismo.
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